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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vergüenza de Suráfrica

EL GOBIERNO de Pretoria acaba de adoptar una nueva medida represiva prohibiendo toda actividad a 17 organizaciones enemigas del apartheid y defensoras de los derechos humanos. Esta medida incrementa la indignación en el mundo ante lo que ocurre en África del Sur. Los 19 millones de negros, que representan la aplastante mayoría de la población, además de sufrir la escandalosa discriminación del apartheid, viven sometidos a una represión cuyas formas se endurecen. Desde la declaración del estado de emergencia, en junio de 1986, el número de muertos a causa de la represión es elevadísimo. Unas 25.000 personas han sido encarceladas durante períodos que, en muchos casos, han sido muy prolongados. Las leyes de excepción otorgan poderes absolutos a la policía y a las unidades militares de represión.Las 17 organizaciones afectadas por la prohibición, si coincidían en su posición contraria al apartheid, tenían actividades de diverso carácter: culturales, sindicales, juveniles; una de ellas se dedicaba a la solidaridad con las familias de los encarcelados; otra hacia campaña por la puesta en libertad de Nelson Mandela, figura legendaria de la causa de la libertad, condenado a cadena perpetua. Cabe destacar el caso de dos de las organizaciones prohibidas, ya que se trata de las más numerosas, con enorme diferencia, de todas las existentes en Suráfrica: por una parte, el Congreso de Sindicatos de África del Sur (Cosatu), con unos 700.000, la mitad de ellos mineros; por otra, el Frente Democrático Unido, una coalición de 700 asociaciones antiapartheid que agrupa a más de tres millones de personas. Hace falta recalcar que todas las organizaciones víctimas de la nueva medida represiva de Pretoria desarrollaban una actividad política no violenta. No puede el Gobierno de Botha invocar el pretexto del peligro de violencia como ha hecho en otros casos. Es más: entre masas juveniles indignadas por una situación insostenible es obvio que impedir la expresión política pacífica no puede sino estimular la evolución hacia el radicalismo extremo. Al mismo tiempo, el Gobierno de Pretoria, utilizando su aplastante superioridad militar y económica, prosigue e intensifica sus intervenciones en los países vecinos, y especialmente en Angola. Fomenta y alimenta guerrillas, envía incluso sus tropas, impide una vida económica normal. Su política interior y exterior es un factor de tensiones internacionales.

Desde hace varios años, el presidente Botha se ha presentado como un reformador que pondría fin al racismo. La nueva medida represiva es quizá el golpe definitivo a las escasas ilusiones suscitadas por su promesa. Algunos tímidos retoques de leyes sobre habitabilidad o la creación de unas cámaras para las minorías india y mestiza no han modificado el hecho básico de que más del 70% de la población, los negros, sigue privado de los derechos más elementales y no tiene ninguna voz en la gobernación del país. La prohibición de las 17 asociaciones demuestra que la reforma de Botha avanza como los cangrejos, hacia atrás. Como ha dicho el portavoz de la poderosa organización sindical Cosatu, "estamos volviendo 28 años atrás".

El caso de Suráfrica es sin duda el que concita una condena más unánime de la opinión pública europea, desde la izquierda a la derecha. Resulta por ello sorprendente que un periódico español, rompiendo esa unanimidad, haya ofrecido recientemente una tribuna a la exaltación de los racistas surafricanos, con afirmaciones sobre las excelencias de la reforma de Botha alejadas años luz de la realidad. No parece probable que, ni siquiera en una página de publicidad pagada, el Gobierno de Botha se hubiese atrevido a un falseamiento de los hechos tan desmedido. Por fortuna para la estimación española por la libertad, esta posición surge de la más rancia caverna y sólo representa a quienes le dan cobijo.

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En el mundo de hoy, la defensa de los derechos humanos fundamentales es responsabilidad de la comunidad internacional. El caso de Suráfrica es el más evidente. Además de reiteradas condenas de la ONU, la Comunidad Europea impuso en 1986 sanciones económicas al Gobierno surafricano para obligarle a poner fin a su política racista. A la luz del nuevo endurecimiento de la política de Botha, la CE deberá considerar qué nuevas medidas son precisas para que esa presión sea más efectiva.

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