La mascota, el Barça y Sant Jordi*
Lean cuanto sigue desde la presunción de que analizo una obra abierta, de esas que proponen tantas interpretacioens posibles que sería majadero encastillarse en una de ellas. No puede ser de otra manera en esta historia interactiva, en la que el narrador parte de ingredientes tan disgregados como un dibujante contracultural, un perro semiótico, un club de fútbol que es más que un club, un país lleno de catalanes, una convocatoria de elecciones autonómicas, un presidente de Generalitat que se sube y se baja al caballo de Sant Jordi con la facilidad que le otorga tenerlo en la plantilla y una oposición que, reducida al papel de buscar caracoles y setas, de cuando en cuando se siente heroína de rodeo y trata de derribar al caballo de Sant Jordi, no con el lazo justo, sino sentenciando primero que el caballo no es tal caballo, sino un pollino agrandado por el maquillaje. Olvidaba un ingrediente principal, y es que la enumeración ya era de por sí excesivamente desorientadora: el presidente del Fútbol Club Barcelona, José Luis Núñez, taxidermista de futbolistas importantes. El mejor taxidermista del mundo en su género.Tal vez si la crisis de la mascota olímpica y la del Barça no se dieran en el marco de unas próximas elecciones autonómicas no se hubieran convertido en crisis de la catalanidad, afectada esta seña de identidad total por los valencianos insultos del dibujante Mariscal y por la quiebra del Barça como representación simbólica de la dolorida épica catalana. Repito, insultos valencianos, porque catalanes y valencianos se han cruzado, se cruzan y se cruzarán lindezas tan mordaces como "Valencià i home de bé, no pot ser" ("Valenciano y hombre de bien, no puede ser") o "Català, si no te le'ha fotut, te la fotarà" ("Catalán, si no te ha jodido, te joderá"). Todos los pueblos hermanos, primos hermanos o simplemente vecinos reservan sus mejores mordiscos para dárselos entre sí, y cuando Mariscal dice, en una sobremesa relajadamente etílica, que Catalunya está muy bien, lástima que esté llena de catalanes, lo dice a la valenciana manera, no según el estilo en su día utilizado por don Santiago Bernabéu al decir lo mismo. Al fin y al cabo, Mariscal vive y trabaja en Catalunya, tiene un relativo derecho de residente a decir tonterías sobre los catalanes. Bernabéu, en cambio, había sido miembro del ejército de liberación de Cataluña, y los liberadores han de ser más cautos en el empleo de la energía espiritual de irritación. La reacción de los catalanes de a pie fue inicialmente comprensible: a nadie le gusta que le quieran borrar del mapa, y mucho menos del mapa concreto al que más se pertenece. La reacción del presidente Pujol ya no fue tan comprensible, aunque fue personal y electoralmente lógica. Un presidente no puede bajar a la calle a propiciar un clima de linchamiento moral de un hombre solo, ni puede subirse al caballo de Sant Jordi a encabezar una cruzada nacional contra el enemigo interior, que en este caso es un hombre solo que se representa a sí mismo y a su descontrol de sobremesa, no como cuando Pujol en la clandestinidad se subió al caballo de Sant Jordí para combatir a Galinsoga, que era el representante de un poder ocupante, de un ensayo programado de usurpación de identidad. Ahora bien, no lo olvidemos, estamos en período preelectoral y todo vale, incluso desmedir un agravio y convertirlo en el agravio de una filosofía olímpica y sus gestores más evidentes: la oposición socialista.
Los criterios de rentabilidad electoral utilizados por Pujol tenían un talón de Aquiles que el presidente descubrió a las pocas horas de haberse subido al caballo. Mariscal no sólo había agraviado a los catalanes en general, sino que le había agraviado a él en particular utilizando el argumento racista descalificador de que Pujo¡ sólo mide metro cuarenta. Falso. Pujol debe estar en tomo del metro sesenta y cinco, como yo, y ha de hacer oídos sordos a estas argumentaciones racistas menores, sobre todo en un país que aún sigue siendo bajito en relación con la media mundial y que en el pasado se inventó una frase genial para defender su estatura: "En el pot petit hi ha la bona confitura" ("El pote pequeño contiene la buena confitura"). Consciente de que había desencadenado un clima de linchamiento y de que podía hacer personalmente el ridículo del bajito agraviado, Pujol se ha dado por satisfecho con las disculpas de Mariscal y quiere ahora capitalizar tanto su capacidad de ofensa como su capacidad de perdón.
