El compromiso con la libertad
En 1960 o 1961, recién conquistada la libertad al precio del exilio, recuerdo haber visto en un cineclub de Colonia un documental sobre el famoso Congreso de Valencia. Escritores y combatientes subían a la tribuna para cantar el coraje del pueblo español en su lucha por la libertad y la justícia, y lo hacían con tal grandilocuencia y patetismo, sobre un fondo de canciones revolucionarias, que consiguieron hacerme saltar las lágrimas. Entonces no dudábamos que el enemigo principal era el régimen de Franco.Años después, al devorar las memorias de Azaña, tan lúcidamente escépticas, hasta cuando la lucidez linda con la traición, me encontré con un juicio enconado -"el congreso no ha valido nada. Ha venido poca gente y poquísima de renombre. La aportación española no ha sido más lucida"- escrito por la persona que de ningún modo debía haber faltado y que no fue invitado, o lo fue demasiado tardé, o de manera inadecuada.
No pretendo restablecer la verdad histórica, diluyendo el nimbo que rodea a eventos y figuras de la España republicana. Mientras Franco basó su poder en la victoria, los que nos identificábamos con la España derrotada no admitíamos que se la criticase. Terminada la guerra civil con la muerte del dictador, importa ir recuperando una visión más imparcial de la década trágica de los años treinta.
La izquierda precisa reconstruir con algún rigor el pasado si quiere hacerse cargo del presente y contribuir a diseñar el futuro. El manifiesto que convoca a Valencia medio siglo más tarde nos invita a "una reflexión crítica" sobre el papel, del intelectual, y en especial sobre "la exacta naturaleza de su compromiso".Nada parecería más propio del oficio que intentar por una vez observarse críticamente.El programa propuesto de revisión crítica despertó la mayor desconfianza, interesada en aquellos círculos que legitiman al poder revolucionario establecido recurriendo a los viejos mitos; explicable en los que comprobaron enseguida que el espíritu crítico se aplicaba al pasado, pero en mucha menor medida al presente. Al final resultó insufrible que se denunciasen las mentiras de la España republicana de 1937 sin a la vez poner en la picota las que sostienen al régimen actual.
Antes de salir de viaje había llegado hasta Berlín el rumor de que se había organizado el segundo congreso con el fin exclusivo de condenar al intelectual de izquierda comprometido con la lucha de los pueblos. Desde las primeras horas, en Valencia me llegó por distintos conductos un mismo mensaje. Había que estar preparados; la cosa podía degenerar en "un congreso de intelectuales no antifascistas, sino anticastristas".
Pese a estar dispuesto a resistir la manipulación de los ausentes, los malos agüeros terminaron por confirmarse. En algún momento, el congreso pareció efectivamente un arreglo de cuentas de antiguos estalinistas con su pasado. Puedo comprender -de ningún modo justificar- que se hubiera sido estalinista en 1937, pero me resulta de todo punto inexplicable que se continuase siéndolo a comienzos de los sesenta. Uno hubiera agradecido algunas pistas al respecto. En vez de ello, es cuchamos en boca de uno de sus más conspicuos represen tantes un alegato contra los in telectuales críticos -lamentablemente, no muy abundantes en la España de nuestros días-, a los que calificó de "guerrilleros" que amenazan con su comportamiento desencadenar de nuevo los demonios de la guerra civil. De este mismo estilo malhadado, Jorge Semprún dio un tristísimo ejemplo en un artículo publica do en este periódico justo al terminar el congreso. El 15 de diciembre de 1936, Julien Green, después de haber visitado a su amigo André Gide, anota en su diario: "Me felicita por no haber querido de ningún modo elegir entre el comunismo y el fascismo, puesto que -me dice Gíde, con una voz un poco triste- es la misma cosa". Mencionar esta similitud en el congreso de 1937 hubiera sido imposible, 50 años más tarde, el hacerlo es demasiado manido.
