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El país de las 11 lenguas

Recomendar la lectura de una obra de ficción no tiene nada de fácil, ya que tanto como la obra recomendada cuenta la personalidad de su eventual lector. Por inteligente y cultivado que sea ese lector, atreverse a sugerirle Proust o Faulkner, por ejemplo, o, entre nosotros, una obra de Juan Benet, es arriesgarse a que, tras varios infructuosos intentos de lectura, termine maldiciéndonos. En el campo de la ficción no existe lo que se entiende por obras de lectura obligada. Ese concepto, más idóneo aplicado a obras que no son de ficción, me resulta antipático, pero, si lo que con él se quiere es destacar la actualidad o relevancia de determinada obra, resulta práctico. Y, en este sentido, no dudo en aplicárselo a El español y las lenguas de España, de Gregorio Salvador. De lectura obligada, como mínimo, en la España de hoy, para políticos, gente dedicada a actividades docentes y gente que, como escritores y periodistas, utiliza el idioma en su trabajo a modo de materia prima.Gregorio Salvador, por otra parte, ha sabido compaginar rigor científico con amenidad, y su argumentación arranca con frecuencia del dato concreto de la anécdota cotidiana. Así, la clave del título: El Español y las lenguas de España. ¿A qué responde esa toma de posición respecto a la vieja controversia entre los que llaman español a nuestro idioma y los que lo llaman castellano? En última instancia, a la frase tan espontánea como reveladora de un español de Canarias: ellos, los canarios, puntualiza, hablan español, no castellano, porque el castellano no lo saben pronunciar. Es decir: el mismo idioma que se habla en Argentina, Ecuador o México, sin que, pese a la diversidad de acentos, haya el menor problema de comunicación entre quienes lo hablan. Un idioma que, sin embargo, no es posible identificar fonéticamente con el que se habla en Castilla, tan distinto a todos ellos como ellos lo son entre sí. Diversidades que son las propias del idioma simplex que es el español, como también el inglés, en contraposición a los idiomas complex, como el chino o el hindi, que más que idiomas son familias de idiomas. Este hecho -que sea simplex en lugar de complex- convierte al español en el segundo idioma del mundo -275 millones, según las cuentas de Gregorio Salvador-, sólo superado por el inglés, aunque con una tendencia de crecimiento en flecha muy superior al de éste, susceptible de situarlo en primera posición a la vuelta de unas décadas. Téngase presente que hacia 1810, época de la independencia de las antiguas colonias hispanoamericanas, el número de hispanohablantes se reducía a tres millones. La segunda peculiaridad del español después de la amplitud de su expansión, es la de la cohesión mantenida. El mantenimiento de esa unidad lingüística, el hecho de que un burgalés y un gaditano, al igual que un hombre del Altiplano o del Caribe, hablen el mismo idioma, el español, lo atribuye Salvador al papel jugado por Sevilla durante el período colonial, verdadero crisol de la variedad de tendencias lingüísticas que, al igual que en la Península, se dan en el continente americano. Así enunciadas, fuera de contexto, algunas de sus conclusiones pueden sonar a triunfalismo y aun a chovinismo. La realidad, no obstante, es que su actitud es muy otra, pragmática además de científica. ¿Que los chicanos abandonan el área lingüística hispana para ser asimilados por el área anglófona? Nada más lógico: dejan un GLM (grupo de lengua materna) importante para ingresar en otro aún más numeroso, una decisión personal que no cabe sino comprender, sobre todo si además conservan el español. De ahí que, en virtud de ese mismo pragmatismo, Gregorio Salvador afile su ironía en presencia del caso inverso, esto es, el de aquel que abandona o dice abandonar el español para integrarse en un área lingüística de menor entidad. Así, por ejemplo, el caso de un gallego conocido suyo que ahora finge hablar mal el español, o el de una importante figura política vasca que en una entrevista para la BBC mezclaba al inglés algo de vascuence -dos lenguas aprendidas-, lapsos muy similares a lo que a veces a mí me sucede con el francés y el inglés. Y es que, como bien destaca Gregorio Salvador, en la España de las autonomías, mientras la defensa de la lengua o presunta lengua autonómica es siempre bien acogida, el simple hecho -no ya la defensa- de señalar la importancia y futuro del español en el mundo no hace sino provocar fruncimientos de ceño.

