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Teatro político

De Gaulle aparecía tras un telón de terciopelo rojo en sus conferencias de prensa. Solemne, seco, serio. Los periodistas necesitaban una acreditación especial para estos acontecimientos del Elíseo, que se advertían con anticipación. A veces, antes de concederla, aparecía en la casa del aspirante a interlocutor un policía suave y tranquilo, que iba a hacer "dos o tres preguntas de rutina", decía; pero algunos sentían esa visita como una advertencia. Las preguntas había que enviarlas con anticipación, y no todas se respondían, sino sólo las que se seleccionaban. Alguien con un micrófono se acercaba al interpelador -sala en penumbra, escenario iluminado-, que debía limitarse a lo que previamente había escrito: si iba por otro camino, el propio presidenle le regañaba desde su doble altura -la de su figura, la del testrado-; muchas veces respondía también con altanería Das preguntas previstas, burlánolose del periodista. Siempre eno,ontraba un eco cómplice en las risas de otros periodistas, que quizá así demostraban su superioridad. De Gaulle hablaba con un lenguaje académico; a veces introducía vocablos que los mismos franceses tenían que buscar en los diccionarios.Esta profesión va educando a sus hijos hacia un escepticismo lejano y frío: un distanciamiento. Al cabo de años de ver la vida desde el envés de la trama y de ir mbiendo los fondos oscuros que Igitan una superficie brillante, -le ver incumplidas las promesas grandiosas y la historia deslizarse hacia un aburrimiento inevitable en el que todo se repite -las mismas palabras, los mismos gestos, las mismas indulgencias, las mismas exaltaciones: a lo largo de la vida, tantos y tantos amaneceres de una era nueva que se hunden en el atardecer, en el declinar y caer, dejándolo todo igual o peor que antes-, se termina asumiendo un papel de espectador y una probablemente errónea manera de verlo todo como teatro y al gran hombre como actor. Aparece entonces un interés por lo que parece externo.

El presidente Felipe González apareció el miércoles en televisión con su compañera de diálogo Victoria Prego como lo que parece ya una pareja establecida: los dos se despidieron hasta dentro de ocho o diez semanas, para una nueva representación, como en el Punch and Judy de los ingleses. El presidente muestra ahora los necesarios signos de que el tiempo ha pasado por él con más velocidad que sobre otros: cinco años han dado arrugas y canas, cierta flojera en las mejillas y en la sotabarba: es la maduración de la responsabilidad. El espectador lo percibe como un cierto dolor, incluso como una culpabilidad: está sufriendo por nosotros. Pero no ha perdido el mordiente de la impaciencia; incluso tiene más. Entonces escuchaba con más atención -saber atender es una faceta muy dificil en el teatro-, y ahora rompe las preguntas a la mitad, se adelanta al final, quiere decir su propio texto, que se sabe muy bien (por sopas, se dice en la jerga interna del teatro). La compañera es, sin embargo, insistente; repite después de la interrupción, hace un recorrido hacia atrás, recalca lo que le parece importante: debemos saber que está hablando, también, para nosotros.

Lo que parece desprenderse de las respuestas del presidente es que se le está preguntando siempre lo obvio. Deplora una y otra vez que no le comprendan cuando habla, que lo que a él le parece claro otros lo quieran oscurecer. Lo que al espectador un poco desprendido del fondo de la cuestión -porque, en efecto, casi todo se ha repetido ya, y es un hábito que no se diga nada nuevo- le interesa es este mismo latiguíllo: el de alguien que lo tiene todo muy seguro dentro de sí mismo, de forma que cualquier opinión diferente no puede ser porque se tenga otro punto de vista, sino porque no se quiere aceptar la verdad. El "mire usted" que le acompaña hasta en las Cortes es muy expresivo: no se trata ya de que se le oiga, sino de que se mire, de que se vea la realidad que él está viendo y tiene la conciencia de que él no es un visionario. Basta con mirar y ver, y todo deberá aparecer ante nuestros ojos como ante los suyos. Sólo que él lo ha visto primero.

