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La jaula y la pluma

Antonio Elorza

A don Nicolás María de Urgoiti aquello no le gustó nada. Hacía sólo tres semanas que él, Ortega y otros destacados colabora dores habían sido expulsados de El Sol por los propietarios monárquicos y ahora este diario iniciaba una acelerada adaptación a la República. El 14 de abril, la bandera republicana en el edificio de la. calle de Larra constituye el único lunar en una jornada de alegría. Pronto vendrán mayores decepciones. En los días que siguen El Sol inicia una afortunada campaña de captación de firmas republicanas, que olvidan el periódico de Urgoiti y Ortega, Crisol, para exponer sus opiniones políticas precisamente en el diario que ha tratado en el último momento de frenar el cambio de régimen. Es un desfile de colaboraciones que inician Luis Araquistáin y Niceto Alcalá Zamora, siguen Azaña, Prieto y Unamuno, para culminar con la visita que hace el doctor Marañón con unas cuartillas sobre la quema de conventos. El Sol asumía el papel de plataforma de los republicanos de orden y el pasado reciente quedaba enterrado. El comentario de Urgoiti ante esa reconciliación de urgencia no puede ser más desesperado: "Hiel y vinagre la lectura de El Sol con, los banquetes, con la concurrencia, de Alcalá, Maura, etcétera. ¡Qué cerdos!".Como sabemos el episodio no termina bien, la agrupación de intelectuales reformadores en torno al anterior diario El Sol no volverá a producirse en los periódicos republicanos fundados por Urgoiti y alentados a regañadientes por Ortega. Tampoco El Sol de Manuel Aznar y otros directores que le siguen mantiene esa línea inicialmente apuntada de recuperación del republicalismo. Una vez conseguida la captación, irá dando tumbos hasta julio de 1936. En realidad, quien acertó fue Ramiro de Maeztu desembarcando a tiempo, ya a principios de 1927, por su discrepancia frente a la línea entonces antidictatorial de El Sol. Por lo menos, siguió su propio curso y no se vio sometido a las oscilaciones pendulares de otros colaboradores del diario.

Esta pequeña historia -viene a cuento por una polémica aún caliente sobre el tema de la libertad de expresión de los intelectuales y el encaje de la misma en medios de una u otra tendencia política. Vaya por delante que, vistas así las cosas, la cuestión ofrece escaso atractivo y pronto se toca fondo. Es obvio que en una sociedad democrática todo escritor tiene derecho a situar sus producciones allí donde mejor le plazca y que el fichaje de nombres conocidos encaja perfectamente en cualquier estrategia de incremento de ventas. Hasta aquí hay poco espacio para la discusión. Claro que no es cuestión de izquierdas o derechas. Claro que no es censurable el ejercicio por parte de un individuo de la libertad de opción para colocar en el mercado los propios escritos o la propia palabra. Claro que la lucha por un público de radioyentes o lectores tiene sus reglas y sus astucias perfectamente admitidas.

El problema, posiblemente, es otro. Se trata de la significación de un mensaje en un determinado contexto. Dicho con otras palabras, si cabe desgajar el contenido de una producción ideológica o cultural del conjunto de significados en que la misma es transmitida, a través de su inclusión en un medio o un vehículo determinado, trátese de un diario, un filme o una emisión de radio o televisión. Y la oración puede funcionar por activa o por pasiva. Vayan a vuelapluma dos ejemplos bien distantes entre sí en el fondo y en la forma. Uno es de esta misma semana y viene sugerido por la desoladora versión cinematográfica de una excelente novela cubana, Gallego, de Miguel Barnet. En este caso la supresión de todo contexto problemático, y en definitiva la destrucción de la historia, comienza muy pronto ante la ignorancia de un hecho tan elemental como que los gallegos son gallegos y no sólo hombres puestos sobre el paisaje de Galicia como telón de fondo. Luego, el marco complejo de la realidad en que se mueve el emigrante es sustituido una y otra vez por la sucesión de ilustraciones, casi de cromos, a fin de potenciar la ejemplaridad del relato. Para rematar con la deshistorización del protagonista a través de su inmutabilidad. Más allá de los defectos narrativos, es el propósito deliberado de eliminar todo elemento conflictivo del contexto lo que acaba dando en tierra con la historia, destruyendo el proceso de significación.

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Pero del mismo modo, y a la inversa, el contexto puede fabricar el contenido del mensaje. Recuerdo hace 10 años la página de opinión en un diario donostiarra donde se incluían tres artículos. Uno, de un ensayista que deshacía las posibles ilusiones políticas de los defensores de la Constitución recién aprobada. Nada tenía de extraordinario y podía incluirse brillantemente en la tradición de crítica de los "sofismas políticos" inaugurada hace ya muchos años por Bentham. Otro artículo, hablando del Ulster, constituía, si no recuerdo mal, una defensa de la lucha armada como instrumento revolucionario nacional. Y el tercero era algo así como un elogio de Sabino Arana Goiri. El mensaje no surgía de cada colaboración en particular, sino de la disposición de las piezas realizada por los editores del periódico. Independientemente de la voluntad de cada autor, la crítica de la Constitución española, para nada impregnada de nacionalismo, servía de plataforma al proyecto político desplegado por los otros dos ensayos. Desde el punto de vista de la libertad de expresión nada había de objetable en lo ocurrido, práctica habitual en la historia del periodismo, pero sí cabía preguntarse por la responsabilidad moral y política de quien ejercía esa voluntad en el vacío, en caso de que autorizara tal ejercicio de manipulación. Y el hecho es que no tardó en rectificar el rumbo. (Hago gracia al lector del relato de otras transgresiones en esta misma línea, alguna de ellas sufrida en propia carne y en fecha muy reciente: sólo me interesa subrayar que se trata de un terna muy vivo que concierne al núcleo de intervención del intelectual en los medios de comunicación y no a un malestar propio de. conciencias puritanas.)

Ésta es, tal vez, la cuestión de fondo, aunque ciertamente sea difícil de dictaminar y desde luego no pueda resolverse desde el exterior por vía inquisitorial. Vale la pena suscribir aquí la vieja advertencia de Voltaire: sólo es lícito ejercer la intolerancia contra quienes propugnan el fanatismo. Parece obvio que a esta última categoría pertenecen, en cualquier circunstancia histórica, aquellos que refuerzan a los promotores de la irracionalidad y de la intransigencia. Pero una vez sentado esto, es cada uno el que tiene que elegir su papel en la comedia.

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