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Tribuna:LECTURAS DE VACACIONES
Tribuna
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Piloto suicida

Julio Llamazares

Aquella mañana, mientras desayunaba en la cocina de su casa, a las siete y media en punto, igual que de costumbre, Antonio Segura no podía imaginar lo que el destino le tenía reservado en ese día.Era un sábado radiante del mes de junio. Los pájaros cantaban detrás de la ventana, en el jardín, y las noticias de la radio apenas alcanzaban el nivel razonable de violencia de cualquier otro día: un policía muerto en atentado en el País Vasco, un accidente" ferroviario en Yugoslavia, con resultado de 10 víctimas, y los acostumbrados muertos de la guerra del Golfo y de las inundaciones de la India. Poca cosa, en verdad, como para pensar que aquél no habría de ser un día más, ni mejor ni peor, en el discurso sosegado y apacible de su vida.

Por lo demás, la mañana en el banco transcurrió con la monotonía y falta de emociones consabida. Segura entró en el banco a las ocho y tres minutos, ni uno más ni uno menos, igual que de costumbre. Era un privilegio que solamente a él le permitían. Lo había ganado a pulso en 25 años de honrado y ejemplar cumplimiento en el servicio, y a raíz, sobre todo, de la refriega que tuvo una mañana, reciente aún su ingreso en la oficina, con un apoderado que cometió el error y la osadía de llamarle la atención en público:

-Segura. ¿Sabe usted qué hora es?

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-Las ocho y tres minutos, señor Mele.

-Pues que sea la última vez. ¿Entendido?

Segura no se amilanó. Pese a que aquellos no eran tiempos para levantarle la voz a nadie, y menos a un apoderado, Segura no se amilanó. Antes, por el contrario, le sostuvo la mirada al señor Mele unos segundos y, luego, señalando hacia las mesas donde sus compañeros, ya en sus sitios, contemplaban la escena con morbosa e insolidaria expectación, le dijo:

-Entendido, señor Mele. Entendido. Pero le comunico que, si llego tres minutos tarde a la oficina es porque un servidor, con perdón, desayuna y hace sus necesidades en su casa antes de venir. No en el banco y en horas de trabajo, como hace todo el mundo.

La explicación de Segura fue tan clara -y la justificación de su tardanza tan plausible- que, por expresa decisión de la dirección del banco, y de manera excepcional en la historia de la empresa, se le permitió seguir llegando con los tres consabidos minutos de retraso a la oficina. Durante 25 años de servicio, la excepción jamás fue levantada -pese a que en ese tiempo la dirección del banco cambió de manos y de empresa varias veces- y, durante 25 años, Segura respondió a esa deferencia aumentando el rendimiento en las horas de trabajo y retrasando por su cuenta y de manera individual y gratuita la hora de salida cuando era necesario. Pero jamás volvió a las ocho en punto a la oficina. Si era preciso, se quedaba en la calle haciendo tiempo hasta que el reloj del banco marcaba exactamente las ocho y tres minutos. Era, decía, una cuestión de orgullo.

La mañana de autos, Segura la pasó sin moverse un solo instante de su sitio. Era sábado y 31, y, ante su ventanilla, había grandes colas para cobrar las nóminas del mes antes de que el banco cerrase sus puertas hasta el lunes. En esas ocasiones, Seguía se crecía. Los compañeros del banco le llamaban Al Capone por su facilidad para contar los billetes por el tacto, sin mirarlos, mientras hablaba a grandes voces, a través del cristal blindado de la caja, con el cliente de turno.

DESCONCIERTO

Hacia las diez y media, le llamaron por teléfono. Era Elsa, su mujer, diciéndole que no se demorase a la salida, pues sus suegros acababan de llamar anunciando que irían a comer al mediodía. Mientras decía que sí, que bueno, que tranquila, Segura pensé, resignado, que tampoco ese sábado podría ver a gusto la película.

A las dos en punto, como todos, los sábados, una hora antes que el resto de los días, el apoderado señor Mele hizo sonar su timbre. Al instante, el banco entero se puso en movimiento, rugieron al unísono las mesas y las sillas, y, como si alguien acabase de anunciar un bombardeo, la oficina quedó totalmente desierta en sólo unos segundos.

