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Tribuna:
Tribuna
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Como los Paulinos

El Chano se retuerce en el suelo apretando su estómago con ambas manos como si quisiera sujetar algo que se le hubiera desprendido dentro. El dolor es tan intenso que cree ir a desmayarse de inmediato. Se angustia al notar que el aire no le llega bien a los pulmones, al darse cuenta de que no puede respirar. Intenta aspirar por la nariz y, a la vez que una terrible punzada en el esófago, se siente penetrado por el fuerte olor a aceituna que sale de la almazara de Sánchez Casado y le viene a la memoria el patio del molino del abuelo Lucas, donde jugaba a las canicas adoptando sucesivamente el papel de tres o cuatro jugadores a los que iba ganando bolas con su habilidad para hacer gua. Sólo ahora, como entonces, es capaz de percibir ese olor a aceituna que embriaga permanentemente al pueblo. Se aferra a la idea de que si es capaz de pensar en ello es porque no se va a morir todavía.Entre las voces de los que le atienden distingue la de Malriega.

-¡Chano! ¿Estás bien, Chano?

Abre los ojos y ve sobre él a varios paisanos que le observan asustados. Malriega, de cuclillas, le ha incorporado y le ha colocado la cabeza sobre uno de sus muslos. La sonrisa que intenta El Chano para tranquilizarles se convierte en una mueca del dolor que aún siente en las entrañas.

-Tranquilo, estate tranquilo que no hay prisa.

Cierra de nuevo los ojos y sigue respirando despacito, temiendo que se repita la dolorosa punzada. Se siente bien allí, acogido por el bueno de Malriega. A la boca le llega el sabor de su propia sangre y tuerce la cabeza para escupir. Piensa que si le saliera una bocanada de sangre todo habría terminado, pero en el escupitajo que cae sobre la tierra apenas se aprecia un pequeño hilo sanguinolento.

A un lado del grupo, junto al tablero con las monedas que nadie ha querido tocar, Juan Pedro observa atento la recuperación de El Chano. Mira su rostro curtido y cuarteado por el sol, sus manos recias que apoyan en el suelo, las venas que las surcan como una señal inequívoca de su fortaleza. Pasea su mirada indolente por los hombres que aguardan, por el parque de Peluco que más tarde se llenará de parejas, por el aparcamiento de la discoteca aún vacío de coches. Los boliches siguen en la misma posición en que quedaron tras el último lanzamiento de El Chano, y Juan Pedro los ve como algo lejano y sin sentido. Intenta pensar, pero se siente aturdido; ni siquiera podría señalar de quién surgió la idea de pelear como los Paulinos. Le sorprende que todos, incluido él mismo, lo hayan aceptado con esa naturalidad. El único recuerdo nítido que le viene a la memoria es el de Loli. Piensa en lo ausente que está de cuanto allí ocurre y la imagina arreglándose para él, contemplándose en el espejo mientras se prueba indumentarias conjuntando los colores hasta quedar satisfecha de su propia imagen. Disimuladamente Juan Pedro observa sus anchas manos de mecánico y comprueba que las uñas han quedado bastante pasables tras el cepillado con jabón.

El Chano se ha conseguido sentar en el pequeño muro que bordea el campo de juego. Siente en su piel el agradable sol de los primeros días de abril y comprueba que su respiración empieza a ser normal. Sólo nota dolor en el estómago, un dolor permanente, pero poco intenso. Gira el hombro derecho hacia atrás y de nuevo siente otra punzada en la boca del estómago. Busca con la mirada a Juan Pedro y le ve solo y pensativo, como ausente. Le extraña que no le mire, que no esté preocupado con su recuperación, que su rostro no, refleje miedo. Nuevamente rota el hombro derecho, como hace en la forja cada cierto tiempo para desentumecer el brazo cansado de tanto golpear con el martillo, y nota que la punzada del estómago es resistible. Se incorpora y Malriega sólo necesita un gesto suyo para dirigirse hacia Juan Pedro.

-Juan Pedro, que te prepares. El Chano ya está listo.

En la veintena de hombres que aguardan se produce un revuelo. Todos se aproximan a Juan Pedro y, como si se tratara de seguir la partida interrumpida de bolos, hacen un pasillo entre él y El Chano.

