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El vuelo de la grulla

Todos los reyes y muchos presidentes actuales cumplen una función sacra que se sobrepone al individuo que la encarna. Esto es más cierto todavía cuando se es descendiente de Amaterasu, diosa del Sol, como es el caso de Hirohito, emperador de Japón. Esta situación ha hecho difícil la relación de Hirohito el hombre con Hirohito el emperador, y muy polémico su papel en la historia reciente de su país.

Para nosotros, occidentales, es Hirohito, aquel anciano discreto con aspecto de dependiente leal que desde hace 40 años alterna los deberes del monarca constitucional con el apasionado estudio de los crustáceos de la bahía de Sagami. Los japoneses, en cambio, lo conocen como "el emperador actual" o "su majestad". Lo recordarán como "Showa", es decir, aproximadamente, "Paz iluminada", nombre dado con optimismo trivial a la era que comenzó cuando en 1926 ascendió al trono.En otras palabras, nosotros vemos al hombre y nos interesamos por sus características y actividades; los japoneses piensan más en la máscara, sin preocuparse demasiado por quién la lleve. Desdoblado así, Hirohito, el hombre, se ha visto a la vez privilegiado y aplastado por una institución que lo convirtió en dios, pero lo privó de buena parte de su individualidad.

Desde luego que su destino dista de ser único. Todos los reyes y muchos presidentes cumplen una función sacra y es normal que se produzca un conflicto entre la persona elevada así y su papel: la monarquía es siempre una abstracción desdeñosa del individuo condenado a encarnarla, a ser símbolo viviente de algo necesariamente indefinible. Pero en el caso de Hirohito el conflicto ha sido notablemente duro. No es lo mismo ser descendiente directo de Amaterasu, diosa del Sol, que ocupar un trono cualquiera.

Además, en Japón el culto del individuo nunca ha echado raíces. No extraña, pues, que haya sido difícil la relación de Hirohito el hombre con Hirohito el emperador, ni que el tema de su papel en la asombrosa historia reciente de su patria haya enfrentado a quienes lo creen un conspirador maquiavélico decidido a conquistar el mundo contra los que insisten en que su papel ha sido meramente pasivo.

En realidad, las muchas preguntas suscitadas por su trayectoria, para algunos fabulosamente espectacular, para otros la de una pobre sombra, se reducen a una: de haber sido Hirohito un hombre más resuelto, ¿habría sido distinta la historia de estos últimos 60 años? ¿De haber sido más fuerte el Hirohito que creemos conocer, pudo haber impedido la invasión de China, la guerra del Pacífico, la hecatombe de Hiroshima y Nagasaki?

El historiador norteamericano David Bergamini escribió mil páginas con miras a demostrar que Hirohito fue el gran responsable de la aventura imperial, pero si bien los datos desplegados son fidedignos, pocos aceptan su interpretación.

Semidioses

Es que en Japón los emperadores siempre han reinado pero, con la única y parcial excepción de Meiji (nacido Mutsuhito, el abuelo de Hirohito), nunca han gobernado. Cuando Go Daigo trató, allá en 1333, de apoderarse del Gobierno, sólo logró provocar un cisma que duraría dos generaciones. Venerados como semidioses, los emperadores han sido a menudo despreciados como personas y quienes los han tratado con más desdén han sido los monárquicos más fanatizados.

Para ellos -y para el país en su conjunto- el emperador ha sido tradicionalmente un tótem tal cual un fragmento de la verdadera cruz o la espada de algún que otro héroe mítico. Bastaba con poseerlo para poder aprovecharse de sus emanaciones supernaturales.

Así, pues, aunque el destino formal de Hirohito ha sido el del protagonista de una epopeya increíble, es imposible estimar su contribución personal. Ha sido más que la del actor que interpreta el papel de Moisés o Napoleón, pero Hirohito no fue capitán de los ejércitos imperiales que invadieron China y lucharon contra Estados Unidos y el Reino Unido ni arquitecto del Japón de posguerra: de lo contrario, merecería un lugar al lado de Tamerlán y Bismarck.

