Dos ascuas entre viruelas
A Trevor Howard se le recordará no sólo por algunas de sus grandes actuaciones en películas casi siempre peores que su trabajo, sino por algo que había en éste que se escapaba a borbotones de la pantalla y ponía a sus espectadores en la pista de algunos hilos inquietantes, atormentados, sombríos y, no obstante, irónicos e incluso tocados de ternura de su fortísima personalidad. Por ejemplo, la condición de ascuas azules que sus ojos adquirían clavados sobre el abrupto territorio lunar de su rostro, enrojecido por el alcohol y agujereado por los meteoritos de la viruela.Y luego, cuando de la pantalla el nombre de Howard se escapaba, y lo hacía con frecuencia, a las páginas negras o amarillas de los periódicos, la basura que éstos apilaban sobre él confirmaba sin proponérselo la veracidad de esas pistas, aquella sospecha de que en el duro -tallado con un cincel desgobernado- rostro del actor había algo de máscara protectora de una secreta fragilidad. Su casi imperceptible bizquera se originaba en su capacidad para sostener miradas insostenibles en sus ojos, una tan intensa sensación de peligro y de amenaza, que parecía su fijeza la de un ofidio tenso, atrapado, asustado, a punto de saltar en forma de rayo sobre el rostro de su oponente.
Esa intensidad de su mirada apagó muchas de las luces de Marlon Brando en El motín de la Bounty, que, con su cara de fajador, se las vio negras para aguantar las secas, austeras, casi hipnóticas, réplicas de Howard, un actor que, formado en el teatro, estaba dotado como pocos para aguantar primeros planos fuera de norma, angulados, enfáticos o mantenidos más allá del tiempo de aguante de un actor común.
No era un actor común ni, por tanto, un hombre común. Llegó a las pantallas de rebote de los escenarios de la guerra. Era un actorcillo anónimo cuando una ametralladora nazi le hirió malamente en Sicilia, y así saltó su nombre a la fama, interpretándose indirectamente a sí mismo, lo que le dio autoridad para actuar con solvencia encarnando personajes de superviviente encerrado detrás de las rejas de sus cicatrices.
La antiestrella
Despreció el estrellato. Baste para demostrarlo que, como todos los que dan la nuca a la fortuna, pagó con un lacónico no, encogido de hombros, a la millonaria oferta de ser Julio César frente a Elizabeth Taylor en Cleopatra. Simplemente, no le apetecía el manjar. Provenía, en tiempos anteriores a la guerra mundial, del polvo de los escenarios londinenses y padecía un asalto de la añoranza cuando le ofrecieron aquel momio de lujo. Y Howard eligió un polvoriento camerino igualitario, mientras rompía su pasaporte a las grandes soldadas de Hollywood.Era así. En 1970, al salir de uno de los arrestos a que le llevaban sus frecuentes y tremendas borracheras callejeras, casi siempre adornadas en la cumbre por alguna imprevisible bronca con chulos de tasca, Howard contestó a un periodista que indagaba en las turbulencias de su vida: "Me divierte tener que vérmelas con policías y jueces". Y durante casi 60 películas transmitió a la pantalla su solitario juego con los extremos de la vida. Basta con verle en El tercer hombre y en La carga de la brigada ligera para adivinar en él su conformidad con sentirse carne de cárcel y de acera antes que de salón. Fue uno de los últimos grandes bebedores airados del cine, un inadaptado al neón, amigo de las sombras y de las atmósferas de puré de los tugurios.
Fue un actor distinto a todo y a todos: uno de esos hombres que nacen con gusto a destiempo. Incluso ha muerto de una de esas antiguas enfermedades que ya no matan, una bronquitis. Su genio respiró humo durante medio siglo. Estaba esculpido en barro humano, tal vez demasiado humano.
Babelia
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