-Hasta el lunes, Segura. Y a ver, si vienes a las ocho igual que todo el mundo.

Segura dobló la esquina de la calle y se dirigió a buscar su coche, calculando mentalmente las horas que faltaban hasta el lunes: 42 más tres minutos. Ciertamente, pensé, tenía motivos más que suficientes para sentirse un hombre afortunado, pese a la contrariedad que la visita de sus suegros suponía. Ignoraba todavía que, en ese mismo instante, alguien acababa de accionar el mecanismo de relojería de la bomba que muy pronto habría de estallar en medio de su vida.

Segura tardó en ver su coche. Lo había dejado en una calle lateral del banco, en el sitio de costumbre, pero un camión aparcado frente a él, en doble fila, le impedía su visión y la salida. Segura esperó al lado de su coche a que el dueño del camión volviese a retirarlo. Probablemente estaría en algún almacén cercano o en cualquiera de las obras que horadaban la ciudad en tomo al banco. La verdad es que en aquella zona no era fácil aparcar, y menos un camión de aquella envergadura.

Cinco minutos más tarde, Segura, impaciente, decidió tocar el claxon. Lo único que consiguió fue alarmarse a sí mismo y a los clientes de la cafetería de la esquina, que se asomaron un instante a la ventana y luego continuaron tomando tranquilamente sus aperitivos. En aquella ciudad, pensó Segura, la gente era cada vez más irresponsable y menos solidaria con sus vecinos.

Hacia las dos y cuarto, Segura sintió que comenzaba a calentársele la sangre. El dueño del camión seguía sin aparecer por ningún sitio y, en su casa, Elsa tendría ya la mesa preparada, esperando a que él apareciera para empezar a servir la comida. Le había prometido que no se entretendría a la salida.

Eran casi ya las dos y veinte y Segura seguía esperando al lado de su coche sin que sus intermitentes e histéricos pitidos hubiesen conseguido ningún fruto. O, mejor: el único que consiguieron fue que un hombre con brazos de camionero y vestido con un mono azul marino se asomase dando voces a la puerta de la cafetería de la esquina:

-¡Cállese ya, hombre!

Segura preparó mentalmente su discurso creyendo que era el dueño del camión que, por fin, le había oído. Pero el del mono azul marino desapareció de nuevo en las profundidades de fa cafetería -después de recomendarle, eso sí, que se metiese el pito por el culo- y Segura se quedó parado en medio de la calle, sin saber si emprenderla a patadas con las ruedas del camión o si llamar directamente a la policía. Pero, por supuesto, a lo que ya no se atrevió fue a seguir tocando el pito.

Hacia las dos y media, Segura, desesperado, pensó en llamar sin esperar ya más al servicio de la grúa. Pero el único teléfono cercano era precisamente el de la cafetería de la esquina, y la posibilidad de cruzarse con el hombre que acababa de insultarle sin atreverse -como sabía de antemano que no se atrevería- a darle dos guantazos no le seducía lo más mínimo. Recordó que había también una cabina en la otra calle, junto a la plaza de Santo Domingo. Pero, para llamar, antes tenía que saber el número de la grúa y, para saberlo, tendría que mirarlo en la guía de la cafetería. Por primera vez en su vida, Segura vio la negra sombra de Caín atravesar su corazón portando un hacha.

A las tres menos veinte, Segura estaba ya definitivamente convencido de que el dueño del camión, si es que existía, no volvería hasta que hubiese acabado de comer y quién sabe si también de jugar con los amigos la partida o, en el peor de los casos, hasta el lunes. Pero, a pesar de ello, Segura seguía allí parado sin saber muy bien qué hacer. La idea de empujar aquella mole era impensable, ni aun cuando pidiese ayuda para ello a algún viandante, y la posibilidad de regresar a casa andando o en taxi tampoco le servía, ya que, además de que tendría que darle a Elsa mil explicaciones sobre dónde y por qué había dejado el coche, había prometido llevar al campo por la tarde a toda la familia.

Fue justo en ese instante cuando de la cafetería algunos ya salían para dirigirse a sus casas a comer mientras él seguía esperando a que un milagro le permitiese hacer lo mismo, cuando Segura, sin saber muy bien por qué, se subió al estribo del camión y miró en el interior de la cabina.

