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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ciudadanos y ciudadanos

HABRÁ MUCHOS ciudadanos españoles, y entre ellos el propio interesado, que quieran ver en la pelea que el humorista Pedro Ruiz mantiene con Hacienda -como la que otros famosos han sostenido más o menos recientemente- una especie de trasunto de la batalla cotidiana que enfrenta al esforzado hombre de a pie, de quien siempre se supone la buena fe, contra el insaciable fisco. Con independencia de las fobias o filias que el personaje pueda despertar, esa transposición abusiva de sus problemas personales con las instancias recaudatorias del Estado es todo menos lo que el señor Ruiz quiere hacer creer a sus incondicionales, entre los que se encontrarán, sin duda, miles de defraudadores. Y es que prevalerse de una situación de popularidad para desnaturalizar el alcance real de sus querellas con Hacienda no está al alcance del ciudadano medio español, al que no queda más remedio que pasar por ventanilla o por el juzgado.Echando mano de su habilidad e ingenio, no le ha sido dificil a Pedro Ruiz dar un sesgo beneficioso a su conflicto. Desde hace meses, la imagen de un voraz, dilapidador e inquisidor fisco se ha convertido en un filón recurridísimo en la actuación profesional de este personaje. Podrán gustar o molestar sus ingeniosidades y ocurrencias a costa del afán recaudatorio del Estado y de las personas que hoy lo impulsan, juzgarse injustas, frívolas o plenamente acertadas; lo que nadie puede dudar es que todas ellas caben en el amplio marco de libertad de expresión y de ejercicio de la crítica de que hoy gozan los españoles.

Pero dicho esto, el hecho de dejar de pagar durante años los impuestos, que es el supuesto que anima la particular batalla de Ruiz, ni puede ser pasado por alto ni aprobado tampoco desde los criterios de igualdad legal y solidaridad social que deben animar la convivencia ciudadana. Es incontestable que la dimensión fiscal del Estado moderno está siendo percibida por los ciudadanos españoles con núedo y con preocupación. Culpa de ello la tienen los métodos amenazantes y con frecuencia dudosamente legales utilizados para recaudar impuestos. La propia indefinición del delito fiscal, lo que facilita más que nada su empleo como arma intimidatoria contra los contribuyentes, y los sistemas de trabajo de la inspección tributaria abonan este estado de cosas. Defenderse de estos métodos y de los propios impuestos, en lo que tengan de desmesurados e injustos, es un derecho de los ciudadanos, que pueden recurrir a los instrumentos legales y políticos de la democracia y a la creación de estados de opinión. Pero pasar del pago de impuestos es simplemente inaceptable.

Quienes así actúan, sean ciudadanos conocidos o anónimos, intentan amparar su conducta en la sospecha de que parte de lo recaudado se pierde en un excesivo gasto público o en despilfarros de gestión, en vez de ir a parar a lo que justifica la facultad recaudatoria del Estado: la mejora de los servicios públicos, tan deficitarios y llenos de graves carencias todavía, como los contribuyentes tienen ocasión de comprobar día a día. Pero ni el derecho legítimo a conocer el destino de los impuestos e, incluso, a exigir responsabilidades por sus desviaciones, ni el posible agravio comparativo, son causas suficientes para que el ciudadano actúe por su cuenta y a su manera.

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Una campaña sistemática de descrédito del sistema fiscal, como otras que se llevan a cabo contra el aparato parlamentario, es también un ataque a las libertades democráticas y al régimen de convivencia que la Constitución ampara.

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