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Tribuna
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La pasión de Marguerite Yourcenar

Persiste en su nombre, misterioso, pleno y ascendente, un milagro literario convertido en imaginación histórica: Memorias de Adriano. El hecho, bien excepcional, de que Julio Cortázar tradujera el libro al español revela, dentro del resplandor de la vida, la magnificencia del hallazgo, la inimitable vocación de los encuentros no accidentales.

Recientemente, se sabe, un jurado compuesto por 15 críticos literarios y 15 editores eligió a Marguerite Yourcenar para el Gran Premio del Escritor Europeo del Año. Entre los finalistas, por ejemplo, dos artistas de la literatura contemporánea: Milan Kundera (checo de Kafka) y Leonardo Sciascia, ese manantial italiano.

Tenía 84 años; cruzaba su cara el tiempo irredimible: montes y grietas que la sal y la tierra coronan de ventiscas. Cara labrada que despierta en los, ojos grises-azulados de la nieve. Alta, blanca, la cabeza erguida y pesada.Fue la primera mujer -aunque no nació en Francia- que fue elegida por vez primera, me permito insistir, como miembro de la Academia Francesa. Desde que Richelieu creó, en 1635, esa famosa institución, ninguna escritora había sido nombrada para uno de sus sitiales.

Era aquel día una jornada helada -el 22 de enero de 1981-, y cuando ella comenzó a hablar, el alto, largo, seco presidente de la República -hablo de Valéry Giscard d'Estaing- cruzó sus vacías manos y miró, admirado, a la mujer redonda y pausada que, aparentemente sin ironía, comenzaba su discurso: "Comienzo por agradecerles que, honneure sans précédent, me hayan acogido entre ustedes...".Marguerite Yourcenar nació en Bruselas, en Bélgica, el 9 de junio de 1903. El padre era francés; la madre, valona. No es inútil decirlo. Conviene subrayar lo que dice en Los ojos abiertos: "Yo estoy contra todo particularismo de país, de religión y de especie. No contéis conmigo tampoco para cualquier particularismo de sexo...".

Hija del norte europeo. Pertenecía por parte de padre, madre y cruces a una vieja familia con siglos en los miradores helados. Le pusieron nombres de dulces vírgenes, y también de reinas y de damas con espada y enigmas de collares. Por ejemplo, Antoinette, Jeanne (¿no hubo una Juana de Arco? ¿No hubo una Antonieta que vivió las vísperas de la revolución?), María y Ghislaine. Su apellido -aunque Yourcenar ocupe un espacio deslumbrante en la literatura- era Crayencour.Hija de ricos. El padre, hijo del siglo XIX, ponía en su ficha sociológica -antes de que la burguesía emprendedora inventara las mutaciones modernas- esta palabra que la antropología inyecta de potencia y anacronismo: propiétaire. No era un parásito. Educación perfecta, libre, sonriente. Alto, de magnífico porte, su barba enmarcaba un rostro blanco y angulado. Fue más curioso que retador; más ávido de ironía que de lastimar al prójimo. Se llamaba Michel de Crayencour.

La madre ¿es el misterio, el reproche esquivo de Margarita Yourcenar? Cabe decir, antes de responder, que Fernande-Louise-Marie-Ghislaine de Crayencour murió 10 días después del nacimiento de la hija que tuvo en el bautismo, arriba se ve, tantos nombres preciosos. Pero ella, segura de sí misma, rechazó siempre la pesadumbre, la autocompasión y la responsabilidad. Sus palabras fluyen: "Yo estoy contra la idea de que la pérdida prematura de la madre es siempre un desastre o que un niño privado de la suya tendrá a lo largo de su vida un sentimiento de carencia y de nostalgia de la ausente". Ha leído a Freud por la otra cara. Acaso la exacta. Para ella el mundo es real: "Una mujer buena es idéntica a un hombre bueno; una mujer inteligente es igual que un hombre inteligente". Así, nada más.