Hirohito es un hombre tímido, incluso opaco, inteligente sin ser brillante, y siempre propenso a dudas hamletianas. De no haber nacido en la familia imperial, hubiera probablemente terminado sus días como profesor provinciano, autor de monografías respetables.

Sin embargo, en las muy escasas ocasiones en que las circunstancias lo obligaron a tomar decisiones importantes, prestó su prestigio a la causa más prudente. El 9 de agosto de 1945 -Hiroshima y Nagasaki ya estaban en ruinas- optó por tolerar lo intolerable y aceptar la derrota. Seis días más tarde los japoneses escucharon por primera vez la voz de la grulla informándoles, en lenguaje arcaico, que la guerra había evolucionado "de manera no necesariamente ventajosa" para Japón, y que por tanto tendrían que deponer sus armas.

Esta intervención tan curiosa señaló el nacimiento de un nuevo Hirohito. Cuando el país era imperialista, Hirohito lo era también, y millones murieron por el emperador, que consideraban divino. Destruido el sueño imperial, Hirohito se dedicó a cumplir el papel del monarca constitucional bondadoso y pacífico, lo cual enfureció al novelista Yukio Mishima, que, en Eirei no koe (Voces de los muertos heroicos), lo criticó por haber renunciado a sus atributos divinos. Huelga decir que el concepto japonés de divinidad tuvo -y tiene- poco que ver con el de monoteístas cristianos, tales como el general Douglas MacArthur.

En una tierra en que lo divino impregna rocas, árboles, el viento y la luna, es lógico que los humanos también participen de la esencia. No sería correcto considerar idéntico el uso japonés de palabras traducidas como "dios" o "divino" al occidental de voces tales como "ídolo" y "estrella", lo cual parecería igualmente insólito a algunos pueblos, pero sería asimismo tomarlo al pie de la letra.

Quizá la ambición más constante de Hirohito ha consistido en conservar la casa real; es por eso que se adoptó con desconcertante flexibilidad a las exigencias planteadas por las circunstancias. Pero aunque se ha conformado con cumplir el papel de "símbolo del Estado y de la unidad del pueblo" tal como dispone la Constitución vigente, redactada por los norteamericanos, nunca ha tratado de ser un ciudadano más.

En parte por su reserva innata y en parte porque la tradición lo convalida, ha optado por cultivar un aire distraído. Su heredero, Akihito, ya cincuentón, es menos esquivo. Se asemeja a un ejecutivo concienzudo; será un jefe de Estado apropiado para un país dominado por una casta comercial y burocrática.

Pero algo persistirá del aura sagrada: el emperador japonés sigue siendo arcipreste de un culto religioso y nacional, y a diferencia del Reino Unido, país en que la reina cumple un papel al parecer similar, el objeto del culto no es un dios universal, sino la nación misma.

¿Es compatible una monarquía de características tan arcaicas -si bien atenuadas- con el Japón superpotencia, líder mundial en tantos campos tecnológicos y dueño de buena parte de las finanzas internacionales?

Algunos creen que no, que la monarquía está destinada a debilitarse hasta convertirse en un vestigio sin importancia. Es posible que ocurra lo contrario.

Corrientes tradicionalistas

La monarquía actual, práctica y desdivinizada, es, en cierta medida, una concesión a Occidente. Pero ahora Japón no tiene motivos para hacer tales concesiones políticas a nadie.

De cobrar fuerza las corrientes nacionalistas, la monarquía reasumiría algunas de sus tradicionales funciones sacramentales. Con todo, Hirohito, dios viviente hasta 1945, no recuperará el status públicamente renunciado. Tiene 86 años y está muy enfermo.

Sea como fuese, la persona del emperador importa mucho menos que la institución como tal. Muerto Hirohito, la grulla seguirá su vuelo y, como siempre, su curso será determinado por la interacción de la clase dominante con el resto del mundo, y no por la voluntad del individuo que Occidente conocerá por su nombre personal y Japón como "el emperador" a secas.

periodista de nacionalidad británica, fue director del Buenos Aires Herald.

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