Estado de ruido
Han terminado las vacaciones y el último veraneante abandona su reducto de descanso para regresar nuevamente a la tarea diaria. Mientras conduce piensa la buena compra que hizo hace años con el chalé de la sierra, tan mono y tan cerca de Madrid. Y allí pasa el verano entre piscina, siesta, alguna copilla y paseos vespertinos con la señora, observando las vaquitas que en fila se dirigen para ser ordeñadas. ¡Qué tranquilidad!Y ahora aguanta las estridencias y ruidos de Madrid: motores de coches y motos, cláxones, la radio y la tele del vecino, portazos, voces a altas horas de la madrugada...
Y al pueblerino que ve con bendita indiferencia la vida ajetreada de la capital le molesta cuando parte de ésta se traslada hasta el pueblo para continuar con esos malditos ruidos.
Parece que el ruido es intrínseco a la mentalidad urbana; no pueden vivir sin él, y por eso se lo traen consigo cuando salen de la ciudad, como si del canario se tratase.
En Madrid no hay ruidos, se vive en un estado de ruido, y esto forma parte del paisaje irremediablemente. Y como el paisaje moldea el carácter del individuo, he aquí al hombre urbano, ruidoso por antonomasia. No hay remedio.-
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