El intelectual asténico
Hace ya bastante tiempo Enrique Tierno Galván describió al intelectual como aquella persona que cultiva la razón para hacer de la realidad problema. Y ahora, transcurridos más de 20 años de esa afirmación, cuando vuelven de modo recurrente los comentarios acerca de la función de los intelectuales, aquella descripción parece conservar su valor, adquiriendo nuevos matices merecedores de una reflexión complementaria.Si la actividad intelectual consiste en problematizar la realidad, es preciso admitir que ésta no puede estar definida de antemano. Y así, para el intelectual, conceder que se vive en el mejor de los mundos posibles o creer que todas las respuestas están ya elaboradas equivale a renunciar a lo esencial de su función. En las dictaduras personales, en los sistemas autocráticos, un solo individuo monopoliza tanto la definición de la realidad como las propuestas para su modificación. La ausencia de libertades dificulta la divergencia del código de respuestas preestablecidas. La realidad, enmarcada a prior¡ desde el poder, apenas permite otro acercamiento que la evasión o la apología, el silencio o el aplauso.
En los sistemas democráticos, por el contrario, las visiones de la realidad son múltiples, y, de modo consecuente, son también plurales las aproximaciones a ella y las propuestas para su conformación. Y por eso puede afirmarse, sin que parezca caprichoso hacerlo de este modo, que cuanto mayor sea el ámbito de libertad más intensa será la acción intelectual y cuanto más profunda sea la ¡actividad intelectual más se ampliará el contorno de la libertad.
Esa relación, que posee casi el carácter de un axioma, ha podido ser admitida como cierta durante mucho tiempo. Pero si tal hacemos hoy -y no sólo en España-, resulta sorprendente la queja, expresada con reiteración, acerca de la disminución de la tarea intelectual crítica en relación a la practicada durante la última etapa de la dictadura y los, primeros años de la transición. ¿Acaso no es ahora mayor el ámbito de la libertad? ¿No ha desaparecido la censura por mandato constitucional? Entonces, ¿por qué tantos intelectuales de valía se refugian en el silencio?
Para dar respuesta a esta pregunta algunos analistas aluden a dos únicos motivos: la complicidad del intelectual con el poder en unos casos o el temor a enemistarse con él en otros. Según este análisis, el intelectual, que se cultiva para problematizar la realidad, si no ejercita su acción de forma pública se autoinculpa.
Ahora bien, esa interpretación del absentismo como aquiescencia interesada o espuria no es, a mi juicio, hablando siempre en términos generales, demasiado acertada. Es cierto, y no han de doler prendas por admitirlo así, que en toda época y lugar ha habido intelectuales al servicio del poder. Utilizando sus conocimientos y su capacidad discursiva, y también, desde luego, la retórica o los recursos de la expresión literaria o artística, multitud de intelectuales de todos los tiempos -al contrario de lo defendido por Benda- han contribuido a sostener causas, regímenes o individuos que en el orden moral, desde los propios principios éticos de quienes así actuaban, podían ser considerados como abyectos.
Pero siendo todo ello cierto, no lo es menos que a lo largo de la historia podemos encontrar también voces señeras que renunciando a muchas cosas, incluso en ocasiones a, su propia supervivencia, prestaron su esforzada colaboración a la defensa, bien de valores abstractos -la verdad, la justicia, la libertad- o bien de hechos concretos vinculados de modo más o menos preciso con esos valores. Para ello, de manera casi ineludible, tenían que enfrentarse con el poder en una pugna tan desigual que sólo podía ser mantenida mediante el entusiasmo que surge de la entereza moral asociada a una convicción profunda.
Esos dos tipos de intelectual han participado, como se ha dicho, en la configuración de la realidad al problematizar ésta. El sustento de su acción tenía su origen, por encima de otros motivos, en la creencia de que tal realidad no carecía de problemas cuya solución estuviera ya predefinida. Si así no fuere, dejando a un lado motivaciones indignas, tal intervención caería de lleno en la superfluidad, desvaneciéndose antes o después por su propio carácter ocioso.
Y con esto llegamos a lo que a mi modo de ver contribuye a explicar la presente astenia de muchos intelectuales, acaso de los más lúcidos, de manera más adecuada que las imputaciones genéricas acerca de su eventual connivencia con el poder. Dicho abiertamente: hoy el intelectual calla sobre todo porque ha adquirido consciencia respecto a la gratuidad de su acción. Al menos de lo que ha venido constituyendo la esencia de la misma.
El intelectual está hastiado de verdades irrefutables que no soportan una mínima crítica, de tautologías del tipo de las cosas son como son y de la unánime coincidencia en que no hay alternativas a la realidad preconfigurada sin su concurso. Estamos en un sistema democrático, y eso significa que no hay consignas, pero no impide que todas las respuestas parezcan estar elaboradas. En esas condiciones, que gozan de amplísimo consenso social, ¿para qué intervenir públicamente? ¿Acaso para obtener, no ya el calificativo de resentido o extravagante, como antes, sino lo que para la vanidad del intelectual es más ingrato, la más -tediosa indiferencia? No se trata, pues, como en las dictaduras, del temor político al poder, sino de la certeza de recibir el desdén o el bostezo de la sociedad como único eco de sus propuestas.
Ésa y no otra es, a mi juicio, la verdadera causa del silencio aludido. Así puede comprenderse mejor la falta de vigor intelectual del presente. El intelectual, como cualquier individuo, cuando calla no siempre otorga. Es más, pudiera afirmarse que a veces hay silencios que por lo llamativos resuenan como gritos estentóreos de desazón y de impotencia ante una realidad que no permite ya ser tratada como problema.
Perplejos e inermes al comprender la ociosidad de su función, muchos intelectuales valiosos se encierran en ese elocuente silencio. Bastaría con que los demás nos callásemos también para que el mismo pudiera ser escuchado.
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