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La 'carta' de Mitterrand

Sobre la carta que los franceses recibieron de su presidente-candidato ya se ha dicho todo. Todo salvo, tal vez, dos cosas: que se inspira en la misma fuente que anima la elaboración, en Estados Unidos, del mensaje sobre el estado de la nación; y que, al mismo tiempo, nada es más fiel que este procedimiento al espíritu (gaullista) de la elección del jefe, del Estado por sufragio universal. El presidente mantiene una relación personal con el pueblo, único poseedor de su legitimidad. Debe rendirle cuentas. Se las rinde.Así, tanto en la forma como en el fondo, esta VI República que nos organizan en todos los aspectos parece encaminada a proteger y magnificar la autoridad del presidente de la República en lo que respecta a sus competencias. La carta del candidato no sólo dice: "He aquí cómo he gobernado durante cinco años"; dice también, y quizá antes que nada: "He aquí cómo he presidido durante dos años; he aquí lo que puede hacer un presidente privado de lo esencial del Ejecutivo; he aquí, en suma, cuál puede ser el buen uso de esta cohabitación que yo, François Mitterrand, tuve que soportar, que he sabido dominar y cuyo eventual retorno no podemos descartar". Por esto es posible sostener, sin caer en la paradoja, que François Mitterrand sigue siendo quien más se preocupa de no recaer en los hábitos de la IV República, en el caso de que los franceses volvieran a manifestar deseos contradictorios, según sean consultados en una elección presidencial o en elecciones legislativas.

Evidentemente, la carta está también destinada a mostrar a los franceses que, siendo ahora mucho más graves los desafíos, a raíz de la gestación de Europa y de las convulsiones mundiales, sería de interés para la nación que se renunciara a ciertos debates académicos. Él mismo, el presidente-candidato, da el ejemplo relativizando en particular, y no es poca cosa, el tema de la nacionalización del crédito. Desde este punto de vista se puede decir que este larguísimo texto, tan feliz, tan cuidado, tan contenido, reviste un doble significado: testamentario, en caso de derrota; programático, en caso de éxito; y que ambos apuntan a definir el mejor método de gobierno en Francia antes del año 2000. No estoy seguro de que quienes más se oponen a su persona lo hagan también a su método. Valéry Giscard d'Estaing está lejos de ser el único en reunírsele.

Ocurre que lo esencial se encuentra en otra parte: "Lo que será el Gran Mercado (de 1992) podrá medirse cuando se sepa que cayeron las fronteras entre los 12 países de la Comunidad, que las personas, las mercan cías, los capitales y los servicios circularán y se instalarán libremente en toda Europa, de Atenas a Dublín, de Copenhague a Roma, de Hamburgo a Madrid, y así sucesivamente, con Francia en su centro". Sólo entonces "se tendrá una idea del peso de la Comunidad (320 millones de habitantes y primera potencia comercial del mundo) en un punto sin retorno, al comparar los medios de que dispondrá frente a los imperios que la rodean ( ... ). La realización del Gran Mercado aumentará en un billón cuatrocientos mil millones de francos. La riqueza de la Comunidad conllevará la creación de dos a cinco millones de puestos de trabajo. El crecimiento aumentará en más del 4%, los precios bajarán un 6% y el paro retrocederá". Ante esta perspectiva, todo lo restante parece irrisorio o secundario.

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Un gran número de responsables políticos o económicos en todos los niveles de actividad o de decisión sabe todo esto. Ello explica la tibieza de los enfrentamientos, la *capacidad de los líderes para enfervorizar la campaña y el aburrimiento ostentoso del electorado ante tal o cual polémica de tablados. Cuando Michel Rocard declara que ninguno de los tres candidatos (entre los que tienen probabilidades) constituiría un presidente deshonroso, expresa lo que piensa, con razón o sin ella, la mayoría de los franceses. Pero evidencia claramente, sean cuales fueren sus precauciones y sus convicciones, que los conflictos que oponen. entre sí a los franceses tienen poco peso en comparación con la gigantesca competición que se anuncia para la construcción europea. Es verdad que cierta derecha, especialmente la que se considera intelectual, se convirtió en ideóloga. Se repliega en un inmovilismo sectario y sombrío, que es precisamente la característica de la ideología que denunciaba en la izquierda. Se puede, pues, dudar de la voluntad de unos y otros de construir Europa y observar que esta tarta a la crema obsesiona menos a los, británicos, e incluso a los alemanes, que a los franceses. En fin, podemos preguntarnos en qué medida la política nuclear francesa no constituye un obstáculo a la entente europea. Pero nada, absolutamente nada de todo esto contará el día en que los hombres y las mercancías puedan circular libremente en el seno de la Comunidad de los 12 países. No se pensará más, no se actuará más, no se soñará más como antes.

