_
_
_
_
_
Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Televisión muy poco privada

LA LEY de televisión privada aprobada ayer en el Congreso no parece el instrumento adecuado para posibilitar la participación de la sociedad en el fenómeno audiovisual, cada vez más importante en Europa. Según los optimistas, las nuevas televisiones que se creen al amparo de esta ley no podrían comenzar a emitir antes de dos años. Así, un documento que ya nace viejo, en desfase respecto a la realidad social y tecnológica, amenaza con convertirse en cinturón de cuaresma de esa realidad cuando comience a aplicarse.Cuando en abril de 1986 el Gobierno socialista anunció el envío a las Cortes de un proyecto de ley sobre la materia, tuvimos ocasión de congratularnos de que felizmente alguien en la clase política aceptara el reto de la modernidad y el pluralismo en la televisión, después del reglamentismo impuesto por los años de la dictadura y el período de la UCD en el poder. Pero la permanencia en éste cobra su precio. Retirado el primer borrador, convocadas nuevas elecciones y afianzados los socialistas en el machito, el marco legal -ya irremisiblemente tardío- ahora aprobado para la televisión privada está penetrado de una obsesión reglamentista, lleno de cautelas ante lo nuevo y plagado de deseos de control. Los intereses políticos han viciado de origen ese proyecto, destinado a que el Gobierno no sólo controle la televisión pública, sino también la privada.

En primer lugar, la televisión es considerada como servicio público -y no como un derecho de los ciudadanos-, de lo que se deriva luego una lógica manifiestamente intervencionista. En segundo lugar, las restricciones que se señalan en la ley, tanto jurídicas como técnicas y económicas, parecen orientadas antes a desanimar a los empresarios privados aspirantes a las concesiones que a estimular su iniciativa. Y ello pese a que se haya corregido al alza, mediante una enmienda introducida en el Senado, la pretensión de reducir al 15% la participación de las empresas españolas de comunicación interesadas, frente al 25% al que podían optar las extranjeras o las de otros sectores.

Los defectos siguen siendo incontables: la autoridad televisiva es diferente según se trate de la televisión pública o de la privada. Los límites a la publicidad o a la nacionalidad de las producciones que se exigen a las privadas no existen en el caso de TVE. Y, sobre todo, existe un código de sanciones administrativas -que culminan con pasmosa facilidad en la retirada de la concesión- que otorga al Gobierno (a éste y al que venga) una verdadera patente de corso para suprimir las voces díscolas, acallar a los disidentes y premiar a los que obedecen.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Por si fuera poco, con la aprobación de la ley no se han despejado todas las incógnitas. Quedan por desvelar las cartas que se guarda el Gobierno en relación al anunciado, pero no comunicado, plan técnico, y a las condiciones en las que se realizarán las concesiones. No están claras las razones de por qué son tres canales, y no más o menos, qué tipo de red van a utilizar, cuáles van a ser las zonas de cobertura y los plazos para alcanzar la misma.

Jugar con ventaja

Está clara la estrategia gubernamental para conservar su posición ventajosa en el medio televisivo: fortalecer la televisión estatal, con cargo al presupuesto, para situarla en posición privilegiada con vistas a la futura competencia de los canales privados. Miles de millones de pesetas de los contribuyentes han engrosado recientemente las cajas de TVE, que se ha apresurado a comprar cuanta producción audiovisual existe en el mercado, con vistas a la temida competencia de la iniciativa privada. Sólo no han adquirido lo que no está en venta, sin duda porque hay productores que esperan la llegada de nuevos compradores en potencia para subir aun más los precios. El intento de saturación del mercado publicitario mediante la ampliación desmesurada del número de horas de emisión y la adquisición de esas producciones de mayor éxito internacional constituyen el cerco con el que parece pretenderse desanimar a la iniciativa privada. Esa actitud, una vez anunciada la legalización de la televisión privada, tiene mucho de competencia desleal. Y desdice de la teoría, que ya nadie cree, según la cual los socialistas tutelan la televisión como un bien de Estado y no como un negocio de unos pocos y un instrumento de manipulación política e informativa.

En esto no son muy diferentes las estrategias de los distintos partidos. El poder homologa lo que divide la ideología. Un ejemplo sintomático es lo que está sucediendo en Cataluña. A los dos canales de Televisión Española -el segundo de los cuales ofrece una extensa programación propia- se unió con empuje hace casi cinco años el canal autonómico de la Generalitat, TV-3. Pero en su programa electoral para las próximas autonómicas el nacionalismo de Jordi Pujol ha anunciado su proyecto de crear un nuevo canal controlado y financiado por la Administración autónoma. La oposición socialista se ha sumado con entusiasmo. En las actuales condiciones, para poner en marcha un canal competitivo serán precisas unas elevadísimas inversiones, al alcance sólo de grandes consorcios financieros, lo que no deja de sembrar ciertas dudas sobre la voluntad que anima a los socialistas al abrir paso al pluralismo en televisión. El tiempo perdido y las dificultades señaladas parecen destinados sobre todo a abrir la puerta a los grandes consorcios extranjeros de la comunicación, socios de la Internacional Socialista o de la Conservadora, dispuestos a pactar sin vergüenzas con los Gobiernos locales para obtener tajada en el pastel televisivo, y poseedores de una liquidez inversora que hace casi imposible cualquier intento de competencia.

La ley nace vieja, de otro lado, por su desconocimiento de la tecnología actual, y en particular de los métodos de transmisión por satélite o cable, implantados ya en nuestro país mientras los gobernantes se lo pensaban. Una vez más se ha comprobado que el dinamismo de la sociedad toma sistemáticamente la delantera a las previsiones de los burócratas, especialmente cuando las cautelas de éstos son interesadas. Interesadas más por motivos subjetivos que de otro tipo: la creencia de que quien controla la televisión controla las urnas no ha sido confirmada por la historia social, pero esa creencia está sólidamente implantada en la mente de nuestros políticos, incluídos los de la oposición de derecha, que hallan consuelo para su incompetencia en la denuncia de la influencia de los controladores de la televisión pública. En realidad, la obsesión de unos y otros por ese medio se apoya más bien en sentimientos que tienen que ver con la satisfacción de su vanidad. Y el anuncio de que las autonomías de Valencia, Andalucía y Madrid se aprestan, también ellas, a lanzar sus canalitos televisivos con el flujo de dinero que los contribuyentes obligatoriamente proveen no hace sino remachar los ejemplos de cuanto decimos.

O sea que cuando el vicepresidente Alfonso Guerra habla de una conspiración antidemocrática habría que preguntarle si los primeros conspiradores no parecen los propios integrantes de la clase política, sea cual sea su condición. Al final habrá, como casi siempre, un perdedor principal: la sociedad española.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_