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"Uno no entiende su propia obra", dice Burgess

El autor británico publica su autobiografía "El pequeño Wilson y el gran Dios'

Burgess es tan británico que consulta si ya es mediodía para decidirse por un gin-tonic, pero a la vez atribuye al fantasma de Keats, un poeta que murió antes de los 25 años, extraños poderes para sabotear una novela en él inspirada. A los 71 años, preocupado por Imperceptibles fallos en una memoria de delfín, el autor de una vasta obra que comenzó a los 36 años con cinco novelas de golpe publica en España el primer volumen de su autobiografía El pequeño Wilson y el gran Dios (Planeta), y en la entrevista comienza por desmentir que, como anuncia en el libro, deje de escribir cuando termine sus memorias. «Uno no entiende su propia obra", dice, en una impresión global sobre ella, pero ya prepara la continuación.

Algo en común deben de tener ciertos escritores británicos que nacieron poco después del siglo, que se sienten forasteros en su propio país, combatieron en la guerra, viven en el sur y, si no son católicos, al menos conocen la mística al dedillo: Anthony Burgess, Graham Greene, Robert Graves, Gerald Brenan y Evelyn Waugh, que no vivió en el sur probablemente porque, como dice Burgess, quería ser un aristócrata en todo", sin percibir que ser católico en el Reino Unido es una forma de disidencia.Católico de Manchester con sangre irlandesa y escocesa, Burgess habla de Londres con cierta acritud aunque luego se ría de los nacionalismos con orejeras. Su atracción por el sur la atribuye a que se siente más cómodo en estos países, como su amigo Greene, por ejemplo, de quien se ha alejado y no explica por qué. Sólo insinúa, y dice enigmáticamente: "Él cree en el Infierno".

Historia sin política

Por su conversación se diría que Burgess no cree en el infierno, pero una de las columnas de su primer volumen de memorias, que abarca infancia y juventud hasta que se decide a escribir, tarde, está constituída precisamente por sus relaciones más bien relajadas, aunque tangibles, con la religión. Otra de las columnas es su educación sentimental, o mejor, sexual, único tema que el autor más bien elude en una larga conversación. Sólo accede: "Sí, es muy importante. Siempre ha sido muy importante".Él ha dicho que pertenece a esa generación de comienzos de siglo que han visto cambiar los valores de la historia: La Revolución de Octubre, el ascenso de los fascismos, la guerra de España, la Mundial... Pero apenas aparece la política, en su autobiografía. "No aparece porque apenas ha importado en mi vida", dice, y cuenta qué orgulloso está de haber suprimido en su mujer italiana, con la experiencia de un viaje a Berlín Este, toda veleidad comunista. No deja títere con cabeza, Burgess, al hablar de política. "Supongo que alguien debe estar ahí", dice.

Burgess es un pianista notable, dicen, y alguna de sus composiciones ya ha sido estrenada en Estados Unidos -"en Inglaterra la música depende de grupos y pequeñas claques"- e incluso emitida por la BBC. Esa parece ser una pequeña espinilla que aún se ha de sacar. Según cuenta, había escrito "cosas sencillas" como críticas o poemas pero cuando se decidió a escribir novela fue porque quería hacer "algo serio como una sinfonía". Ahora, una de las pruebas a las que se somete para demostrarse que su cerebro se mantiene joven es escribir música a distancia -"con el piano sería demasiado fácil"-, y que luego suene bien.

Tiene una memoria formidable, Burgess. Es evidente en su autobiografia, donde recuerda no sólo canciones de infancia sino notas a pie de página, y también en su conversación, en la que mantiene una vivacidad envidiable pese al cansancio de otras entrevistas y sesiones incomprensiblemente largas para un programa de televisión. Se extiende sobre cualquier tema, no presupone al comienzo que su interlocutor sepa casi nada -"¿conocen a Stevenson en España?"-, fuma largos puros suaves y bebe gin-tonic. Sus ojos rápidos y curiosos no pierden detalle, en ágiles ojeadas, semi ocultos por unas cejas fruncidas que se contradicen con una gran amabilidad.

Es posible que su locuacidad se deba a una larga abstinencia, porque en su conversación aparece un leit-motiv como en una sinfonía: la necesidad de tiempo para poder trabajar. Tiempo y disciplina de internado, la clave para una obra extensa que incluye ensayo, poesía, periodismo y casi 30 novelas, todo ello escrito con la fórmula de 1.000 palabras al día, más o menos la extensión de este artículo.

Un escritor sin gato

Los Burgess tienen residencia en Mónaco pero apenas viven en el Principado. Se trasladaron allí después de que un mafioso visitara al escritor para pedirle que escribiera su bíografia y de paso le advirtiera que su hijo era secuestrable por la Mafia. Aunque no tienen autorización de residencia, ahora pasan largas temporadas en Lugano, en la Suiza Italiana, un lugar tan aburrido como Montecarlo, donde no frecuentan a nadie y que le permite consagrarse a esas 1.000 páginas de esfuerzo diario. "Pero no tengo un lugar en el que poder tener un gato", dice Burgess al citar a Mark Twain: "Y no hay casa sin gato". Poco antes había dicho: "No sé dónde vivo". Sonaba sincero.¿Qué ha cambiado en todos estos años? "Bueno, las cosas han mejorado desde 1936", dice Burgess. "No hay peligro de una nueva guerra mundial, por el miedo nuclear; hay fenómenos como el terrorismo o las guerras locales, pero aunque malas son menos malas que lo que nosotros tuvimos que pasar..." El autor se queda pensando. "Ahora mi vida está más gobernada por la tecnología. Tengo que escribir mis artículos de periódico en un procesador de palabras y mi teléfono está enchufado a otro chisme... No creo que asistamos a la muerte de la palabra escrita, pero es difícil mantenerla".

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