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Crítica:PINTURA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La recisión del visionario

Alfonso Galván (Madrid, 1945) exhibe una muestra individual en el Museo Español de Arte Contemporáneo con cierto aire de retrospectiva. De hecho, allí se reúnen obras fechadas entre 1975 y 1987, lo cual, para un artista aún joven, significa algo más que esos 12 años exactamente comprendidos: se trata del proceso completo de la afirmación de un estilo. No me entretendría, sin embargo, en estas puntualizaciones si no fuera porque durante todo este período, que abarca uno de los momentos más intensos y cambiantes del panorama artístico español, por no hablar ya de la natural disposición que a cualquier joven creador le impulsa a perseguir las modas, Alfonso Galván se ha mantenido en un sistema de representación prácticamente inalterado.En realidad, si uno compara los óleos y los dibujos de los años setenta con los de la actual década, apenas percibe cambios, hasta el punto que esta supuesta muestra retrospectiva bien podía ser presentada como obra última realizada toda casi a la vez. Así, pues, Alfonso Galván apenas ha cambiado, pero ¿es acaso bueno o malo el cambiar? Personalizando la respuesta, yo diría que hay casos, como el de Galván, en los que se sitúa la obra en un espacio intemporal y, claro, lo lógico es que se evolucione sin cambios aparentes.

Alfonso Galván

Museo Español de Arte Contemporáneo. Avenida de Juan de Herrera, 2. Madrid. Del 10 de noviembre de 1987 al 10 de enero de 1988.

Simbólico

Una explicación fácil y poco convincente de la interporalización de Galván podría ser la de reconocerle como un realista, en el sentido de alguien que se mueve en un sistema de representación y técnicas tradicionales, con lo que estaría de entrada al margen de la actualidad y fuera de los cambios que ésta promueve por naturaleza. Otra, más acertada y profunda, nos llevaría a situar su obra dentro de lo simbólico, como una narración cifrada que refleja experiencias que tratan de exorcizar el paso del tiempo: un conjunto de imágenes que, por una parte, emerge verticalmente de los arquetipos inconscientes más profundos de la memoria prehistórica, mientras que, por otra, trata de convertirse en paradigma moral de todo acontecimiento futuro.Desde esta segunda perspectiva importa poco, desde luego, clasificar a Alfonso Galván dentro de las coordenadas de un realismo fantástico, a tenor de las anécdotas que en él se reflejan. Esas anécdotas y ese realismo fantástico son el fruto de una actitud cuyo espíritu es -me atrevería a decir- premoderno, más próximo al clima alegorizador de la estética medieval o del mundo oriental; en cualquier caso, más cerca de posturas artísticas positivamente excéntricas respecto a lo que el arte moderno ha significado históricamente.

Una afirmación artística de esta naturaleza no se hace sin contradicciones y violencias, y sobre todo sin un fuerte poso melancólico. Y allí es donde cobra un mayor atractivo y produce una mayor inquietud su pintura, al que, sin miedo a la extrapolación, asociaría con el mundo de, por ejemplo, el cineasta ruso, fallecido no hace mucho, A. Tarkovski, que se consideraba heredero de la tradición mística de la Iglesia ortodoxa. Los paisajes abisales, silenciosos escenarios de ritos sacrificiales, repiten el lamento inconsolado de la naturaleza herida, hombre y animal. Ícaro cayendo de los cielos y Ahab desnudo, crucificado por los cabos de sus propios arpones en la inmensa extensión blanca de Moby Dick son, en última instancia, las alegorizaciones que se permite Galván sobre el destino moderno. ¿Realista? Pero ¿se puede sustraer a la maniaca descripción del pormenor quien ha avistado tan fantásticas quimeras? Galván posee la precisión del visionario.

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