Cada generación ha tenido que hacer su arreglo de cuentas con el, fascismo y con el estalinismo, que, lejos de pertenecer a un pasado ya vencido, siguen marcando el momento actual. Hay un fascismo latente en el fondo de la sociedad capitalista que aflora en cuando aflojamos la guardia o se agrava la crisis, y un estalinismo, con su espíritu dogmático, crueldad represiva y burocratismo, que subyace en los movimientos revolucionarios allí donde, como en América Latina, todavía están vivos.
De la historia trágica de este siglo debiéramos al menos haber aprendido que los derechos y libertades fundamentales de la persona no son negociables a cambio de salvar el orden social establecido o de conseguir uno nuevo que garantice la mayor felicidad en el futuro. Sobre los peligros del estalinismo en el pasado y en el presente se habló ampliamente en Valencia; sobre los peligros del fascismo, pasado y presente, apenas nada. Este desequilibrio enturbió el congreso, a la vez que prestó visos de verosimilitud a las críticas estalinistas ya elaboradas y difundidas desde antes que se inaugurase.
Suelo estar con los exiliados y disidentes de los distintos regímenes políticos, y he llegado a pensar que ésta sería la actitud propia, del intelectual.. En Valencia aprendí lo mal informado que estaba al respecto. Hice un comentario crítico sobre el régimen de Ceaucescu a una persona que pasaba por un intelectual rumano, y huyó de mí como de la peste. Una cosa es el discurso abstracto de la libertad crítica., en el que coincidimos todos, hasta el señor ministro
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El copmpromiso con la libertad
Viene de la página anterioren el acto de clausura, y otra muy diferente es ponerlo en práctica respecto al Gobierno que nos haya tocado en suerte. Desde el poder se nos dice que nuestra obligación es criticar, pero cualquier crítica que hagamos se considera injusta o inoportuna y nos pasan la factura. Rara vez he visto a tanta gente arropada con el manto de la crítica entre la que se notase tan poco el ejercicio arriesgado de la libertad.
Los dos congresos de Valencia se parecen en el nivel de sus intervenciones -de estos encuentros no cabe esperar gran cosa-, que no impide una muy considerable repercusión social; también se asemejan por una misma sospecha de manipulación, que comprobaremos con medio siglo de retraso. Varias y muy significativas son, sin embargo, las diferencias. Para terminar quiero señalar una que me parece esencial: en 1937, el intelectual había llegado a la cima de su poder y de su prestigio; en 1987, en cambio, se encuentra en su punto más bajo, y a nadie extraña que se hable incluso de su pronta desaparición.
El intelectual surge como creador y transmisor de opinión pública, arma eficaz que emplea la burguesía en su lucha contra el antiguo régimen. Al hacerse la burguesía con el poder, el intelectual se independiza a la búsqueda de una nueva clase revolucionaria. En 1937, al final de este proceso, los intelectuales en la cúspide de su prestigio se sienten portadores de verdades eternas o de verdades históricas indiscutibles, que ponen al servicio de los pueblos. El intelectual fascista y el intelectual comunista se sienten comprometidos con una ética y con una ideología, convencidos de su sacrosanta misión.
Cincuenta años más tarde, este tipo de intelectual, con sus rasgos positivos y negativos -no hay que precipitarse en su condena-, parece pertenecer ya definitivamente al pasado. Por un lado, al eclipsarse la razón, el intelectual pierde su discurso universal; por otro, al percibir a la sociedad como una pluralidad de sistemas, de públicos y de lenguajes, sin que quepa encontrar centro alguno que permita ordenarlos, el experto sustituye al intelectual último generalista, preso en el dilema de hablar sin sentido o tener que callarse.
De resultar cierto, no es poco lo que entraña este diagnóstico. Baste decir que sin la opinión pública que crean y transmiten los intelectuales, la libertad, como categoría política, pierde todo sentido, así como sin un trasfondo de universalidad se evapora la noción de persona como libertad. La posible desaparición del último comprometido con la libertad no parece noticia demasiado halagüeña.
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