¡Felicidades, máestro!
Un poeta prácticamente secreto, a pesar de su calidad, Gastán Baquero, cumple hoy 70 años. El autor aprovecha la celebración para destacar la importancia del escritor cubano.
Leer a quien no se conoce y descubrir un mundo que se ignoraba. He ahí una de las buenas razones de la literatura. Frente al ejercicio, tan jaleado por la mediocridad, por la insensatez anónima, de juzgar antes de leer, justamente porque se sabe a quién hay que acusar y, naturalmente, de qué, encontrar en un alma desconocida algún rasgo de nuestra propia vida, el hilo de un recuerdo, hasta la fe perdida en una escritura esencialmente cordial, por qué no decirlo, consoladora, hecha de una naturaleza semejante a la nuestra -o al menos en el instante de encontrarnos con ella-, a la medida de la cultura de nuestro origen y de la indigencia de nuestro hoy. Rastrear una tarde en la biblioteca, buscar aquello que nos redimirá en las últimas horas del domingo, que nos hará por un momento ser nosotros mismos frente a la noche que amenaza con repetir un día ya perdido.Hay libros que nos salvan un día y nos acompañan siempre. Éste es un ejemplar en cuarto, con cubierta de color pajizo, título y autor en letras verdes, una vifieta representando una mano sosteniendo una pluma de ave. Abro al azar, y unos versos -porque el libro es de versos- transforman mi horizonte, hacen caer el velo de la tarde tediosa, inevitablemente ida, hablando de otra tarde que se creía inútil "con su cara de muchacha tontona, tetona, testaruda". Antes, Mallarmé anunciaba esa aparición sonriente que en este otro poema, en el del libro descubierto, vendrá precedida "de músicas, de pájaros verdes, de jazmines". Afrodita en persona hace que "la retardada tarde amoladorá" se transforme "en dulzor de caimito y pornarrosa" y que ya no se pueda pensar más en el tedio o en la adelfa marchita -y ya no hay más comíllas, pues el verso de quien lo escribió es ya el ahora de quien un día, esa otra tarde, lo leyera y lo recuerda hoy como algo también suyo-, florecidos todos los jardines y encendidas todas las estrellas, sin pensar en Brígida ni en el horror de pasar otra tarde sin ella.
Y dejar de leer porque lo visto deslumbrara tanto que la imagen debe acomodarse poco a poco otra vez a un ojo sorprendido y porque ha regresado la luz a este poniente que parecla sin remedio. Pero como si lo pidiera el cuerpo tanto como el alma, vuelve la mano al libro y aparece la anatomía del otoño, y un puente de melancolía y un deseo de acariciar gatos egipcios y de no hacer nada, sólo de pensar con el poeta cuáles son las aves del otoño simple y hermoso, delicioso e idiota. Sumirse así en el sueño de una estación- perdida, en la dulce y vaga sensación de ser introducido por una mano firme en el aire fresco de una palabra que se conoce a sí misma. Y luego, en el mar rojo, y en el cielo verde, y en la nieve encerrada por latigazos de sol. O en el capricho de la niña que pide un poema al ensimismado inútil y lo encuentra al fin como un mirlo en medio de la nieve o como una estrella sola en el centro del cielo.
Perfil
Y seguir con Berenice y con Irene, con Saúl y Sardanápalo -con su perfil, si es que lo tuvo-, con Cocteau -y con Dylan Thomas, con el conde Cagliostro y Joselito Juaí. Versos y versos que ya no pueden dejarse, que se buscan por las páginas del libro milagroso, del libro que salvó la tarde como aquella Afrodita mulata. Y en un momento, a punto de cerrarlo para que siempre quede abierto, una fotografía de quien seguramente es su autor, pues aparece enfrentada a su portada, allí donde dice un título: Magias e invenciones. Se trata de un hombre grueso, probablemente de complexión fornida -no le conozco-, embutido en un temo que parece agobiarle, el ancho nudo de la corbata apretando un cuello poderoso y breve que une casi sin transición la poderosa cabeza al tronco. La frente amplísima, las pobladas cejas, los ojos que miran a la vez al frente y a otra cosa, los labios firuncidos en un gesto inteligente, expresión única de solidez y de ironía. No, decididamente, nunca le he visto.
Pero ¿quién es este hombre que tiene nombre, perdido su libro entre otros libros, ofrecido por la fortuna, en una tarde aterradora de un domingo dispuesto a acabar conmigo, para que fuera como la luz en los ojos de Iolanta? Nunca le he visto. No le conozco. Sólo sé que los lunes se llamaba Nicanor -y, claro está, vindicaba el horrible tedio del domingo-, el martes Adrián, Cristóbal en la roja pradera del miércoles, el jueves Melitón, el viernes Recaredo y el sábado Alejandro, para llegar al domingo innominado. Adivinemos hoy, detrás de cualquier nombre, el suyo verdadero, ése que coincide con el que encabeza el libro salvador: Gastón Baquero. Y felicitemos al maestro ignorado, al secreto consuelo, porque, si el tiempo no miente y la cuarta de cubierta es cierta, hoy cumple los 70.
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