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Tribuna
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La manzana hipócrita

"Erizo es el zurrón de la castaña, / y entre el membrillo verde o datilado / de la manzana hipócrita, que engaña, / a lo pálido, no, a lo arrebolado..." (Góngora).Me gustaba mucho la manzana, la más dorada y antidiabética de todas las frutas, que comí durante más de 15 años, comprobando al fin que aquella fruta aunque bella, no podía ser la fruta del pecado -la manzana hipócrita- y que jamás pudo ser Eva, como mujer, y nada menos que la primera, la que ofreciera a Adán para seducirlo, perdiéndolo para siempre, inventando el pecado original, condenando a soportarlo desde entonces a todo el género humano.

Pero eso se sabe bien que no fue así. Lo que se supo, al cabo de algún tiempo, fue que lo que ofreció Eva al ingenuo y único hombre existente en toda la creación no fue una manzana, fue un blando, enmelado y oscuro higo maravilloso, pues el árbol del Bien y del Mal no era un manzano, sino una ardiente y umbrosa higuera, la primera de todo el universo. Y así Adán, cuando tocó aquel gran higo que Eva le ofrecía entre sus muslos, lo probó, mordiéndolo lo primero, quedando sobre él rendido hasta el propio amanecer de hoy. Así ahora, cuando insultamos a alguno lanzándole aquello de "el coño de tu madre", se nos presenta al punto el grande de la madre Eva iluminando el paraíso.

Yo amo mucho los nombres de las flores, los pájaros..., de todos los múltiples que se usan para denominar aquellas partes, tanto de Eva como de Adán. Pero no todos sirven, no me parecen apropiados. A lo de Eva, por ejemplo, no se le puede decir la rosa, por aquello de Juan Ramón Jiménez, que dijo: "No lo toques ya más, que así es la rosa", ya que la rosa no es así por mucho que se la toque. Otra cosa sería compararlo con una orquídea. Es más propio llamar a lo de Adán el zurriago, el tentetieso, el pasillo...

Pero mis vértebras se mueven y crujen haciéndome ver el firmamento con todas sus estrellas, acompañado de larguísimos ayes como colas inmensas de cometas. Porque ¿cómo dormir metido en un corsé de plástico, inmóvil, contemplando el techo, como un caballero desmontado, caído con toda su armadura en mitad de un campo de batalla? Y me veo abandonado y comido de bichos que me entran por todas las rendijas y comiéndome, devorándome entre chapas de hierro, que serán ascuas al primer rayo de sol que despunte por el horizonte.

Amor de la desesperación, del gemido solitario sin respuesta, estás casi perdido: divinas piernas, torneadas pantorrillas hacia el cielo, cabellos en desorden resbalados sobre los hombros, monte de Venus a punto de exhalar llamas como el Vesubio. No estoy drogado, no. Más despierto que nunca.

Pero no sé por qué pensé que era la hora de embarcar al acercarme a una de las orillas de aquel río. Pensé en sueños que lo reconocía. Era el Guadalete, o río del Olvido. Busqué un barquero, que hallé pronto.. El único que había. Le supliqué me pasase a la otra orilla. Me pidió 1.000 pesetas. Yo sólo pude ofrecerle 900. Todo lo que llevaba. Me las aceptó. Era muy de noche. Noche muy clara, aunque sin luna. Me senté hacia la popa de su pequeña barca. Y me puse a soñar mientras cruzábamos el río. No sabía bien adónde iba ni por qué en esa noche había alquilado aquella barca. Me sentía bien, aunque algo intranquilo, a pesar de saber que quería pasar a la otra orilla. Ignoraba si en esa otra orilla se encontraba mi muerte, si me esperaba allí alguien desconocido.

Yo no sé cuánto tiempo duró la travesía, que fue serena y calma. Yo iba retornando hacia mi vida lejana, que se me presentó sin sobresaltos, suave y tranquila, como si hubiera sido siempre así, llena de un solo amor, que no turbaba la presencia de otros vividos actos. Nunca sentí un descenso más bello por las aguas de un río, un más dichoso resbalar tranquilo por nada perturbado. No sé cuánto tiempo, cuántos kilómetros anduve navegando. Creo que muchos, muchos, pero siempre en la misma radiante oscuridad, llena de aires muy suaves. Pero de pronto noté que el barquero remaba más despacio, y que había otro barquero esperando en la orilla. Ya habíamos arribado.

-Mira -le dijo mi barquero al otro-, este señor no tenía las 1.000 pesetas para el viaje. Pero, de todos modos, lo he traído sólo por 900. Estarás de acuerdo, ¿no?

-¡Pues no! -respondió-el otro-. De ninguna manera puede desembarcar. Anda y llévatelo de nuevo.

Yo no me atreví a replicarle. Y seguí sentado en la barca, dispuesto a regresar.

Comenzamos el viaje de retorno, sin cruzarnos una sola palabra. Se tendía la misma noche, clara e intensa sobre las aguas del río, que no era otro que él del Olvido. De pronto reconocí el lugar en donde embarqué faltándome las 100 pesetas para completar el pasaje. Bajé del bote sin cruzar palabra y me dirigí a un campo de caballos pastando, teñidos ya de rosa del amanecer. Sin pedir permiso a ninguno de ellos, me puse a pastar tranquilamente. Como tenía un poco de hambre, comí abstraídamente pensando que nadie me molestaría. De pronto, un hermoso alazano que no estaba lejos de mi me preguntó:

-¿Por qué estás aquí? ¿Es que hoy no has ido al colegio?

Le respondí que yo nunca había ido al colegio; que me encontraba allí porque había pretendido atravesar el río, pero que el dinero no me alcanzó para hacerlo.

-¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Te parecería mal quedarte entre nosotros?

Le dije que lo haría con mucho gusto, pero que no podía, pues estaba esperándome mi muerte, creía que no muy lejos de allí. "Perdonad", les dije a los caballos que tenía cerca. "Me voy". Los caballos no se inmutaron, pastando una yerba maravillosa resplandeciente ya de sol.

Anduve un poco. ¿Cuánto? No sé. Y fue mi gran sorpresa cuando me encontré en un espacioso y brillante jardín que yo creí que era el paraíso terrenal. Y no me había equivocado. En su centro se alzaba una esplendente higuera, y reclinada bajo su oscura sombra se hallaba Eva, una Eva con el esplendor negro de su higo enmelado en el centro de sus cerradas piernas.

No tuve que decirle nada. Las entreabrió y yo me abalancé para comérmelo, cosa que me dejó sin la más mínima protesta, mientras caía una manzana hipócrita en mis labios y hallaba en mis bolsillos las arrugadas 100 pesetas que habían cerrado mi navegación hacia el río del Olvido.

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