El retorno de Schopenhauer
Cuando Schopenhauer se estrenó como profesor en Berlín, allá por el año 1820, osó elegir para sus clases la hora en que Hegel, que era ya el monstruo sagrado de la filosofía en Alemania, explicaba en un aula no distante sus lecciones. Para escuchar al joven profesor se matricularon sólo seis; pero, antes de que terminase el curso, el número de asistentes descendió primero a uno y luego a cero. No necesitando, gracias al legado paterno, inclinar la cerviz ante el Estado para mendigar un salario, el orgulloso autor de El mundo como voluntad y representación decidió aguardar pacientemente a que el gran público y la posteridad le otorgaran sus favores. En los últimos años de su vida saboreó la miel de la fama. Pero la posteridad se le ha mostrado esquiva. La filosofía académica no le ha abierto las puertas, y la cuota de espacio que el gran público reserva a la filosofía mundana. le ha sido arrebatada una y otra vez por Federico Nietzsche, el más brillante heredero de su pensamiento. Al principio de su carrera, Nietzsche dedicó a Schopenhauer una de sus Consideraciones intempestivas. Pero si hay una filosofía que sea constitutivamente intempestiva, unzeitgemäss, que vaya más que ninguna otra a contratiempo y contracorriente, es quizá la de Schopenhauer. Lo único que él compartía con la mayoría de los pensadores modernos era la doble convicción de que el producto inmediato de nuestros aparatos de conocimiento es sólo una imagen engañosa del mundo, no su realidad, y de que sólo la reflexión crítica puede sacarnos de este engaño. Pero a partir de aquí se adentra en vericuetos que el hombre de Occidente no gusta pisar. La teoría kantiana de la cosa en sí como alma o Dios le parecía un residuo de la teología cristiana. La exaltación de la idea de progreso histórico, dogma número uno de la época desde Hegel, se le antoja una abominable patraña que vacía de sentido la vida del individuo. En el Estado veía, como Hobbes, un Leviatán. La ciencia le interesaba seriamente, aunque no le satisfacían ni el materialismo vulgar ni la imagen positivista del universo. Por otra parte, su visión de la naturaleza era diametralmente opuesta a la de Rousseau o los románticos. Como en el sueño de Hans Castorp, creía adivinar, tras el paisaje azul y otro de soleadas islas griegas y tras la puerta de bronce que ampara el secreto del santuario, el espectáculo de una horrible madrastra que necesita devorar a sus lujos para perpetuarse. Ésa era piara Schopenhauer, como entrevista por detrás del espejo, la estampa. de la cosa en sí. Para colmo de extravangancias, su teoría de la salvación era un combinado demasiado exótico de filosofía platónica y pensamiento hindú. El ansia de redención de los dolores del mundo, que el hombre comparte con toda criatura y que ni siquiera el suicidio puede resolver, encuentra pasajero alivio, según Schopenhauer, en el consuelo del arte, que nos hace olvidar por un instante las miserias de la existencia. A un nivel más alto, queda cancelada por la compasión el estilo de Buda, que rompe las ataduras del egoísmo individual. Es difícil imaginar una comunidad ni un grupo político que deseen que se explique en las facultades semejante ideología. La propia voluntad nietzscheana de poder tiene mucha más capacidad de reclamo para los jóvenes. De hecho, la vuelta a Nietzsche es un fenómeno que se repite con regular intermitencia. Hermann Hesse la invocó en un emocionado artículo cuando Alemania perdió la guerra de 1914. Muchos existencialistas y nazis fueron nietzscheanos. Y a la baja cotización de Nietzsche en los sesenta, cuando Simone de Beauvoir lo calificaba despectivamente de filósofo de derechas, le sucedió una pleamar del pensamiento nietzscheano, hábilmente alentada por Foucault, que suplantó a Marx en los escaparates, mientras los jóvenes de los setenta se agolpaban ante las pantallas para admirar la encarnación feminista del superhombre en la Lou Salomé de Liliana Cavani.A Schopenhauer vuelve a los ojos la gente en épocas de desilusión y de penuria como la actual. Los hombres del 98, desde Pío Bareja a Unamuno, lo leían con avidez. Ortega, que apostaba más por Hegel, prefirió ignorarlo. Marías lo considera, paradójicamente, más literato que filósofo. Dos de los hombres que más han influido en nuestro siglo, como Freud y Wittgenstein, heredaron de Schopenhauer la conjunción de ciencia y pesimismo y lo que Santayana llamó el camino al Nirvana a través del conocimiento
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