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El rapto de Europa

Tras la euforia casi rayana en el histerismo con que una opinión pública norteamericana y occidental mal informada en el mejor de los casos, y desinformada en el peor, acogió la cumbre de Washington entre Ronald Reagan y Mijail Gorbachov, voces responsables a ambos lados del Atlántico han empezado a advertir sobre los peligros que para Occidente en general y para Europa en particular puede tener continuar por la senda emprendida por el actual inquilino de la Casa Blanca, que ha demostrado una vez más el viejo axioma de que no hay nada más peligroso que un converso.Naturalmente, no me estoy refiriendo al sector más conservador, situado a la derecha de Reagan y que se agrupa en torno a algunos congresistas con aspiraciones presidenciales como Jack Kemp o a fundaciones washingtonianas por todos conocidas. El propio Reagan les respondió en una entrevista que concedió a los anchormen de las cadenas de televisión nortemericanas para contrarrestar el impacto de una anterior concedida por Gorbachov a la NBC con una frase que levantó ampollas en muchos de sus antiguos patrocinadores. Con estos sectores, vino a decir Reagan, no se puede argumentar porque en su fuero interno están convencidos de la inevitabilidad de una guerra nuclear. Me refiero a voces tan autorizadas y ponderadas como las del presidente francés, François Mitterrand, del ex secretario de Estado Henry Kissinger o del director asociado del Instituto de Relaciones Internacionales de París y comentarista de Newsweek, Pierre Lellouche, por citar sólo tres opiniones cogidas al azar.

Mitterrand, que como presidente francés se considera la personificación de la grandeur de la France enunciada por su antecesor Charles de Gaulle y desea seguir liderando -en colaboración con sus antiguos enemigos, los alemanes, y con permiso de Margaret Thatcher- la Europa comunitaria, resumió en una frase contundente el verdadero significado de las conversaciones de Washington. Mientras nosotros estamos aquí sin ponernos de acuerdo, comentó tristemente, el futuro de Europa se decide a miles de kilómetros (en Washington) sin que los europeos estén presentes. Aquí era Copenhague, donde el jefe del Estado francés y los primeros ministros de los 12 países comunitarios acababan de fracasar por enésima vez en su intento de conseguir un acuerdo sobre el presupuesto de la CE para 1988.

Por su parte, Henry Kissinger, en un clarividente artículo titulado Los peligros que nos esperan, advierte sobre las consecuencias de una eventual neutralización de Europa central a través de un desarme nuclear como consecuencia de la tremenda superioridad del Pacto de Varsovia en armamento convencional, y dice que "la insistencia soviética para conseguir el desarme nuclear [en Europa] es comprensible" y ha sido una constante de la política soviética en los últimos 40 años. Lo que es menos comprensible, añade, es "la aquiescencia de Occidente en un proceso que podría compararse a una propuesta de desarme hecha por Goliat a David que comenzara con la eliminación de las hondas [una alusión al 3% representado por los misiles de alcance intermedio en el arsenal nuclear mundial]".

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Pierre Lellouche va, como europeo que es, directamente al fondo del problema. El título de su artículo en Newsweek habla por sí solo: 'Europa es la verdadera perdedora'. La reunión de Washington, argumenta Lellouche, tuvo una clara perdedora, que no fue otra que Europa. Me temo, añade, que los intereses vitales de la seguridad europea han sido sacrificados a la ilusión. ¿Por qué? Porque Europa, sin el paraguas nuclear norteamericano -aun suponiendo, que es mucho suponer, la mejor intención por parte de la URSS de Gorbachov-, no tiene nada que hacer ante una manifiesta superioridad en armas convencionales y químicas por parte de la Unión Soviética. No es que el desarmeno sea deseable. Lo que pasa es que si se quiere un desarme equitativo éste tiene que hacerse: en igualdad de condiciones y no dejando inerme a los países de la Alianza Atlántica.

Pensar que el desarme entre las superpotencias puede hacerse a costa de la seguridad europea es una ilusión no sólo vana, sino peligrosa. El acuerdo de Washington ha puesto una vez más de manifiesto la vulnerabilidad ideológica de la presidencia norteamericana que al carecer de la continuidad prolongada en el cargo imposible en los regímenes democráticos -a lo que en el caso de Reagan se une una incompresión absoluta de los procesos históricos-, se ha rendido, como sus antecesores en el cargo John F. Kennedy con Jruschov y Richard Nixon y Jimmy Carter con Leonid Breznev, al espejismo de que una persona, en este caso un líder soviético, puede cambiar por su sola actuación el objetivo de un sistema que, como el comunista, pretende exportar a escala global la revolución comunista.

Como recordaba hace unas semanas un lector del semanario The Economist, los fines permanentes de Moscú no han cambiado desde 1917. La salida a los mares calientes -y en este caso la permanencia soviética en Afganistán, a sólo 500 kilómetros del estrecho de Ormuz, cordón umbilical de la energía para Occidente, nos lo recuerda- y la neutralización de F-uropa, sobre todo de Alemania, la gran pesadilla de la Rusia eterna, siguen vigentes. El mérito de Mijail Gorbachov ha sido vender como nueva al presidente norteamericano más conservador de la posguerra y a la opinión pública de su país una mercancía obsoleta cuyos orígenes están en la raíz de la Revolución de Octubre. La Unión Soviética, cuyo sistema político es incapaz de ofrecer a sus ciudadanos una vida digna 70 años después de su instauración, necesita una pausa para hacer compatible su deseo hegemónico mundial con una necesidad apremiante de asegurar a sus ciudadanos, o súbditos, un mínimo nivel de vida conquistado hace décadas por las democracias occidentales. Confundir, como parece que ha hecho el actual, inquilino de la Casa Blanca, una estrategia coyuntural con una situación permanente puede tener consecuencias dramáticas en el futuro, sobre todo en el futuro de Europa.

Un gran conocedor de la escena europea, Alain Peyrefitte, acaba de escribir que un presidente norteamericano senil, FranklÍn D. Roosevelt, subuyagado por la dialéctica de Stalin, entregó media Eruropa en Yalta al imperialismo soviético, y que otro presidente, también senil y en el tramo final de su mandato, como Ronald Reagan, puede hacer lo mismo con la otra media gracias a acuerdos como el que acaba de ser firmado en Washington, que, después de todo, sólo pone en peligro la seguridad del viejo continente y no la de Estados Unidos. Esperemos que cuando, en los próximos meses, la Unión Soviética proponga seguir profundizando en su empeño de desenganchar (decoupling) a Norteamérica de la Europa libre, las democracias occidentales, como pide Lellouche, sepan escoger "entre el tentador pero peligroso mundo de las ilusiones y el mucho más difícil y frustrante mundo de las realidades".

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