Muerte al volante
EL IMPRESIONANTE aumento de víctimas de la carretera con que se han saldado estas vacaciones de Semana Santa -más de 180 muertos, a la espera de los resultados definitivos- ha vuelto a disparar las señales de alarma sobre la deleznable política viaria de los Gobiernos de UCD y del PSOE, política que no hace sino empeorar con el tiempo. Los españoles estamos ya acostumbrados a esa estadística fatal que ensombrece la circulación por las carreteras. Pero el Gobierno parece recurrentemente empeñado en echar la culpa a los demás, sin reconocer la propia.La carretera causa muchísimos más muertos que el terrorismo en este país, pero los esfuerzos políticos para remediarlo son ínfimos. Los peores ministros, los presupuestos más cicateros y las mayores abulias están concentrados en este sector, que, sin embargo, ha de servir no sólo a los ciudadanos españoles, sino a los millones de visitantes que conforman nuestro turismo y que constituyen, paradójicamente, la primera fuente de riqueza de la que disponemos.
Sería todo un acto de cinismo, si no fuera que es posible dudar de su capacidad para tal cosa, la declaración de la directora general de Tráfico, Rosa de Lima Manzano, en el sentido de que "tenemos las carreteras que tenemos, y está claro que se tiene que conducir conforme al estado de éstas". La red viaria no es fruto del azar, sino de la decisión de los equipos gobernantes. Y las carreteras que tenemos son responsabilidad -a estas alturas, ya no se puede hablar de la herencia recibida- de la mala gestión del partido socialista en el Gobierno, al que rinde cuentas la susodicha funcionaria. Las carreteras que tenemos son peores que las que teníamos, muchas de ellas se han deteriorado, los planes de autopistas están paralizados y los de autovías avanzan con lentitud considerable. Cuando estén finiquitados se habrán quedado obsoletos. El resultado, entre otras cosas, es que la inseguridad de las carreteras españolas no sólo no disminuye, sino que aumenta con el tiempo. Cada salida o regreso de los períodos vacacionales se transmuta en un festival de la muerte. Las cifras de víctimas mortales en accidente durante el año 1987 han vuelto a ser, en relación al parque de vehículos y a los kilómetros recorridos, unas de las peores de la Comunidad Europea. Muy lejos de las de la República Federal de Alemania, más próximas a las de Francia y apenas sólo mejores que las de Grecia o Portugal. Más de 5.000 muertos en el año pasado constituyen el macabro índice acusador de una gestión tan deplorable.
Para los amantes de los números, que ante la obviedad del caso parecerían superfluos, podemos recordar algunos otros. En 1987 hubo un 9% más de víctimas mortales en carretera que en 1986. El parque de vehículos español, actualmente formado por 15 millones de unidades, aumenta un 3% anualmente. Las carreteras españolas soportan el 80% del transporte de mercancías, frente a sólo un 20% el ferrocarril, y la afluencia millonaria de turistas no hace sino crecer año tras año. Insistimos en que el actual plan de autovías, con una inversión de aquí al año 1991 de 1,2 billones de pesetas, tiene todas las trazas de quedarse a años luz de lo que serán las necesidades reales de las comunicaciones españolas por carretera en aquellas fechas.
No es, pues, esta estadística luctuosa una excepción debida a factores aleatorios como el mal tiempo o las huelgas en los otros medios de transporte (Semana Santa de 1987), sino regla de todos los días. El que los medios oficiales acudan con recurrente facilidad a esta clase de explicaciones sólo demuestra la congénita tendencia de los poderes públicos a encubrir la realidad cada vez que ésta se erige en denunciante del fracaso de una política. Tampoco en esta edición de la Semana Santa ha faltado esa referencia al mal tiempo para explicar el alto número de accidentes y de víctimas. Y, desde luego, se han cargado las tintas sobre la responsabilidad de los conductores.
No hay por qué dudar de la cifra oficial que atribuye a errores de tipo humano el 92% de los accidentes habidos estos días atrás. Pero ignorar u ocultar que la distracción, la imprudencia o la falta de reflejos del conductor en carreteras sobrecargadas, de dos carriles y sin zona de separación, como son la mayoría de las que padecemos, lleva a la muerte casi inexorablemente es peor que una frivolidad.
Es cierto que el comportamiento del español ante un volante deja todavía que desear, y mucho hay que hacer todavía en este terreno, pero los efectos de ese comportamiento serían infinitamente menos graves si existiese una red viaria más desarrollada y acorde al número de vehículos que la transitan. El silencio ominoso del Gobierno sobre estas cuestiones, la suposición de que son temas menores que no afectan a la responsabilidad del presidente y de sus ministros, es sólo un índice de la deshumanización política y el apego al poder que éstos vienen demostrando. La brillante gestión de la Hacienda pública a la hora de recaudar impuestos es también brillante, pero por su ausencia a la de distribuir el gasto en beneficio de todos. Miles de millones de pesetas empleados en potenciar las televisiones públicas centrales o autonómicas, gastos suntuarios y despilfarros conocidos podrían utilizarse en la construcción de carreteras dignas y seguras. La vanidad del gobernante no se vería con ello gratificada a corto plazo. Pero el contribuyente vería restablecida su condición de ciudadano. Y en miles de casos salvaría incluso la vida.
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