Lenguas propiamente dichas -no dialectos-, a Gregorio Salvador le salen 11. Es decir: el español y 10 más: gallego, vizcaíno, guipuzcoano, alto navarro septentrional, alto navarro meridional, bajo navarro occidental, bajo navarro oriental, labortano, aranés y catalán. Algunos de ellos son, sin duda, idiomas toscos, primitivos y hasta malsonantes. (¿Existen idiomas objetivamente malsonantes? Los franceses tienen muy claro que así es, tal vez porque no es ese el caso del francés, como tampoco del español o el inglés.) Pero son idiomas, no dialectos. De todos ellos, aparte del español, hay un idioma que, desde el punto de vista lingüístico, no plantea el menor problema, arropado además como está por una importante tradición literaria, por sus diccionarios, por sus estrictas normas gramaticales. Me refiero, claro está, al catalán. Bien es cierto que de las cuentas de Gregorio Salvador no resultan los famosos seis millones de catalanohablantes -igual que no salen los 300 millones de hispanohablantes-, pero eso es lo de menos, teniendo en cuenta además que, desde que fueron elaborados los datos estadísticos que maneja, el número de personas que hablan y escriben catalán se ha incrementado notablemente. Lo cual no significa que el catalán sea hoy un GLM más extendido que entonces; y es que en el corazón de esa especie de país secreto en el que a veces parece convertirse Cataluña existe la Barcelona secreta, la Barcelona predominantemente hispanohablante, por más que muchos de sus habitantes sepan hablar catalán. Su distribución es no sólo vertical (social), sino también horizontal (geográfica): de Gran Vía para abajo, y a la izquierda y derecha del centro del Ensanche, la población se expresa mayoritariamente en español. Una distribución que suele reflejarse incluso en los colegios electorales, ya que en esos distritos el voto es mayoritariamente socialista. Pero no son consideraciones lingüísticas, sino ya políticas; como político es el principal tipo de problemas con que se tropieza el catalán no sólo frente al español, sino también en su propio seno. La resistencia, por ejemplo, de la mayoría de los valencianos a admitir que su idioma es el catalán, ya que ellos le llaman valenciano, sin que les falten razones históricas, ya que no científicas. Lo mismo que les cuesta a los habitantes de Baleares admitir que sus respectivas lenguas son variantes del catalán, por más que en teoría lo hayan asumido. Tampoco fue de su agrado la descripción del mallorquín que Robert Graves ofreció en su día: una especie de francés pronunciado con una especie de entonación italiana. Una descripción -no una definición- para forasteros que a mí, que apenas entiendo el mallorquín hablado, me parece en cambio bastante ajustada.

Más problemático, desde el punto de vista estrictamente lingüístico, es el panorama que ofrece el gallego, otro idioma complex como el catalán, sólo que, en este caso, en situación de subordinación respecto al portugués. Si en otros tiempos gallego y portugués fueron una misma cosa, el paso de los siglos ha convertido las variedades dialectizadas del gallego en portugués arcaico. La polémica enfrenta ahora a los partidarios de normalizarlo a base de aproximarlo al portugués -que parece lo más lógico- y a los partidarios de preservar el gallego a partir de dichas variedades locales, de proceder a una simple unificación de dialectos. Producto probable de tal tendencia ha sido la curiosa iniciativa de traducir a Rosalía de Castro al gallego actual, a un gallego debidamente normalizado. En cierto modo, el verdadero problema del gallego es el opuesto al del euskera batua, el vascuence que se enseña en las ikastolas: si la comprensión del gallego está al alcance de cualquier español no gallego, el euskera batua no lo entiende la mayor parte de los propios vascos que no hayan aprendido esa especie de esperanto de los idiomas hablados en las diversas áreas históricamente vascuences, que es lo que se enseña en las ikastolas a los euskaldunberris o nuevos hablantes de vasco. Un idioma de laboratorio, equivalente al gallego de laboratorio, que se enseña a quienes antaño hablaban alguno de los siete idiomas vascos -no dialectos, que son 25-, así como a quienes nunca lo han hablado -o, al menos, no hay constancia histórica de que lo hayan hecho-, sea en la provincia de Álava, sea en la orilla occidental del Nervión, es decir, siguiendo esa orilla desde Santurce a Bilbao que pregona una popular canción. Al parecer, existía aún un octavo idioma vasco registrado por los lingüistas, pero su última representante murió en fecha relativamente reciente.Escéptico respecto al futuro de esos idiomas de laboratorio, Gregorio Salvador se muestra en cambio decididamente severo respecto a quienes incurren en lo que él denomina deslealtad lingüística; es decir, hacia aquellos que, perteneciendo al GLM español, pretenden elevar a la categoría de lengua el dialecto comarcal -bable, panocho, etcétera-, cuando no acentuar hasta tal punto los giros y particularidades fonéticas del habla coloquial que, mediante absurdas transcripciones ortográficas, se pueda pretender que, más que español, es ya otra lengua. Tal es el caso del aragonés y, sobre todo, del andaluz, ante cuyas fantasías, Gregorio Salvador, que es granadino, se muestra especialmente sensible. A su ejemplo contrapone el de los sefarditas, que, a los casi cinco siglos de su brutal expulsión de España, conservan el español de sus antepasados, obstinadamente cultivado dondequiera que hayan vivido, un caso verdaderamente único en la historia del pueblo judío; una lealtad que, a la vuelta de los años, se ha convertido en una ventaja tanto para ellos como para la lengua española. Pero, ¿y quienes en ese buen momento del español parecen navegar contra corriente no tanto en Hispanoamérica como en la península? Ya sé: todo el mundo tiene derecho o, si se prefiere, es libre de preservar sus ilusiones; que el gallego es una lengua normal, que el vasco se saldrá del laboratorio, que el bable es una lengua, que todos ellos tienen futuro. Pero construir el futuro sobre esa ilusión es un error cuyo precio recaerá, en primer término, sobre el futuro del que lo cometa. Pierde más el que a más renuncia.

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