Los dos hombres se miran fijos. El Chano se aproxima despacio a Juan Pedro mientras observa su cuerpo enjuto, su altura. Piensa que para sacudirle en la nariz su brazo tiene que hacer un ángulo hacia arriba que hará perder fuerza al golpe. Recuerda los consejos del brigada Vitaliano para acabar con el enemigo y siente un escalofrío porque no desea matar a aquel muchacho con el que no sabe muy bien por qué se está pegando. Intenta recordar los lugares donde golpean los policías del cine con el único fin de dejar sin sentido a los delincuentes. Tiene que huir del cuello y del esternón. Si le pega en uno de esos sitios con toda la fuerza que tiene lo mata sin remedio. La boca del estómago está demasiado cerca del esternón y el Chano tiene miedo de darle mal. Piensa en el hígado, pero la posición de los brazos de Juan Pedro puede dificultar que el golpe llegue con fuerza. Y El Chano deja de avanzar y se queda quieto a unos dos metros de su contrincante sin saber lo que va a hacer.

Juan Pedro no aparta la vista de El Chano. Se pregunta si, como él mismo antes de golpear, aquel hombre estará pensando en excusarse, en dar por zanjado el asunto y decir que va a repetir la tirada. Desea que reconozca que el lanzamiento no era válido por la sencilla razón de que si en lugar de acertar hubiese fallado, habría puesto como excusa la súbita irrupción en el campo de tiro de aquella mujer tan inconsciente a la que la bola había pasado rozando la cabeza. Pero la mirada de El Chano le convence de que está decidiendo el golpe. Juan Pedro siente miedo del mazazo que va a recibir de aquel hombre de fuerza descomunal y recuerda los relatos sobre los accidentes de coche, sobre lo peligroso de ir dormido y que el choque se produzca sobre un cuerpo flácido.

Se concentra en prepararse, en poner en tensión todos los músculos, pero cuando ve a El Chano arrancarse hacia él, extender el brazo derecho hacia atrás como un aspa de molino para aprovechar toda su fuerza, su único pensamiento es mantenerse inmóvil para recibir el golpe como aquel hombre de bigote al que, cuando niño, había visto batirse en duelo al estilo de los Paulinos de la Mancha, igual de quieto que se estuvo El Chano cuando él le pegó con todas sus fuerzas en el estómago. Y satisfecho de su hombría, mientras siente como si le arrancaran la cabeza de cuajo, un instante antes de caer al suelo como un saco, le llega la imagen de Loli, de sus enaguas de hilo, de la suavidad de esos muslos que ella le consiente acariciar mientras cierra los ojos y el rubor invade sus mejillas.

El ruido del golpe, como de una nuez que hubiera sido partida con un canto, deja a todos asustados. Por una comisura de la boca de Juan Pedro resbala sangre. Está quieto, estremecedoramente quieto. Alguien se fija en el movimiento acompasado de su pecho e indica a los otros que respira. El Chano ya no recuerda los insultos cruzados antes de concertar el duelo, ni las apuestas, ni a la mujer de luto que se cruzó mientras lanzaba. Sólo desea que Juan Pedro abra los ojos, verle levantarse como si nada hubiera pasado. No le importa que le pegue de nuevo siguiendo el turno establecido, que le pueda hacer daño como en el primer golpe. Piensa que, si lo ha matado, nunca se podrá borrar de su memoria la mirada ausente de Juan Pedro, su indiferencia, la leve sonrisa de aquellos labios que él mismo acaba de convertir en un amasijo de carne ensangrentada.

Malriega, en su papel de juez espontáneo, levanta con cuidado la cabeza de Juan Pedro hasta conseguir colocarle debajo de su chaqueta plegada a modo de almohada. El sol está bajo y comienza a hacer frío. El viejo Habichuela se resiste a preguntar en qué han quedado las apuestas y si puede recoger del tablero sus cinco duros. Con eso tiene para el medio paquete que se fuma al día desde que tuvo la bronquitis.

Juan Pedro abre los ojos y ve las siluetas borrosas de los que le rodean recortadas en el azul limpio del cielo. Mira entre las piernas de sus paisanos intentando ver a algún niño. Le gustaría que algún chaval estuviera viendo la pelea y pudiese recordar lo quieto que se ha estado al recibir el golpe; quisiera que algún pequeño guardara su imagen como él conserva la de aquel hombre de bigote que, con la cara ensangrentada, recibía impávido las acometidas de otro hombre que, para hacer más daño, siempre golpeaba en el mismo sitio. Pero no hay niños en las antiguas eras donde acostumbran a jugar a los boliches las tardes de domingo; además, los domingos dan por televisión un serial con la historia heroica de indomables vaqueros norteamericanos. Juan Pedro mueve los labios rotos balbuceando unas palabras e intenta incorporarse con la ayuda de Malriega.

-¿Qué ha dicho? -pregunta El Chano.

-Creo que dice que te vayas preparando, que ahora sí te va a sacudir bien.

Una bocanada de sangre mancha la camisa de Malriega, que tiene que usar toda su fuerza para dejar con cuidado sobre la tierra el cuerpo muerto de Juan Pedro.

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