Historia

Esta mujer novelista, esta mujer que versifica excepcionalmente, esta mujer que ha escrito ensayos notables y obras de teatro que todavía no han dicho su última palabra, ha poblado de libros notables la literatura de este siglo. Con Archivos del Norte (Archives du Nord) redescubre la historia de las generaciones que la precedieron. Busca e insiste, descubre y acepta. Soltera, solitaria, viviendo en varios países (últimamente en Estados Unidos), atesora el paraíso, es decir, la creación; no la teología. Ha escrito tanto que se olvidan los múltiples títulos. La permanente sensación que nos deja es lo maravilloso.Los que han leído Memorias de Adriano retendrán para siempre, como en mi caso, la sensación de lo absoluto. Sólo pongo enfrente -no confirontados- el libro de Thornton Wilder: Los idus de marzo. También él descubre, inimitablemente, la vida del César. ¿Qué decirles de Adriano?

Sólo acaso esto: que Mémoires d'Adrien es casi inconcebible sin haber leído La couronne et la lyre de la propia Marguerite Yourcenar. Son los poemas que la escritora ha traducido del griego. Su interpretación de los himnos órficos resulta impresionante y luminosa. Sólo al leerlos se comprende la erudición (inconsciente, artística) depositada en la biografía de Adriano.Mi mujer se ha aprendido de memoria, arrebatada, uno de los saturnales traducidos al francés por la rubia señora del Norte. Me permito, como regalo, trasladar su versión (entre el III y el IV siglo antes de Cristo) al español: "Escuchadme y miradme, porque yo soy Dios. / El océano es mi vientre, y mis huesos son la tierra. / Mi cráneo es el cielo y el vibrante éter. / Mi oído y mi ojo son el sol en fuego".

Personaje del Norte -cumbres de cristales, culturas desveladas, fuegos en las heridas noches-, Marguerite Yourcenar, donde deposita la dorada palabra, siembra, de paso, queriéndolo, el pensamiento.Uno de sus biógrafos, quizá para no asustar a los lectores, dice: "No hay que confundirla con Voltaire, Montesquieu, Sartre o Camus". Así, no más. Yo creo que sí puede confundírsela con ellos y a la vez sentirla en otra parte, en otro espacio incandescente y remoto de la imaginación creadora. Es dura. No cede fácilmente, sin embargo, al hechizo: no se fuga hacia adelante. Espera, inmóvil, y dice de repente: "Aquellos a los que todo falta se apoyan en Dios, y es en ese momento cuando Dios les falta también". ¿Qué decir? Ella, entre Jesús y Buda, anhela siempre. Al emperador Adriano le obliga a la voluntaria constatación de la impotencia: "Mi vida había vuelto al orden, pero no así el imperio... Traté de infundir a aquellas negociaciones el ardor que otros reservan para el campo de batalla; forcé la paz...". Si pudiera enviaría esas palabras, con Memorias de Adriano, a Reagan y Gorbachov, que no pueden hablar sin propagar propagandas. Humanista, podría decir, como Heráclito, aquellas palabras pasmosas: "El hombre es un fuego que se enciende y se apaga en la noche".

Su bibliografía es asombrosa. Es cierto que en español Memorias de Adriano (sobre todo por la portentosa traducción de Cortázar) ocupa el primer plano del aire resplandeciente que acude, como las mariposas de la India, a sus palabras. No obstante, La caída de las máscaras, El misterio de Alcestes, Archivos del Norte, Alexis o el tratado del vano combate, El golpe de gracia y múltiples etcéteras nos permiten identificar una escritora singular y especial. Uno de sus personajes en Le coup de gráce, medio loco, es un decir, pasaba su vida "leyendo los evangelios búdicos y los poemas de Rabindranath Tagore". ¿Quién propondría otra actividad?Algo hay de ella, persistente y hermoso, en ese retrato de ciegos lúcidos. Comentando una frase hermosa de Flaubert, Marguerite Yourcenar señalará algo revelador con lo cual termino: "Una gran parte de mi vida se ha pasado ensayando definir, y después pintar, al hombre solo que, sin embargo, está vinculado a todo": cet homme seul. Esta mujer solitaria; resplandeciente.

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