Lo que allí vio le dejó paralizado. No sólo la palanca de las marchas estaba en punto muerto -constatación que, al fin y al cabo, y teniendo en cuenta el peso del camión, tampoco le solucionaba nada-, sino que el dueño, quizá sin darse cuenta, había dejado puestas las llaves de contacto. Y, si las llaves de contacto estaban puestas -consideró Segura con rápidos reflejos policiacos-, eso quería decir que la puerta que tenía ante sus ojos también estaba abierta.

GRAVES INSULTOS

En efecto. Bastó una mínima presión disimulada para que la manilla cediese entre sus dedos y la puerta se abriese suavemente franqueándole el acceso a la cabina y a las llaves del contacto. Desde su posición en el estribo, Segura miró a su alrededor. Dos coches esperaban, frente a la cafetería de la esquina, la luz verde del semáforo, otros dos se acercaban lentamente desde el fondo de la calle y, junto a él, casi rozándole con el retrovisor, un taxista intentaba abrirse paso entre el camión y el coche que se hallaba aparcado al otro lado. El taxi era tan ancho -o el espacio que quedaba tan exiguo- que Segura pudo oír con toda claridad, y a sólo unos centímetros, cómo, al pasar, el taxista le llamaba hijo de puta.

Sin esperar ni un solo instante más, Segura se introdujo decidido en la cabina. Él nunca había conducido un mastodonte como aquel -en realidad, jamás se había subido a la cabina de un carnión-, pero, pensó, tampoco sería tan difícil. Al fin y al cabo, hacía nueve años que tenía carné de conducir y el funcionamiento de un coche y de un camión no debían de ser sustancialmente distintos. Lo movería simplemente hasta la esquina, sin meter la segunda, sin mover el volante siquiera, hasta dejar detrás el espacio suficiente para poder sacar su coche del lugar en que se hallaba aprisionado. Luego, marcha atrás, dejaría el camión nuevamente donde estaba con el fin de no impedir al resto de los coches aparcados en la acera la salida. Pese a que tenía motivos más que suficientes para mostrarse también él insolidario -y pese a lo que opinaran el del mono azul marino y el taxista- él no era ningún hijo de puta.

Cuando apretó el contacto eran exactamente las 14 horas y 46 minutos del 31 de junio de 1985: un día y una hora que Antonio Segura, empleado de banca, casado, sin un solo borrón en su expediente laboral ni en su conducta cívica, jamás olvidaría. El camión rugió como una fiera que despertase bruscamente de un letargo profundísimo y un fragor de palancas y de hierros encogió el corazón de Segura durante algún segundo. Pese a todo, se repuso. La impotencia y la rabia habían transformado al empleado de banca sosegado y metódico en un hombre de acción dispuesto a todo y, por si fuera poco, la imagen de su mujer y de sus suegros esperándole sentados a la mesa desde hacía ya un buen rato le causaba más temor que el estruendo que el camión producía en la cabina.

El estruendo se convirtió en un auténtico tornado cuando Segura apretó el acerlerador y comenzó a levantar su pie izquierdo lentamente del embrague. En el motor, un huracán batió conductos y engranajes con furia inusitada y la cabina comenzó a vibrar como si, en lugar de ponerse en marcha, el camión fuese directamente a despegar. Pero lo único que el camión hizo fue salir disparado haci el centro de la calle. Entre las prisas y los nervios, Segura no se había dado cuenta de que el volante estaba vuelto por completo hacia la izquierda.

Casi instintivamente, pisó el freno. El camión se paró en seco y Segura estuvo a punto de romper el parabrisas con la frente. Justo en ese instante, oyó un fuerte pitido y, por el retrovisor, mientras volvía a acomodarse en el asiento, vio el rostro enfurecido del automovilista que también había estado a punto de romperse la cabeza contra el suyo para evitar hacerlo directamente contra la trasera de la caja del camión. Segura ni siquiera se disculpó. Estaba tan nervioso -y tan atareado en girar el volante al lado opuesto- que Segura ni siquiera se detuvo a disculparse. Pisó de nuevo a fondo el acelerador y levantó el embrague con tanta brusquedad que el camión volvió a salir lanzado hacia el centro de la calle, dio un tirón incontrolado hacia adelante, se contrajo, volvió a dar otro tirón, ahora ya más débil, y se detuvo finalmente resoplando, sin que a Segura, esta vez, le hubiera dado tiempo siquiera de frenarlo.

