Cataluña
Ahora dice Pujol que Cataluña y él son la mar de tolerantes. Tras crucificar a Mariscal y asistir al cirio montado en torno a Gurruchaga. En mis años mozos, Barcelona era el pulmón de este país. O sea, que allí se respiraba. Y mientras que en el resto del Estado imperaba la costra y la caspa del franquismo terminal, allí palpitaba la burbujeante vitalidad de un pueblo más libre. A principios de los setenta, en fin, Cataluña era un oasis de modernidad y tolerancia; eran tan distintos al resto del país, que parecían proceder de otra galaxia. Hoy, tras 12 años de democracia, vuelven a resultarme ultragalácticos; pero ahora se diría que proceden de la nebulosa de los malos, de la estrella de los torpes y los chinches. Porque verdaderamente no se entiende que anden desbarrando de ese modo. Primero fue la feroz bronca en tomo a Mariscal; después, el retemblar de dignidades a propósito de Gurruchaga. Con esa manía que han cogido de rasgarse las vestiduras un día sí y otro también, las fuerzas vivas catalanas se están poniendo aburridísimas. Hasta Pujol, cuya responsabilidad en la escandalera general es indudable, parece empezar a pensar que se están pasando.
Y no sólo se están pasando de sosos, sino también de intolerantes y tiránicos. Ahí están esas fuerzas semivivas, criticando enardecidamente a los cubanos o incluso a los nicaragüenses por su falta de libertad de expresión, y exigiendo después, como un solo energúmeno, la cabeza de quien ha osado hacerles una broma. Ahí están esas fuerzas casi yertas, en fin, intentando identificarse con la esencia de la catalanidad y otros bemoles, para argüir así que toda crítica personal es un ataque nacional. Un truco muy usado por Franco y otros, seres de talante feroz, como Stalin o Waldheim. Qué destrozo le están haciendo a Cataluña esos zafios guardianes de su honra. En dónde mantendrán secuestrada, traicionada y herida a la Barcelona que fue. A esa ciudad pionera de la libertad y la tolerancia, cuyo recuerdo enciende hoy un melancólico rescoldo en mi memoria.
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