Esta necesidad de construir Europa, este sentimiento de las naciones europeas de no ser más que pequeñas regiones si no la construyen, nunca se dejó sentir tanto como a finales de 1987. Muy poco se destacó que, en la misma quincena de diciembre, un grupo de expertos financieros americanos, sacando conclusiones de las alertas bursátiles y previendo las recaídas de¡ déficit interior y exterior del presupuesto, evocaba su sistema en términos de desastre, mientras que Mijail Gorbachov hacía un balance apocalíptico de la economía soviética. De hecho, a despecho de algunos giros retóricos, raramente un anticomunista ha proferido sobre la Unión Soviética un juicio tan implacablemente negativo. Sin que se trate de poner en un mismo plano una república imperial y un imperio totalitario, era digno de ver a estas dos superpotencias, de hecho dueñas del mundo por el terror que inspiran, haciendo sus autoacusaciones para finalmente acercarse dispuestas al desarme o, al menos, para comenzar a revertir el proceso de la carrera armamentista. Fue en aquel momento cuando se sintió palpitar -según palabras del ministro alemán de Asuntos Exteriores- un "voluntarismo europeo". Y si hubo acuerdos tan íntimos entre el socialdemócrata Helmut Schimdt y el conservador Giscard d'Estaing, después entre el conservador Kohl y el socialista François Mitterrand, fue evidentemente porque, ante la importancia de los objetivos, las diferencias se vaciaron rápidamente de sentido.

El mundo se mueve y la historia comienza a evolucionar con menor lentitud. El año pasado, dirigiéndose a los miembros de una fundación, Raymond Barre expresaba el deseo de que llegara la detente entre Moscú y Washington para que finalmente Europa pudiera construirse sin traicionar a Occidente ni al atlantismo. Agregaba que esta Europa sería entonces capaz de presionar sin complejos sobre Estados Unidos para que se ponga término al desorden monetario internacional, del que es responsable la supremacía del dólar. Hoy las cosas son aún más espectaculares. He aquí a los soviéticos, que deciden poner fin a su guerra de Vietnam, ésa que se desarrolla en Afganistán. He aquí que, al recibir a Yasir Arafat, en vez de echar aceite al fuego, lo incitan a reconocer a Israel. He aquí que ellos mismos anuncian que todos estos gestos están encaminados hacia una coexistencia pacífica en los tres continentes del Tercer Mundo. He aquí, en suma, que encuentran que es de su más egoísta interés el contribuir al apaciguamiento de las tensiones mundiales. ¿Actitud estratégica? ¿Por qué no? Se prefiere que la estrategia adopte los caminos de la cooperación. Resta confiar en que esa hora esperada por Raymond Barre haya llegado y que él sienta que la incitación para construir Europa es más fuerte. Esto explica su tan impresionante rechazo a toda demagogia.

Se dirá, lo reconozco, que estas visiones apaciguadoras son las que mejor sirven a las tácticas electorales de François Mitterrand y que son las más adecuadas para asegurar su reelección. A esto respondería, atento a sus coherencias secretas tanto como a sus complejidades oportunistas, que si le adjudico una convicción profunda, sólida, entrañada en cuerpo y alma, ésta es la de creer que "Francia es nuestra patria y Europa nuestro porvenir". Sus textos, que es posible citar en tal sentido, se remontan a los orígenes de su carrera, y si hay un comportamiento que sus adversarios no le discuten es el que adoptó a favor de Europa durante los seis meses en que presidió la Comunidad. A él esto no le impide entregarse a todas las polémicas para separar claramente la izquierda de la derecha. A nosotros esto no nos impide observar que es otra la jerarquía que inspira su vocación.

Jean Daniel es director de la revista francesa Le Nouvel Observateur. Copyright Le Nouvel Observateur.

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