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Tribuna:LA JUSTICIA PARA LOS MENORES
Tribuna
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Niños que matan

El pasado 1 de diciembre, un niño de 12 años mató de un disparo a su hermano menor en Cádiz. Un niño de 13 años apuñaló el 23 de octubre en Barcelona a un amigo. Cinco menores de Manresa están acusados de la muerte: de un anciano. Estos sucesos y otros anteriores mueven al autor, ex presidente del Tribunal Tutelar de Menores, a reflexionar sobre los niños que matan.

A la luz de sucesos que hemos vivido estos años, muchos se preguntan: ¿por qué mata un niño? La gente no puede comprender que un niño, incluso el más inocente y pacífico, tenga una caldera en ebullición dentro de sí mismo; y que este amasijo. hirviente de sentimientos destructores sea más frecuente de lo que se cree, y puede dirigirlo hacia dentro y llevar al suicidio, o hacia fuera y llevar al crimen.La razón es la misma: una sociedad que le ha rechazado. Sea que no conoció nunca en la familia el acogimiento afectivo que necesita tal niño; o que el padre no supo representar, al llegar la adolescencia, esa figura de justicia, razón y equidad que precisaba su psicología en proceso de socialización. O bien que la propia sociedad se le presentó, al llegar los 15 años de su juventud, con una cara hosca y displicente, que todo lo promete en películas, propaganda o publicidad y apenas da unas migajas para mal vivir. O incluso, terminada su educación escolar, no sabe dónde colocarse y hacerse útil a sí mismo y a los demás, y va acumulando un resentimiento que no tiene un escape inocuo.

En él va minando un sentimiento de frustración que puede -de modo eventual o permanente- desarrollarse y llegar a proyectar su reacción sobre esa misma sociedad que le volvió la cara.

Unas veces se vuelve psicótico, y tenemos a un anormal que requiere tratamiento profundo; otras no llega a tanto, pero necesita de una atención reeducativa, para volverle a insertar socialmente. Pero ni el uno ni el otro resolverán su problema si sólo se trata de domesticar momentáneamente la fiera que llevamos dentro de nosotros, porque nuestra sociedad -a nivel de familia, de barrio o de país- no sabe ser justa con todos, ni proporciona cauces de vida útil a la juventud.

No olvidemos que Freud dijo algo que no ha sido tomado bastante en serio: "Desde niños, a juzgar por nuestros deseos inconscientes, somos una banda de asesinos" en potencia.

El problema de la violencia no está fuera de nosotros, lo llevamos dentro. Y ése es el peligro. Peligro que aumenta en una sociedad que enseña al niño, desde la escuela, que las cosas no se consiguen sino por medio de una inhumana y egoísta competencia. El otro no se nos presenta, en nuestra educación para la vida, como un cooperador, sino como un competidor, como un enemigo. Y, por si fuera poco, el panorama informativo remacha día tras día el clavo, enseñándonos los medios de comunicación imágenes de violencia y de lucha cruel entre los hombres; a través de cuyas repetidas imágenes llegamos desde niños a familiarizarnos con esta agresividad sin contemplaciones, que todo lo resuelve sin atención al otro.

Mecanismo psicológico

¿Cómo queremos entonces que un niño que padece esas carencias y que año tras año va sufriendo este impacto frustrante no llegue en algunos casos a lo peor? Un gran psiquiatra belga, el profesor Etienne de Greeff, llegó a observar un extraño fenómeno psicológico estudiando a un criminal que había asesinado a su inaguantable mujer tras años de frustración por la mala convivencia familiar: "A este hombre le ha salvado su crimen de la neurosis en que vivía", decía. Dramática y extraña solución psicológica engañosamente liberadora.

Ante situaciones análogas de frustración caben dos reacciones: que se produzca en el sujeto el silencio afectivo, y, si lo acepta, cada vez está en mayor peligro de llegar al crimen. O bien, que reaccione contra ese estado de sequedad emocional y de resentimiento y se ponga a compensarlo a través del amor a otro o a otros.

El crimen no podemos por menos que execrarlo ciertamente; pero, a esas jóvenes edades, hemos de comprender su mecanismo psicológico, sin por eso justificarlo. Quizá ese chico ha encontrado en esta "sociedad sin padre" un sustitutivo falaz en la pandilla ("el sustitutivo colectivo del padre", la llamó Horkheimer), y ha compensado así engañosamente sus carencias. Pero la pandilla tiene su coste: hay que obedecer al nuevo padre. Y este padre exige el atraco y el robo para vivir. Si no, no hay acogida en el grupo. Y él la necesita.

Hace tres años conocí y viví otro caso: un chico, menor de edad, que vivía junto con otros mayores en su pandilla, sustitutiva de su despreocupada familia, tuvo que ir con una compañera mayor que él a atracar a una vieja. Y llevó una escopeta de cañones recortados, para sentirse más hombre ante la situación y ante ella. Pero la vieja atracada no se amilanó ante la amenaza y respondió al ataque. Fue entonces cuando, atemorizado, el menor disparó. Resultado: la muerte de la víctima inocente del robo. Otras veces es más crudo el dilema que se presenta al muchacho: hay que elegir entre caer en manos del atracado o salvar su vida. Y -siguiendo el ejemplo de crueldad que ve todos los días en la pequeña pantalla- opta por la máxima violencia.

Todavía podía ponerse sobre el papel otro caso, aunque sea más raro: el muchacho que quiere luchar contra la sociedad que le atenaza y se libera de ella de modo violento. Después, dentro de sí, anida un sentimiento de culpa, por las faltas cometidas consciente o inconscientemente, que nadie detecta ni sabe comprender. Es la situación de algunos dentro de los centros de menores, en los que su encierro -sin atención bastante humana a su caso- les hace reaccionar con la mayor violencia externa. Nadie ha sabido ver ese sentimiento de culpa que le escuece interiormente, y que estalla externamente un día, como la olla que no tiene salida para el vapor que lleva dentro.

¿Por qué no hacemos algo inteligente por los "niños que odian", y que estudió Redl, o atendemos más a la relación entre "culpa y depresión", que analizó el doctor Grinberg?

Así haremos algo positivo por esta juventud conflictiva, en vez de quejarnos constantemente de ella.

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