Se había calado. Lo había puesto en marcha con tanta brusquedad que el camión se había calado y ahora estaba atravesado en medio de la calle, en posición contraria a la de antes. Mientras buscaba la llave del contacto, Segura trató de serenarse. Con el brazo, hizo un gesto de disculpa al conductor de atrás, pero lo único que obtuvo a cambio fue un concierto de pitidos y de insultos que atronaron sus oídos y la calle. Aterrado, Segura comprobó por el retrovisor que ya eran cuatro los coches que esperaban. ¿Dónde estaba la llave? ¿Dónde coños se había metido la llave del contacto? A ambos lados del volante, Segura la buscó con las dos manos, rnientras, detrás, los pitidos y los gritos arreciaban y, en la

Piloto suicida

cafetería, algunos se asomaban ya a la puerta para ver lo que pasaba. Por fin halló la llave. La giró hacia la izquierda y un áspero chasquido le hizo pensar por un instante que había roto la llave y, con la llave, las estructuras mismas de los huesos de su mano. ¡Cómo podía ser tan burro! Era al lado contrario. Estaba girándola a la izquierda y las llaves siempre van a la derecha, igual que las agujas del reloj, recordó Segura de repente comprobando que en el suyo faltaban ya sólo 10 minutos para las tres de la tarde. Lo hizo. Giró hacia la derecha y lo único que obtuvo fue un ruido sostenido, desmayado, incapaz de bombear el combustible suficiente hasta las ahogadas calderas del motor. Atrás, los pitidos y las voces arreciaron. Eran ya cinco los coches que esperaban y otros dos los que se aproximaban por el fondo de la calle. Mientras insistía inútilmente, una y otra vez, con la llave en el contacto, Segura sintió que también él se estaba ahogando.De repente, el motor arrancó. Después de 15 o 16 intentos y cuando ya desesperaba de lograrlo, de repente una chispa invisible sacudió los nervios de Segura y del camión, desde el contacto hasta el motor y desde éste hasta el cerebro de Segura, y el camión volvió a ponerse en marcha. Con el pie en el embrague, Segura nuevamente trató de serenarse. No podía volver a fallar. No podía dejar que el camión otra vez se le calase. En la cafetería de la esquina, los clientes aguardaban divertidos su nueva maniobra con los aperitivos en la mano y, detrás, los pitidos y las voces se habían acallado esperando que, en efecto, esta vez no fallara.

Inclinado hacia el frente, como si fuera un alumno de autoescuela o un conductor en prácticas, Segura pisó el acelerador, comprobó que la marcha estaba puesta y el volante enderezado, levantó el pie derecho del embrague suavemente, lentamente, casi amorosamente, y comprobó aliviado que el camión se deslizaba con dulzura hacia adelante, sin ahogos ni tirones, justo por el centro de la calle. Anduvo de ese modo varios metros, sin modificar la presión equivalente de sus pies en el acelerador y en el embrague, y se detuvo finalmente a la derecha, ante el semáforo, en la esquina misma de la cafetería y de la calle.

Victorioso, Segura bajó la ventanilla y se asomó a mirar para ver cómo pasaban los de atrás por el espacio que a su izquierda había dejado. Pero lo único que vio y oyó fue el rostro enfurecido del conductor del coche más cercano -el que antes había estado a punto de empotrarse contra la parte trasera de la caja- y los pitidos y los gritos de todos los demás, mezclados con las risas de los clientes de la cafetería. Consternado, Segura comprobé que, en efecto, era imposible que ningún coche pasara por el exiguo espacio que a la izquierda del camión había dejado. Trató de arrimarlo un poco más a la derecha, pero, en seguida, uno de los clientes de la cafetería se abalanzó hacia él gritando ante el temor de que el camión aplastase su vehículo, que al parecer era el que estaba allí aparcado.

