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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Confusión y sangre en Centroamérica

MIENTRAS LOS cinco cancilleres centroamericanos, reunidos el pasado viernes en Guatemala, creaban discretamente la nueva comisión verificadora de los acuerdos de Esquipulas 2 (en la que participará España), el resto de aquella torturada región vivía, una vez más, jornadas de angustia y muerte. En Centroamérica, casi matemáticamente, a un hecho positivo sigue uno negativo, en una concatenación de horrores que nadie parece realmente querer interrumpir. El verdadero problema es la desafortunada posición geográfica del istmo, en lo que se suele llamar "el patio trasero" de EE UU. Nadie discute a la primiera potencia mundial su derecho a preocuparse por la estrategia de cuanto ocurre en su vecindario. Lo malo es que tal preocupación se ha manifestado a lo largo de este siglo con tan poca habilidad que cada intervención norteamericana estimulaba la confusión y resultaba contraproducente para los intereses de todos.En los últimos días, el aerotransporte de amenazantes cuerpos expedicionarios a la busca de campos de combate en la selva hondureña o en el canal panameño ha sido de opereta. Los esfuerzos por desestabilizar públicamente al general Noriega en Panamá producen cierto sonrojo: han sumido al país en una ruina de la que tardará años en recuperarse y no han conseguido el laudable objetivo de establecer una democracia que tarda ya demasiado en llegar.

En Nicaragua, el pretendido efecto catalizador de la persecución a la que el presidente Reagan somete a los sandinistas ha demostrado ser inexistente: la aquiescencia de éstos a negociar un alto el fuego con la contra fue dada después de que el Congreso negara en Washington armas y ayuda a los antisandinistas. Lo que se consigue, más bien, es el efecto contrario. Cuando el Congreso de EE UU aprobó una ayuda huanitaria de casi 48 millones de dólares a la contra, lo primero que ésta hizo el miércoles pasado fue aplazar una reunión concertada en Managua para fijar las modalidades definitivas del alto el fuego.

El episodio de la detención del narcotraficante Juan Ramón Matta ilustra perfectamente las secuelas de un imperialismo insultante. Será difícil averiguar quién hizo realmente los disparos que causaron la muerte de cinco jóvenes hondureños en Tegucigalpa hace tres días. Será igualmente difícil averiguar quién animó a 2.000 estudiantes a manifestarse ante la Embajada de EE UU. La corrupción que siembra el narcotráfico, su manejo de los resortes del poder en pequeños países, explican cualquier cosa. Lo mismo sucede cuando un país evoluciona por otro como si fuera dueño de él. Naturalmente, por muy Robín de los Bosques que sea y por mucho que haya ayudado a miles de hondureños a librarse de la miseria, Matta debe pudrirse en la cárcel estadounidense de la que, por cierto, nunca debió conseguir escapar. Pero es gravísimo que pueda existir un país tan sometido que todo vale en él: desde el envío de una fuerza militar expedicionaria para otorgar una protección que nadie ha pedido hasta el secuestro de un delincuente, pasando por el asesinato de manifestantes desde el interior de una embajada. Y no pasa nada.

Por otra parte, la victoria en las elecciones legislativas y municipales de El Salvador de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) ensombrece el panorama de la guerra civil que asola el país desde hace ocho años. Si su líder D'Aubuisson consiguiera ser elegido presidente de la República dentro de un año, su violencia e intransigencia condenarían a muerte a cualquier diálogo posible de reconciliación nacional.

En este sombrío panorama no puede reseñarse más que un único atisbo adicional de racionalidad: el anuncio hecho en Madrid por tres dirigentes de la oposición guatemalteca de que regresan a su país para iniciar con el Gobierno del democristiano Cerezo el diálogo previsto por el acuerdo de Esquipulas 2.

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