Denuncia profética
"... Eso que la cursilería 'progre' de los setenta llamaba 'denuncia profética'".Esta expresión despectiva de Ricardo de la Cierva (véase Época, 7 de marzo de 1988) acaba de ser reasumida en el texto que cito a continuación: "Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, perece también la denuncia de males y de las injusticias". Por lo visto, ahora se trata de una cursilería pontificia, ya que ni frase citada pertenece a la última encíclica del papa Juan Pablo II, titulada Sollicitudo rei socilis.
Para ser sinceros, hemos de reconocer que su publicación nos ha sorprendido. Eso sí, gratamente. Se trata de un docucumento redactado en un lenguaje seriamente analítico, moderno, incisivo, claro y sin ninguna clase de tapujos. En general, los documentos eclesiásticos suelen pecar por su ambigüedad y por su lenguaje un tanto arcano. Esta vez no. Es difícil resumir en pocas líneas la riqueza y la novedad de la encíclica; pero siguiendo el ejemplo de los grandes rotativos y publicaciones del mundo, también aquí, en España, es necesario y conveniente subrayar la importancia de un documento llamado a tener un eco profundo, desconcertante y positivo en nuestra sociedad.
En un primer momento nos asalta la sospecha de que el verdadero objetivo de la encíclica consista en una sutil y casi subliminal restauración de la democracia cristiana en aquellos países donde todavía el cristianismo (tanto católico como protestante) está sólidamente implantado. Sin embargo, la lectura directa y reposada de los textos nos lleva por otros derroteros.
En primer lugar, se empieza por afirmar solemnemente que "la doctrina social de la Iglesia sume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista" (21). Y la razón es que "cada no de los bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al imperialismo o a formas de neocolonialismo; tentación nada fácil en la que se cae muchas veces, como enseña la historia incluso reciente" (22). El análisis de este imperialismo es muy agudo: "Si ciertas formas de imperialismo moderno se, consideraran a la luz de estos criterios morales, se descubriría que bajo ciertas decisiones, aparentemente inspiradas solamente por la economía o la política, se ocultan verdaderas formas de idolatría: dinero, ideología, clase social y tecnocracia" (32). Y tan lejos está la encíclica de una actitud confesional, que se atreve a exhortar a los no creyentes a reconsiderar la situación idolátrica del imperialismo: "Es de desear que también los hombres y mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos" (38).
En segundo lugar, "la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal... En efecto, no propone sistemas o programas económicos y políticos ni manifiesta preferencias por unos o por otros con tal de que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo" (41). Y más claramente todavía: "La doctrina social de la Iglesia no es una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y a la vez trascendente para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología, y especialmente de la teología moral" (41). Como vemos, la encíclica ofrece una amplia cobertura a corrientes de pensamiento cristiano como la teología de la liberación latinoamericana, aunque se afirme expresamente que ya se ha advertido sobre los posibles desvíos en los que ésta pudiera incurrir (73).
Norte y Sur
La encíclica, en su denuncia profética, no se queda en la comprobación del doble imperialismo del Este y del Oeste, sino que examina la verdadera llaga de nuestro mundo contemporáneo, la relación Norte-Sur: "La primera constatación negativa que se debe hacer es la persistencia y a veces el alargamiento del abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del Sur, en vías de desarrollo. Esta terminología geográfica es sólo indicativa, pues no se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en vías de desarrollo" (14). Aquí "la expresión cuarto mundo se emplea no sólo circunstancialmente para los llamados países menos avanzados, sino también, y sobre todo, para las zonas de grande o extrema pobreza en los países de media o alta renta" (14).
Este abismo Norte-Sur es tanto más peligroso cuanto que nos encontramos en una época de aceleración histórica: "El tiempo -lo sabemos bien- tiene siempre la misma cadencia; hoy, sin embargo, se tiene la impresión de que está sometido a un movimiento de continua aceleración, en razón, sobre todo, de la multiplicación y complejidad de los fenómenos que nos toca vivir. En consecuencia, la configuración del mundo, en el curso de los últimos 20 años, aun manteniendo algunas constantes fundamentales, ha sufrido notables cambios y presenta aspectos totalmente nuevos" (4).
Sin embargo, no se vaya a creer que este abismo NorteSur se va abriendo aceleradamente por una especie de fatalidad de la historia; todo lo contrario: "Nos encontramos frente a un grave problema de distribución desigual de los medios de subsistencia, destinados originariamente a todos los hombres, y también a los beneficios de ellos derivantes. Y esto sucede no por responsabilidad de las poblaciones indigentes, ni mucho menos por una especie de fatalidad dependiente de las condiciones naturales o del conjunto de las círcunstancias" (9). Y uno de los grandes pecados estructurales que denuncia la encíclica es el enorme gasto en arsenales: "¿Cómo justificar el hecho de que grandes cantidades de dinero, que podrían y deberían destinarse a incrementar el desarrollo de los pueblos, son, por el contrario, utilizadas para el enriquecimiento de individuos o grupos, o bien asignadas al aumento de arsenales tanto en los países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo, trastocando de este modo las verdaderas prioridades? ( ... ) Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, la guerra y los preparativos militares son el mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos" (10).
Ecología y consumo
Ante la imposibilidad de subrayar todos los aspectos de la encíclica, termino con poner de relieve estos tres capítulos. Con respecto a la deuda internacional, la encíclica reconoce que "la razón que movió a los países en vías de desarrollo a acoger el ofrecimiento de abundantes capitales disponibles fue la esperanza de poderlos invertir en actividades de desarrollo"; pero "habiendo cambiado las circunstancias, el mecanismo elegido para dar una ayuda al desarrollo se ha transformado en un mecanismo contraproducente" (19). Por tanto, habrá que plantearse si hay obligación moral de satisfacer esa deuda.
Con respecto a la ecología, se advierte que "entre las señales positivas del presente hay que señalar igualmente la mayor conciencia de la limitación de los recursos disponibles, la necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en cuenta en la programación del desarrollo, en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones demagógicas del mismo. Esto es lo que hoy se Rama preocupación ecológica" (26).
Finalmente, con relación a la fiebre del consumo, la encíclica subraya "la diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada, entre el tener y el ser" (28). Y para dar trigo al mismo tiempo que predica, el Papa se atreve a hacer esta exhortación: "Ante los casos de necesidad no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos de] culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello. Como ya se ha dicho, se nos presenta aquí una jerarquía de valores -en el marco del derecho de propiedad- entre el tener y el ser, sobre todo cuando el tener de algunos puede ser a expensas del ser de tantos otros" (31).
La encíclica termina poniendo a un opus frente a otro opus: "El lema del pontificado de mi venerado predecesor Pío XII era Opus justiae pax, la paz como fruto de la Justicia. Hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica, opus solidaritatix pax, la paz como fruto de la solidaridad" (39).
En resumen, los cristianos, sin necesidad de montar partidos políticos o instituciones análogas, van a estar en la calle, lanzando ladridos proféticos sin miedo a los latigazos que les propinen los poderes de turno: del Norte o del Sur, del Este o del Oeste.
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