Atrás, los pitidos y las voces arreciaron. El semáforo se había puesto en verde y todos, conductores, peatones, incluso los clientes de la cafetería, le gritaban a Segura que pasara. Pero él seguía allí parado, inmóvil en su asiento, con las rodillas y el corazón temblándole y los pies petrificados en el acelerador y en el embrague. Por el retrovisor, entre las carrocerías y el humo de los tubos de escape de los 10 o 12 coches que se habían agolpado ya a su espalda, Segura vio su viejo Renault 5, aprisionado ahora por los coches que esperaban impacientes a que el camión les dejara vía libre antes de que el semáforo se pusiese nuevamente en rojo. Por un instante, Segura estuvo a punto de ponerse también él a gritar y a aporrear el claxon.

Se contuvo, sin embargo. Cerró los ojos y apretó el acelerador y levantó otra vez su pie izquierdo del embrague. Casi sin darse cuenta, como si fuera otro, y no él, el que estuviera manejando aquella máquina diabólica e imparable, atravesó el semáforo -justo en el momento en el que éste cambiaba el color verde de su disco por el ámbar- y comenzó a girar penosamente en el sentido que la flecha del semáforo indicaba. Cuando volvió a mirar, Segura se quedó paralizado. No es que no lo supiera ni lo hubiera ya sufrido en incontables ocasiones antes. En realidad, aquel que estaba haciendo era el mismo recorrido que seguía cada día camino de su casa al salir de trabajar del banco, pero nunca hasta ese instante, subido en la cabina del camión y con la calle Ordoño reducida a su mínima expresión al otro lado del volante, Segura había imaginado la enorme cantidad de coches y autobuses que podían circular por la calle principal de la ciudad a las tres menos cinco de la tarde.

Todos a un tiempo -incluidos algunos de los coches que, sin dejar de pitarle, consiguieron cruzar detrás de él el paso. del semáforo- se abalanzaron al unísono hacia el hueco por el que Segura trataba de meter el morro del camión para coger el carril derecho de la calle. La algarabía de insultos y de cláxones se multiplicó por cuatro. El rugido feroz de los motores retumbó en toda la calle mientras Segura, casi al tacto, conseguía a duras penas enderezar el cuerpo y el volante y meter el camión por el carril de la derecha sin llevarse cuatro o cinco coches por delante. Pero él ya no oía nada. O no oía, o le daba ya igual que le pitaran. Con la vista nublada y el corazón al borde del infarto, dejó andar el camión varios metros hacia adelante, bordeó lentamente la parada de autobuses y un taxi que se había detenido a recoger a una mujer cargada de maletas y de cajas y se detuvo finalmente ante el semáforo central decidido a bajarse y dejar el camión allí parado. Si pitaban, que pitaran. Que vinieran el dueño o los municipales a llevárselo.

INÚTILES EXPLICACIONES

Eso creía Segura. Eso creía Segura, en el semáforo de Ordoño, a las tres en punto de la tarde. Pero, antes de que pudiera abrir la puerta y apearse, antes incluso de que encontrara la llave del contacto para desconectarlo, un agudo silbido se abrió paso entre el rugido de los coches y los cláxones y se clavé en su corazón atravesándolo de parte a parte. Aterrado, Segura divisó frente a él la mirada furiosa del guardia que hacía gestos histéricos en medio de la calle. Segura se asomó para explicarle. Pero el guardia, enloquecido, volvió a hacer uso del silbato, mientras con los dos brazos le indicaba que siguiera hacia adelante. Segura volvió a intentarlo. Pero lo único que consiguió fue que, en la calle, redoblase el volumen de los gritos y los cláxones y que el guardia echase mano a su pistola decidido, a juzgar por su mirada, a dispararle a bocajarro.

Segura no tuvo otro remedio que seguir hacia adelante. Sin mirarle, pasé al lado del guardia -que se quedó anotando en su libreta la matrícula sin dejar de tocar como un histérico el silbato- y, encabezando una riada interminable de vehículos, Regó a Santo Domingo, conduciendo como un auténtico sonámbulo, sin saber dónde iba ni dónde podría pararse.