En el correlato de esta historia de mascotas, cruzadas y olimpiadas, la crisis más seria, la del Barca, lo es porque nada hay más triste que un estadio de fütbol para 100000 espectadores cuando sólo concurren a él 20.000 o 30.000, y además, desganados, convertidos en enterradores de su propia capacidad de pasión. Si el Barça no existiera o no se diera ese carácter extradeportivo que de él ha hecho algo más que un club, habría que inventar al uno y al otro. El club cumplía perfectamente el papel de ejército simbólico subordinado al querer y no querer, poder y no poder de una voluntad nacional que se ha acostumbrado a perder por culpa del árbitro, con la inestimable ayuda de¡ poder arbitral, in que históricamente ha alternado el silbato infame y el bombardeo alevoso. Mientras el Barça ha mantenido su condición de ejército simbólico subordinado, los políticos nacionalistas han podido dedicarse al alpinismo sagrado, en un país lleno de montañas sagradas, bien sea por la especial manía de vírgenes escaladoras, bien por esa condición de mirador de país usurpado que tienen algunas de las montañas catalanas con mayor y mejor estatura. Pero si el Barça deja de cumplir su papel, los políticos tendrán que bajar precipitadamente de las montañas sagradas y aprestarse a dar batallas en el llano. Es decir, y tómenselo como una metáfora: si el desastre del Barça se confirma, Pujol puede verse empujado a convertirse en Ho Chi Minh, y los demás políticos del retablo, a resituarse incómodamente, perdiendo el confort que hasta ahora representaba discutir generalidades, mientras el Barça se batía en el frente del Oeste.
Ante la convocatoria electoral, tomar posición sobre la crisis del Barça, precisamente porque es más que un club, tiene más relevancia social que hacerlo ante las sobremesas y las mascotas de Mariscal. ¿Conviene hostigar a Núñez o no conviene? ¿Qué es más rentable electoralmente? Los convergentes vacilan y, como la rosa de Alejandría, son coloradas de noche y blancas de día. Los socialistas, hasta ahora, insisto en que nos movemos dentro de una obra abierta, no defienden a Núñez, pero lo defienden, porque aprecian que lo atacan los convergentes. Pasión barcelonista, cálculo electoral y también la sospecha de que el Barça cumplía unas funciones simbólicas que ninguna formación política catalana está en condiciones de asumir. Progresivamente, la lucha encarnizada por la túnica sagrada se convierte en pánico ante el presumible vacío de representación que implicaría la destrucción de la túnica y cómo un paisaje sin banderas barcelonistas obligaría a un replanteamiento de banderas. El aire huele a pacto, y el presidente Núñez ha salido de su mutismo para dar explicaciones y jugar la carta de la salvación del Barça, precisamente en un país que más campañas de salvación tiene en marcha por kilómetro cuadrado.
Coletearán estas dos grandes cuestiones nacionales hasta el estallido explícito de la campaña electoral, y habrán dejado su huella. La cuestión Mariscal nos ha renacionalizado; la del Barça nos ha desnacionalizado, a no ser que de aquí a las elecciones se gane alguna copa, se sufra una gran in justicia arbitral, se llegue a un pacto a lo Gran Interregno y la actual directiva sume algún gran fichaje a su impresionante colección de futbolistas diseca dos. Los nacionalistas puros tienen la impresión de que acontecimientos tan pasionales e intensos han alertado necesariamente sobre el enemigo interior, aunque los desastres del Barça hayan relativizado un tanto la figura del enemigo exterior. Pero, me pregunto, ¿existirían enemigos interiores de no existir los exteriores? En cuanto a los otros, a los que han regalado hasta ahora casi todas las bazas nacionales a los nacionalistas puros, piensan que los nacionalistas, al ir demasiado lejos, se han desorientado y que esa desorientación habrá sido finalmente captada por las masas electorales.
Podemos sonreírnos ante tanto espectáculo. Pero no demasiado. No hay pueblos listos y pueblos tontos. Ni todos los pueblos listos lo son siempre o a todas horas. Tanto los individuos como los pueblos necesitan un poco de irracionalidad de cuando en cuando, y divinidades cotidianas que ayudan a compensar el definitivo exilio de los dioses mayores. Si Hölderlin dijo: "Los dioses se han marchado, nos queda el pan y el vino", los catalanes tenemos el derecho a salir de esta historia con la mascota de Mariscal, el Barça y Sant Jordi en el lugar justo que les corresponde. Y sólo cuando los demás pueblos del Estado y del mundo se desmitifiquen estaremos en condiciones de desmitificarnos. El desarme unilateral de mitos es más improbable que el desarme unilateral de misiles.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.