Privatizacion y política industrial
Hace unos días, el secretario de Estado de Economía publicó en estas mismas páginas un artículo sobre la privatización de empresas públicas, que constituye una oportuna y notable contribución a la elaboración de un modelo teórico sobre un fenómeno, como el de la privatización del sector público. El precitado artículo se centraba en el análisis de las razones que explican el proceso y las consecuencias económics que cabe extraer, a sobre todo en relación con el déficit público. En síntesis, cabría distinguir, según el autor, los siguientes motivos: a) reducción del déficit público; b) lograr una mejor gestión de las empresas al ser transferidas a manos privadas; c) ideológico-políticas, y d) con tribuir a ampliar el mercado bursátil incorporando nuevos inversores. Aceptando como base de partida esta propuesta tipológica, vamos a intentar deducir algunas conclusiones económicas e ideológicas que se desprenden de su hipotético patrocinio de un proceso privatizador, siempre en el plano de la reflexión teórica y bajo el su puesto, tan caro a los economistas como difícil de sostener en la realidad, del céteris páribus. Si la razón para privatizar es disminuir el déficit público, cabe preguntarse, al margen del ambiguo resultado financiero del proceso, como muy bien señala el secretario de Estado de Economía -incorpórese a esa ambigüedad el esfuerzo de saneamiento previo que suelen exigir los compradores-, si la aplicación de ese criterio no puede conllevar consecuencias económicas perversas, muy superiores al presunto beneficio que se trata de alcanzar. En efecto, una política privatizadora por razón de déficit llevaría a realizar en el mercado aquellos activos productivos que tengan mejor acogida -es decir, mayor precio-, con independencia de que esa venta desmantele o entre en contradicción con la política industrial, incluida la referente a la empresa pública, presuntamente diseñada por el Gobierno, de que se trate. Llevada a sus últimas consecuencias teóricas, esa política conduciría a propugnar, tras la disminución del déficit, la obtención de superávit y, en definitiva, a vender todo, el tejido público industrial que tenga un precio, permaneciendo en el Estado sólo aquellas empresas por las que había que pagar para que fueran adquiridas por terceros. Al final del proceso se habría coincidido de hecho con la privatización ideológico-política.
Otra reflexión adicional cabe hacer, igualmente perturbadora para las buenas conciencias económicas: si se trata de combatir el déficit, ¿por qué no optar por la expansión empresarial del sector público, en la economía, penetrando en mercados de elevada rentabilidad, de los que suele estar ausente, de forma que las rentas obtenidas por su actividad empresarial a medio plazo -a corto, lógicamente, supone un incremento del gasto- contribuyan positivamente a la financiación del sector público y al desarrollo económico general? No se descarte absolutamente esta opción, lógicamente coherente, por razones prácticas: se pueden encontrar antecedentes.
En definitiva, no parece que el argumento antidéficit sea una vía razonable para privatizar empresas públicas, o al menos que esté exento de críticas y consecuencias perversas de toda índole. Mucho más ortodoxo parece, sobre todo si se trata de déficit coyunturales o cíclicos, proceder a financiarlo por otras vías, desde el endeudamiento a la mejora de la gestión del gasto público, y desde luego afrontar a los voceros ideológicos interesados que hoy claman contra la expansión del gasto-déficit público -de la que pueden ser los primeros beneficiarios- y al mismo tiempo, o mañana, reclaman ayudas adicionales, tratos de favor o denuncian el mal estado de servicios esenciales, cuyas carencias pueden tener origen en el elevado volumen de recursos públicos que ellos absorben.
Si el argumento para privatizar es lograr una mejor gestión de las empresas, cabe igualmente hacer determinadas precisiones. En primer lugar, no parece existir ninguna explicación racional, ni siquiera de origen cromosómico, para sostener que la gestión privada es apriorísticamente mejor que la pública o viceversa. Hay buenos y malos gestores públicos y privados, como la realidad confirma, al margen quedan las preferencias ideológicas de cada cual.
Mantener lo contrario -en nuestro caso, considerar que la gestión privada es mejor per se conduciría, en lógica consecuencia, a realizar todo el sector público que fuese posible, en cuanto que ello conllevaría un mayor óptimo de bienestar colectivo, coincidiendo en la práctica con quienes propugnan una privatización radical por razones ideológicas.
En relación con la privatización política, cabe reconocer su coherencia: supone la aplicación consecuente y sin mala conciencia, hasta las penúltimas consecuencias, del famoso principio ideológico de la subsidiariedad del sector público. Como cualquier visión normativa aplicada sin matices, deviene en irracional por extremista, aunque obtenga dividendos políticos para sus propugnadores durante cierto número de años, al calor de errores ajenos y coyunturas favorables.
Privatización política
Por último, no parece que la persecución de una mayor amplitud del mercado de valores sea un argumento sólido para proceder a privatización alguna. A lo sumo, ello será una consecuencia del proceso, limitada por demás, incluso si se procede a la privatización generalizada de un sector público empresarial muy importante. En cualquier caso, estaríamos nuevamente en el campo de la privatización política.
Las reflexiones hasta aquí realizadas conducen a presentar fuertes reparos; se pretende que desde la racionalidad económica a las privatizaciones realizadas de acuerdo con la tipología propuesta en su tribuna por Guillermo de la Dehesa. De ello no puede inferirse la inconveniencia de cualquier proceso privatizador, sea éste total o parcial. Ahora bien, la bondad teórica de actuaciones de este tipo exige, en nuestra opinión, incorporar a la tipología propuesta un nuevo motivo: la privatización por razones de política industrial, determinada ésta a su vez por una estrategia coherente de desarrollo económico.
Esta visión del proceso supone asumir inmediatamente, y con idéntico alcance, su contrario: la potenciación o creación de otras empresas públicas, siempre que ello sea necesario para la obtención de un óptimo de bienestar de nivel superior, superando la discusión, más propia del Bizancio de la alta Edad Media que de la racionalidad económica acerca de la subsidiariedad, la composición y el tamaño de los sectores productivos público y privado.
Las privatizaciones que se realicen de acuerdo con el criterio precedente obedecerán a razones endógenas de la propia política industrial, no a la utilización de aquéllas para la satisfacción de fines de política económica, que puede conseguirse más ortodoxamente mediante otros instrumentos.'Supone asumir una visión dinámica del sector público empresarial, la conveniencia de cuya existencia no se objeta que lleva a abandonar y penetrar en empresas y sectores económicos de acuerdo con las necesidades del bienestar y desarrollo generales.
El prerrequisito necesario para la realización de una política de privatización de este tipo -supuesta la existencia de estrategia de desarrollo, política industrial y definición del papel del sector público empresarial dentro de la misma- sería la ausencia, en términos razonables, de restricciones económicas significativas de origen presupuestario que sesguen inadecuadamente la decisión de los gestores.
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