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Algo así sólo lo había visto en Jruschov. De Gaulle daba la impresión ole que los secretos eran suyos, y que conocía un mundo horroroso al que los demás no podíamos ni siquiera asomarnos, so pena de ceguera. Pero Jruschov era otro pesonaje en posesión de la verdad. Cuando hablaba en territorio hostil -en Occidente, en París o en Washington-, era un divertido payaso -la tremenda razón del augusto de circo, o del campesino que fue: payaso, al fin, es el hombre que trabaja con la paja- que de pronto podía transformarse en gallo de pelea. Una vez le vi enfrentarse a un periodista americano de Hearst que le preguntaba por la libertad de prensa en la Unión Soviética; Jruschov le describió el daño histórico de su empresa en el mundo -lo cual es cierto, y los españoles podemos recordar la guerra de Cuba-, y la propia sumisión que ese menguado periodista debía mostrar a sus patronos: echaba lumbre. Eisenhower tenía una jovialidad infantil y unos consejeros a su espalda que le soplaban las respuestas adecuadas. Aun así, trasparecía su candidez, que se pudo ver teftida del rojo de la vergüenza cuando se le descubrió un caso de espionaje ilegal sobre la URSS -el del avión V-2 que fue derribado en territorio soviético y cuyo piloto confesó toda la verdad- y no sabía cómo explicarlo. A Churchill sólo le: he visto en los Comunes; perezoso, bostezando y estirándose como uno de esos animales que se tuestan al sol haciendo como que no miran a su presa hasta que se lanzan ágilmente adevorarla: "Señor Speaker, he oído a nuestro joven y honorable colega con gran placer, me recordaba a su padre cuando en esta misma cámara repetía las inismas bobadas. En el Partido Laborista pasan las generaciones, pero no los modos de pensar y de expresarse...". Recuerdo así sus palabras, pero no tengo la menor memoria de lo que se debatía; porque: el espectáculo, el sonido de la voz -entonces en los Comunes había un sistema de altavoces pequeños y bien distribuidos que daba la sensación de que se hablaba al lado de cada uno-, la curiosa agilidad del corpachón -como un Charles Laughton haciendo de abogado defensor en una película con trampa- podía decir más de su personalidad, del conservadurismo británico, de la situación especial del Reino Unido en aquel momento, que la mera cuestión que se debatía. Reagan, actor profesional, está siendo, a pesar de todo, el retrato de su época; desde el guerrero feliz de sus primeros momentos hasta el huésped inoportuno de la Casa Blanca en que se ha convertido ahora, defendiendo mal y sin convicción los últimos penosos asuntos de. su fin de era.

La representación de Felipe González es vehemente y cerrada. Viéndole en la pantalla del salón Iparece de verdad un incomprendido. La retórica política con que se pronuncia sobre algunas cuestiones es una cuestión aparte, a condición de que uno no se compadezca de él y no caiga en su actuación, de que uno no piense: "Pobre señor, se queja de que nadie le hace caso, de que no se entienden sus palabras, qué razón tiene...". Muchos políticos han tenido votos de compasión: la vejez de De Gaulle y su vieja leyenda era la de un veterano que tiene que volver al frente, cansado y con las heridas doliéndole. El infantilismo, de Eisenhower y el de Churchill inspiraban deseos de protegerles, de ayudarles. Jruschov se apoyaba siempre en la incomprensión que despertaba la Unión Soviética, acusada siempre de ser la mala de esta historia, después de haberse sacrificado por salvar a Occidente del nazismo, y hasta después de haber tenido que sufrir a Stalin. Hay que tener cuidado con la comprensión. Pero, de todos modos, en algo hay que apoyarse para votar. Hay que tener, por lo menos, una buena razón. La de ser compasivos está entre las buenas.

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