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Mozart y Hugo Sánchez

El genio se produce gracias a una extraña conspiración de la naturaleza contra su propio poder de destrucción. El artista que lo es a través de su constancia, de su esfuerzo espectacular y de su trabajo nunca llega a saber del genio más que las vagas noticias que le llegan por referencias históricas. Todo el mundo conoce, merced a Amadeus, la historia de amor y celos de Mozart y Salieri. A Mozart la música le brotaba de su misma respiración; Salieri hacía de la música su ritual de profesión. Uno era un genio cuya inspiración podía producirse igualmente y con idéntico resultado en una capilla religiosa o en la hecatombe orgiástica de un burdel. Salieri era un trabajador completo de la sintaxis musical, un maestro de la constancia, un superdotado del esfuerzo. La distinción entre Mozart y Salieri es la misma que la del genio y la del que quiere llegar a serlo a través de las sentinas irreflexivas de la inspiración.Pero el genio no es regular; el trabajador, con su constancia a cuestas, lo consigue casi siempre: en su regularidad está su fuerza, en su perfección de estilo su consecuencia de aplauso. El genio sólo alcanza a saber que lo es cuando han pasado ya las brumas de la creación, cuando ha quedado atrás la gloria de lo extraordinariamente logrado y cuando, por fin, todo es memoria en su vida, todo es recuerdo de un ayer en el que la vibración de la vida poseía el misterio total de lo increíble. El trabajador, como el atleta completo, sabe cuándo y cómo, de qué manera y en qué momento hay que ejecutar la faena; lo sabe él y lo sabe el público, por eso es fácil seguirle la pista e interpretarlo. Al genio no se le pueden pedir huellas firmes, señas de identidad que se repitan en cada tarde de gloria. Todo lo contrario: de 15 resoluciones que tiene el problema, Emilio Butragueño viene a escoger la que aún no tiene codificación futbolística. De ahí su alma espectacular, y la interpretación que hace de cada paso de su vida, dentro y fuera de un campo de fútbol. Hugo Sánchez, al fin y al cabo, es como Salieri: la perfección en la pirueta, la exhibición correcta del atleta a la hora de lanzar una falta al borde del área contraria, la intuición que el público espera en cada momento de él: si el problema tiene 15 soluciones, Hugo Sánchez escogerá, sin dudarlo, una de esas 15 solvencias que, por lo demás, ya usó antes de entonces.

En poco tiempo, Emilio Butragueño se ha convertido en el alma blanca del Real Madrid. Cuando Butragueño hace correr su ángel en la superficie verde del césped de un campo de fútbol, el Real Madrid, con Salieri a la cabeza, desarrolla el mejor fútbol del universo, la música callada de un toreo extraordinario, haciendo que el miedo escénico se transforme en categoría filosófica a lo ancho y largo de 90 minutos de juego. El atleta que hay en Salieri yerra poco a la hora de interpretar su propia música; el genio que hay en Butragueño puede pasar desapercibido tardes enteras, pero no por eso dejará de ser el genio en el momento en que, arrancando desde la esquina más imposible del aire, pise el cielo con la velocidad de un cuerpo etéreo, incapaz de ser frenado si no es saltándose a la torera el reglamento más elemental del juego. Tras la falta, ahí está Salieri: serio, comedido, pensativo, pensando para sí mismo cuál de las 15 soluciones del problema no conoce el miedo del portero en ese momento. Las más de las veces, la interpretación de Salieri no tiene fallos. El aplauso, tras el gol, premia la labor de un maestro consumado cuya profesionalidad y fútbol fácil nadie puede poner en duda desde la grada o desde la crítica. Pero luego viene el silencio tras la música, el vacío de Salieri al ver cómo vibra la gente ante cualquier pieza de Amadeus, al comprobar que el alma se le quiere meter dentro de ese ángel rubio que le roba la gloria con una simple carrera contra la ley de gravedad.

Los vuelos del Buitre sobre el borde del área o dentro de ella llevan el marchamo y el sabor de la música del genio. El público lo sabe; y el que todavía no lo sabe, lo intuye. Dicen ahora que Mozart quiere tocar su música en el centro del Bernabéu como antaño la tocó Didí: sopesando los pros y los contras, matizando el esfuerzo de juego, domesticando su soberbia con la palabra y el tacto exactos. Dicen que una mala racha no dura 100 días y que Butragueño ha hecho una campaña algo más que mediocre. Las noches de vino y rosas de Mozart, ¿no fueron acaso el preludio, en plena juventud, de sus mejores composiciones?

País extraño España, madrastra exagerada la masa, implacable y equivocada casi siempre en la elección y en la interpretación. País de genios donde los haya heterodoxos, es también España, incluso en su fútbol más reciente, inquisitorial y acusativa. La exégesis que se hace del genio viene siempre a posteriori, a toro pasado, cuando el sufrimiento de la vida surca la irónica mirada del Mozart de turno, nacido para quemarse joven en aras de aquellos dioses que exigen su sacrificio.

En el contexto del fútbol europeo, Butragueño lleva apuntándose a genio sin quererlo a lo largo de tres temporadas. Nadie pone en duda esa extraña calidad que la naturaleza le ha concedido para abrirle una puerta más al campo, para sacarle peras al olmo imposible, para solventar el problema de su fútbol con un toque de fulgor inspiratorio, rápido como una estrella fugaz, real como la vida misma del público que contiene la respiración un instante antes de que el milagro se produzca de la manera que menos esperábamos.

En ese mismo contexto, Hugo Sánchez ha interpretado a la perfección el papel de Salieri, el maestro que vio truncarse su camino de alma por culpa de un ángel que murió joven pero que le robó el poder 3, la gloria de la música de la eternidad. En el caso del delantero mexicano, hay que dejarlo claro en su honor y en su profesionalidad: donde Hugo, siempre queda. Pero mientras la sombra histórica de Salieri es alargada, la eterna frescura del genio atrae cada tarde a las luciérnagas hacia el aplauso y el esplendor en la hierba. Lo demás es silencio, y un hilillo de música de Mozart resbalando desde los cielos cada vez que Emilio Butragueño flota sobre el aire del estadio, sorteando las torres que le hacen dificil el salto imposible del genio, la realidad de un minuto de estética que antes no habíamos visto entre los gladiadores que nacieron para el triunfo, el poder y la gloria musical del deporte del fútbol.

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