Allí tampoco pudo. En la plaza de Santo Domingo, los coches confluían en tropel desde todas las calles y Segura bastante suerte tuvo con poder abrirse paso en el marasmo dejando atrás tan sólo un par de golpes leves y cuatro o cinco rozaduras laterales. Siempre en primera, con las manos y el corazón temblándole al propio ritmo vibratorio del volante, embocó la calle Ancha sin ni siquiera darse cuenta de que, al saltarse en rojo el último semáforo, había estado a punto de aplastar bajo sus ruedas a un anciano. El anciano quedó desmayado y tendido en medio de la calle y Segura siguió hacia la catedral, siempre en primera, esperando el momento propicio para bajarse del camión y salir huyendo hacia su casa.

Pero ya era demasiado tarde. Junto al hotel París, Segura oyó de pronto una sirena que silbaba a lo lejos acercándose y, justo en ese instante, al mirar por el retrovisor para ver si era la policía o una ambulancia, vio al hombre que corría como un loco por la acera sin dejar de gritar a los demás:

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Deténganlo, que se lleva mi camión!

Por un momento, Segura pensé que se iba a desmayar. Por un momento, Segura sintió que el corazón se le quedaba congelado y que él mismo se iba a quedar muerto de un infarto encima del volante. Pero en seguida se dio cuenta de que ni siquiera eso podía permitirse en ese instante. Ni podía morirse, ni podía desmayarse, ni podía, por supuesto, detenerse a explicarle al del camión que no era lo que él se imaginaba. Así que pisó hasta el fondo el acelerador, metió a tientas la segunda con la mano -sin esperar siquiera a que su pie izquierdo hubiera hecho lo propio con el pedal de embrague- y se lanzó como un poseso hacia adelante, envuelto en un rugido tan tremendo que sus perseguidores se pararon creyendo que el camión había reventado.

PÁNICO CIUDADANO

Al llegar a la plaza de la catedral, Segura ya se había llevado cuatro coches por delante. Uno salió despedido a la derecha contra un escaparate, otro quedó empotrado, entre la esquina de un quiosco y la columna de un semáforo y los restantes acabaron circulando por la acera entre el pánico de sus conductores y los gritos de los peatones, demasiado ocupados en esconderse en los portales como para poder pensar en ayudarles. Pero, de todo eso, Segura ni siquiera se enteró. De todo eso -y del crujido de la bicicleta que quedó en medio de la calle a merced de las ruedas del camión mientras su dueño corría a refugiarse en una esquina- Segura sólo percibió algún débil sonido -débil y muy lejano- entre el silbido azul de la sirena que trataba de acercarse por la calle y el rugido feroz de la cabina del camión que, más que conducir, él pilotaba.

En el Caño Badillo, ya eran tres las sirenas que trataban de alcanzarle. Segura las oía, pero no podía precisar de qué parte llegaban. El seguía lanzado hacia adelante, arrastrando vehículos y sembrando el pánico a su paso, sin otra idea en su cabeza que la de poder llegar hasta su calle para saltar del camión y esconderse como un niño en el cuarto de baño de su casa. Les diría a Elsa y a los suegros que se había sentido indispuesto al salir del trabajo y que por eso se había retrasado.

Pero no le dio tiempo. Ni siquiera le dejaron llegar hasta la puerta de su casa. Frente al bar Ideal, en Daoiz y Velarde, donde Segura se paraba cada día para tomar el aperitivo de regreso del trabajo, las sirenas le alcanzaron. Una surgió de pronto por la izquierda, por la calle San Juan -pese a su situación, Segura recordó que el coche policial había venido por dirección contraria-, otro se le cruzó por la-derecha -a riesgo de que Segura se lo hubiera también llevado por delante- y el último le cerró la retirada por detrás, consiguiendo frenar a duras penas en el último momento cuando Segura hizo lo mismo de repente, y sin haber tenido tiempo de avisarle, al ver que un coche le cortaba el paso por delante.

Segura se entregó a la policía sin ofrecer resistencia y tratando de cubrirse la cara con las manos. Cuando le metieron en el coche policial, entre el escándalo de los peatones y la estupefacción de los clientes y del dueño del bar Ideal, que conocían a Segura desde siempre y, por eso, no podían dar crédito a sus ojos, eran las tres y diez minutos de la tarde.

Justo en ese instante, cerca de allí, a apenas tres manzanas de donde él era esposado, su mujer y sus suegros empezaban a comer, cansados de esperarle.

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