El comunismo: teoría de la renovación permanente
Hace tiempo que el fantasma del Manifiesto comunista no recorre Europa si no es como recordatorio del pasado. En la actualidad, el comunismo sólo parece evitar el riesgo de una extinción silenciosa a costa de constituirse en un espectáculo cuyo abigarramiento es la negación misma de la esencia monolítica con que aquél hizo su primera aparición en escena.Para la teoría democrática funcionalista, la posible desaparición del comunismo como fuerza política de relieve en nuestras sociedades no sólo prueba la verdad del ocaso ideológico, sino que también es algo deseable en sí mismo. Un sistema político concebido como algo sobre lo cual no hay disensiones de fondo, y en el que solamente se discrepe en asuntos de detalle o de medidas prácticas es, desde luego, un lugar sin lugar paria las propuestas políticas radicales. Y la comunista es una propuesta radical o no es nada. Para una teoría democrática crítica, la debilidad de los comunistas sólo puede considerarse como un mal presagio de unas sociedades cada vez más conformistas.
En lo que respecta al Partido Comunista de España (PCE) tras su reciente 12º congreso, la cuestión puede plantearse del modo siguiente: la intención del nuevo secretario general es detener el proceso de deterioro del comunismo español, recomponer el partido y conducirlo en las próximas confrontaciones electorales a algo que pueda considerarse como una razonable victoria dadas las circunstancias, no podría ser de otro modo; al propio tiempo, cabe preguntarse qué posibilidades reales hay de conseguir este empeño sin resolver previamente el del sentido que pueda tener el comunismo en el mundo contemporáneo.
Los propios comunistas creen que no es viable un programa clásico que incluya propuestas como la dictadura del proletariado, el partido de vanguardia o la misma idea de revolución. En el ritual de muerte del padre, las izquierdas, que han renegado recientemente, una de Marx y la Otra de Lenin, han quedado con el superego algo mohíno. El marxismo fundamental del comunismo, sin embargo, mantiene a este partido ligado a una imprecisa fe revolucionaría nada compatible con la visión de la democracia como un fin en sí misma. Para resolver este problema se había formulado la doctrina eurocomunista excogitada primeramente por Togliatti yelaborada luego en un orden práctico por Carrillo.
Era difícil no ver en el eurocomunismo un intento de sustituir al socialismo democrático europeo. Para responder a tal objeción se señalaban las diferencias entre ambas corrientes políticas: el eurocomunismo proclamaba su aceptación sincera de la democracia y, al mismo tiempo, reclamaba. un crédito para sus intenciones radicales, avalado por las memorias de una actividad que precisamente negaba el valor de la democracia formal.
Tras el fracaso del programa común de la izquierda en Francia, se disiparon las últimas esperanzas de una alianza que pudiera inducir un proceso de transformaciones sociales radicales. El eurocomunismo, como el compromiso histórico, se eclipsaría tras las crudas realidades de la supervivencia. Desde entonces, el único factor capaz de suscitar un renacimiento del comunismo europeo es el plan reformista que está aplicándose en la URSS. Sí este país consigue no solamente evitar la asimilación a un universo concentracionario, sino también implantar estructuras políticas democráticas en un sentido formal (la cursiva ha de servir aquí para ahorrarnos una enojosa controversia sobre la verdadera democracia) sin hacer reversible el modo socialista de producción, habrá ayudado decisivamente a una relegítimación de los partidos comunistas europeos.
Visto el contexto general, réstanos por considerar las condiciones nacionales en que la nueva dirección del PCE pretende acometer su tarea de reconstrucción y expansión. A quienes se adelanten a calificar el empeño de ilusorio y quizá sólo atribuible al magnetismo algo mesiánico que pueda exhalar su dirigente debe recordarse que Mitterrand reconstruyó un poderoso socialismo en Francia en condiciones mucho más críticas. Ya se sabe -y, si no, alguien se encargará de explicarlo- que las condiciones de Francia en aquel momento no son las actuales de España, pero esta misma discordancia de circunstancias es la que hace más interesante la posible analogía.
El PCE se ve obligado a subsistir a la incómoda sombra de un partido socialista que ocupa el centro y parte del centro-derecha, pero también el centroizquierda y una porción muy considerable de la izquierda. Parcialmente por ello, la voluntad risorgente del PCE cristaliza en una especie de frentepopulismo. Está claro que la intención no es deshacer al partido. Marx sí lo deshizo en 1848, pero entonces había una revolución en marcha. Antes bien, la práctica frentepopulista trasluce un intento de vincular al PCE con las nuevas formaciones izquierdistas, producto a su vez de una sensibilidad colectiva y nueva ante los fenómenos sociales. Que los componentes de Izquierda Unida hayan sido tal cosa de hecho o no es ahora indiferente.
Por lo demás, en la formación de este frente amplio, el comunismo se verá obligado a reconsiderar seguramente dos aspectos problemáticos de su acción: la unidad de las corrientes comunistas y la asimilación del nacionalismo.
Para la primera tarea ha de recordarse que puede no ser suficiente reintegrar el partido a los grupos escindidos desde la transición; también hay que reconstruir la unidad del viejo tronco comunista, contando incluso con los trotskistas. Ha desaparecido ya el contencioso que más los enfrentaba, esto es el de la interpretación de la naturaleza de la URSS. Es posible que esta actividad sea poco rentable en términos electorales inmediatos, pero tiene un considerable valor simbólico y tampoco va a obstaculizar un arrollador triunfo del comunismo en cualquier votación por el momento.
La asimilación del nacionalismo es un problema distinto y también bastante grave. El empeño en aplicar una política leninista de las nacionalidades en España condujo a las crisis del PSUC en Cataluña y del EPKPCE en el País Vasco. En Memoria de la transición, Carrillo expone su modo de entender el problema: de un lado, da la impresión de creer que si España reconociera el derecho de autodeterminación de sus pueblos, se convertiría en un Estado tan agradable para vivir que no sería preciso determinarse fuera de él. Por otro lado, como comenta Azcárate, pretende resolver el conflicto catalán con una actitud tajante: o el PSUC se somete al PCE, o se hacen dos partidos independientes. En ambos casos, en especial en el segundo, el veterano dirigente no parece calibrar bien eso que se llama la "sensibilidad nacional". La escisión en el EPKPCE es el detonante del conflicto de los renovadores, comienzo del final del predominio de Carrillo. Éste quedaría fuera del partido, igual que el partido quedaría fuera del País Vasco, dándose así la paradoja de que, en la zona tradicionalmente industrializada del país, la presencia comunista sea simbólica. Otro asunto es, por supuesto, que el radicalismo vasco de corte comunista se sienta más en casa en Euskadiko Ezkerra (EE); en todo caso, simboliza el problema que estamos señalando: la dificultad comunista para formular una política propia que incluye una concepción centrífuga de los nacionalismos. Evidentemente, la tarea que espera a la nueva dirección del PCE es inmensa, y, en cierto modo, como no podía ser de otra forma, dadas las relaciones de los partidos comunistas con la Unión Soviética, tiene algo de perestroika a la española.
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