La nemesis del poder
Desde varios de sus aspectos ha podido interesarme, y me ha interesado, la película tan celebrada de Bernardo Bertolucci El último emperador, pero me limitaré a comentar uno sólo de esos aspectos que, en razón de particulares preocupaciones mías, me ha dado bastante que reflexionar. Los hechos sobre que su trama está. tejida son para este espectador (coetáneo riguroso del emperador Pu Yi) historia contemporánea: se han desarrollado en el escenario mundial al hilo de m¡ vida. Sus episodios fueron en su día noticia de Prensa, y luego también de radio, que yo pude leer o escuchar, siguiendo a la distancia desde un cierto punto, el curso de los remotos acontecimientos. Sospecho que, por lo remoto en el espacio y, sobre todo por lo lejos que quedan ya en el tiempo, para la mayoría de los actuales espectadores, y en especial para los muchos que en aquel entonces aún no habían nacido o no estaban en edad de atender al curso de la política internacional, esos acontecimientos pueden carecer en su mente de otra realidad que la imaginaria inventada por el filme; es decir, que pueden constituir una historia más bien que una fiel referencia a la historia. En cierta medida, lo mismo ocurre al que fue testigo de los hechos reales referidos ahí, esto es: reflejados en recreación artística. Pues no hay que olvidarlo: la realidad misma es siempre ambigua y amorfa, requiere ser construida en la imaginación, y si se trata de imaginación estética, ésta tiene el poder privilegiado de imponer su versión con superior imperio. Así, el último emperador, que fue: Pu Yi, ha quedado sometido ahora al imperio de Bertolucci.El aspecto de su nueva película que ha despertado mi particular interés y suscita el presente comentario de este testigo de la historia y espectador de la historia es la reflexión, tan patética, acerca del poder que, según parece, constituye el nervio de la obra y le presta sentido unitario, una reflexión que, a mi modo y en términos literarios, ha estado presente en mi ánimo con mucha frecuencia.
Para empezar, el centro del poder visto como una oquedad suntuosamente revestida y reverencialmente acatada, que había presentado yo en El hechizado bajo condiciones de nauseabunda degeneración, aparece presentado por Bertolucci en su filme mediante el contraste irónico de la tierna indefensión del niñito oprimido por un inflexible ceremonial vacío frente al aparato de esa corte cuya muerta rutina recubre el hormigueo de voraces parásitos. Apenas habrá que apuntarlo: ambas intuiciones de un poder vacante, hueco, remiten, quiérase o no, al modelo ofrecido por la genialidad plástica de los lienzos en que Velázquez rindiera testimonio de los últimos Habsburgo.
En general, El último emperador pone en evidencia las limitaciones a que el titular del poder, el supuesto poderoso, se encuentra sometido, rehén en verdad de un cargo que muy onerosamente pesa sobre sus hombros y que en ocasiones lo oprime de forma intolerable, pudiendo llegar a aplastarlo. "Monstruo frío" llamó Nietzsche al Estado, y raro es el héroe trágico que logra dominarlo, quizá a condición de identificarse y quedar convertido él mismo en frío monstruo. De cualquier modo, esta clase de héroes no abunda, son excepcionales, y aunque también a ellos suele aguardar un destino funesto, el que por lo común espera a quienes no siéndolo tienen la osadía o la inconsciencia de acometer la empresa -o, como en el caso del infeliz Pu Yi, de aceptar con mansedumbre lo que les estaba prescrito- será, de una u otra manera, lamentable.
Quizá ningún otro poeta haya sido capaz de penetrar tan a fondo como Shakespeare en el pozo de las tentaciones, frustraciones y desengaños de la ambición política, poniendo de relieve la escalofriante némesis del poder, con todas las miserias que le acechan. Entre éstas, mucho se ha hablado siempre, hasta llegar a ser un tópico, de la soledad en que el poderoso se encuentra. Si la soledad es condición aflictiva de todo ser humano, lo que el poder establece alrededor de quien lo detenta (en cierto sentido, todo poder es detentación), resulta más radical, más irremediable, más desoladora que ninguna otra. La paradoja irónica es que el poderoso, con todo su poderío, y por causa suya, a duras penas consigue mantener distantes a quienes pugnan por acercársele y asediarlo con interesados halagos, mientras que, en cambio, sentimientos de delicadeza, discreción u orgullo alejan de su presencia a quienes tal vez le conviniera mucho tener a su lado. Junto a ésta, otra de sus frecuentes calamidades consiste en que cualquier debilidad de su parte será aprovechada enseguida como brecha para que el resentimiento y la envidia de sus próximos intenten destruirlo o -lo que es peor y sutilmente perversa forma de aniquilamiento- utilizarlo como instrumento y cobertura, llegando incluso al extremo que el emperador del Machukuo ejemplifica en la película de Bertolucci.
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