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La tragedia palestina

Por motivos históricos, religiosos y morales, los judíos tienen pleno derecho a su propio Estado, y aquella propuesta de arrasarlo que en su momento profirió Nasser no puede sino ser repudiada por todos los hombres generosos del mundo. A lo largo de ni¡ vida fui invariablemente estremecido por los padecimientos del pueblo de Israel, que culminaron en el horroroso genocidio nazi en los campos de concentración. Por eso mismo, y aunque parezca paradójico, he sufrido lo que pasa con el pueblo palestino, despojado de sus tierras seculares, acorralado, sumido en la miseria y el desvalimiento. Me apresuro a decir que buena parte de los judíos comparten este sentimiento, como lo pude verificar cuando estuve allá después de la guerra de los seis días: miles de jóvenes hebreos ansían convivir en paz con sus primos hermanos, proponen la renuncia a cualquier anexión y desean que se interrumpan las colonizaciones de los territorios ocupados. También pude leer el libro Diálogos con combatientes, donde muchachos israelíes patéticamente testimonian su dolor por haber matado árabes en combate. En fin, el periodista Moshe Asheri me mencionó los movimientos que luchan en el mismo sentido, como Paz Ahora, así como el coronel Eli Gueve, los soldados del Negued Hashtiká, el rabino Menájem Hacohen y escritores de primera línea: Uhar, Oz, Tehoshúa y Leibovitch.Los antisemitas de todo el mundo invocan los inicuos bombardeos sobre las aldeas libanesas de refugiados palestinos durante el Gobierno de Beguin, o las persecuciones que se están llevando a cabo en Gaza y Cisjordania para reavivar el odio contra un pueblo que dio gran parte de lo más alto y noble que haya producido el género humano, incluyendo el cristianismo. ¿Podemos imaginar por un instante a un espíritu como Martin Buber, o a otro como Albert Einstein, aprobando lo que perpetran los ultraderechistas israelíes? ¿Cómo podría condenarse a los judíos indiscriminadamente? Con ese criterio, el entero pueblo ruso sería culpable de los crímenes cometidos durante el estalinismo; los norteamericanos, por el arrasamiento con bombas de napalm de las aldeas vietnamitas; la entera nación alemana por el genocidio hitleriano.

Podría creerse que estoy pasando por alto al terrorismo palestino, que se perpetra, como siempre, invocando altos ideales. Pero esos fines no justifican los monstruosos medios. Todos los adultos somos culpables de algo. Pero, ¿de qué puede ser culpable un chiquito judío a quien una bomba amputa las piernas? Los fines no pueden jamás justificar esos medios, ni aun por las causas más justas y nobles, y sobre todo si lo son. ¿Cómo la ética cristiana podría justificar las torturas de la Inquisición? ¿Cómo los grandes ideales de aquellos pensadores socialistas que repudiaban la opresión y la miseria podrían justificar las policías secretas y los campos de concentración? Nadie puede dudar de los derechos de los irlandeses a luchar contra un imperio que les oprimió sangrientamente durante siglos, pero no puede justificar ninguna matanza de inocentes en una calle de Londres.

Lo que nos enfrenta a la sutil pero terrible diferencia entre guerras de liberación y terrorismo. Las guerras, inequívocamente violentas, se hicieron en muchas ocasiones por legítimas ansias de libertad, como sucedió en las colonias británicas de Norteamérica y en las colonias españolas de esta otra parte del continente. Pero una cosa es combatir de frente y otra, perversamente distinta, asesinar o mutilar niños y mujeres de toda inocencia. Si no, deberíamos aceptar las bombas de Hiroshima y Nagasaki, uno de los crímenes más tenebrosos en la historia del hombre. Se puede argüir -y siempre se arguye- que cuando estalla una contienda es bizantino establecer el límite entre los que mueren en combate abierto y los que son masacrados con esa clase de abominaciones. Pero no hay bizantinismo posible cuando están en juego supremos principios espirituales.

Argentina tiene el deber de preocuparse por la tragedia que ensangrienta esa parte desdichada de Oriente Próximo, porque tenemos una comunidad árabe y otra judía de gran importancia, tanto numérica como cualitativamente. Sus pensadores, hombres de ciencia, políticos, escritores y artistas han contribuido a la formación del alma argentina de nuestro tiempo, y todos, de una manera estrecha o inmediata, tenemos vínculos de trabajo, comunes preocupaciones, lazos de amistad y hasta de amor con unos y otros. Hemos asistido así a dolorosos conflictos entre argentinos de origen árabe y judío, hermanados como están por nuestra tierra y golpeados y separados por el conflicto. Por eso sentimos tanto la necesidad de contribuir a una solución. Frente a las medidas en Gaza y Cisjordania, querríamos que cesaran las deportaciones de palestinos y los actos de terrorismo de ambos lados; ansiamos una paz permanente sobre la base del reconocimiento definitivo del Estado de Israel por la parte palestina, y por la parte judía, el reconocimiento de los derechos palestinos a su autodeterminación y a la formación de su propio Estado.

Comprendo que la solución es ardua e intrincada, pero hay que tratar de fomentarla, buscarla a través de conferencias de paz con la intervención de naciones neutrales y amigas, y lograrla por todos los medios posibles.

La tragedia que se agrava es infinitamente peor que la peor de las soluciones pacíficas.

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