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Inseguridad, tecnocracia y locura

Tres muertes en pocos días, en un mismo barrio, es un hecho suficientemente aparatoso como para despertar la alarma adormecida de la opinión ciudadana y de los responsables de la seguridad. Sin embargo, hace mucho tiempo que se vienen sucediendo las muertes violentas de ciudadanos indefensos en pasos subterráneos y terrenos baldíos.Es que la delincuencia y sus víctimas forman parte del coste que tiene que pagar la sociedad por la modernización de las estructuras económicas. Al menos, cuando los tecnócratas desarrollan sus esquemas macroeconómicos, la cifra de tres millones de parados no es más que un número del lado de los costes del balance. Que el 40% de esa cifra sea de jóvenes de hasta 30 años que no han conseguido su primer trabajo no es más que otra variable de su cuadro de rentabilidad. Son cuadros matemáticamente válidos, aunque socialmente indiferentes. Pero, además, son mentirosos, porque en los costes del desarrollo no computan los gastos de los escasos centros de rehabilitación de toxicómanos y alcohólicos existentes, las camas dé los hospitales y los manicomios ni los gastos de policía -corrupta o no- que se destinan a atender o reprimir a las víctimas del paro, porque se pierden dentro de los gastos generales de sanidad y de seguridad pública.

Y hay aún otros costes invisibles y no contabilizados, como son el desperdicio de energía social y producción potencial de los ejércitos de desocupados y subocupados.

Llevamos ya más de 10 años de democracia. Es verdad que el desarrollismo franquista produjo un sistema económico basado en la alta rentabilidad, en la ineficiencia, en el proteccionismo y en un mercado ávido por décadas de atraso en el consumo. La democracia heredó las consecuencias de aquella desaprensión, pero ya es tiempo de que empiece a hacerse cargo de sus propias responsabilidades en la distorsión del actual sistema económico.

Los tecnócratas- que se cubren con diversos disfraces -son socialistas españoles, socialdemócratas portugueses, gaullistas franceses, democristianos alemanes o radicales argentinos-, cuando se reúnen para analizar las cifras de sus cuadros que perpetúan la injusticia de modo matemáticamente irreprochable, se quitan el antifaz. Entonces son sólo lo que son: entusiastas de los organismos internacionales a los cuales responden, eruditos desculturizados por universidades coloniales y fidelidades a multinacionales y a gabinetes internacionales de auditores y abogados. Sus teorías les curten la piel y la conciencia como para que no sientan responsabilidad alguna por los jóvenes sin trabajo que empujan al abismo y que ya constituyen una generación perdida.

Pero aún hay un medio para reducir el coste, que los tecnócratas todavía no se atrevieron a poner por expreso, aunque ya se practica de modo más o menos solapado en todos los países: la eliminación física de los que no tienen la suerte de conseguir billete en la máquina del progreso. Algún día darán un paso más en el camino de su cinismo y lo expondrán públicamente. Tal vez sólo se trate para ellos de encontrar solución a un detalle práctico: como reconocían los exterminadores nazis y saben bien los militares latinoamericanos, el problema no es cómo aniquilar millones de seres humanos, sino cómo deshacerse de los cadáveres.

La economía mundial es ineficiente y despilfarradora porque desperdicia capacidad productiva y distribuye los bienes inequitativamente. Sólo la alienación de unos técnicos puede dar soporte seudocientífico a una teoría que declara como única alternativa posible y justa la de un orden mundial en el cual tres cuartas partes de la humanidad padecen hambre y por lo menos un cuarto está condenado a muerte por inanición. El poder declara cuerda su locura oficial. Esta cordura se promociona con medios publicitarios tan poderosos que la cuarta parte restante de la población mundial, que se considera privilegiada porque recibe las migajas de la riqueza, se alía con los que la administran en provecho propio y da la espalda a los miserables. De los lúcidos y de los críticos, de los que luchan por las locuras disidentes se ocupan las guardias pretorianas del poder declarando locos, delincuentes o enfermos a los que se atreven a disentir. Para ellos tienen reservadas las cárceles y los manicomios donde se confinan las locuras no oficiales. Allí comparten la miseria y el hacinamiento con la escoria que produce la sociedad, con los números negativos del balance de los tecnócratas: drogadictos, borrachos, ladrones, que se consumen de a poco si antes no los libera una dosis adulterada en el retrete o el balazo certero de un guardián del orden.

Jorge Andrade es escritor, autor de la novela Proyección, entre otras.

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