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En la senda federal

El debate sobre Estado autonómico y federal ha cobrado actualidad en las últimas fechas. El autor de este artículo reflexiona sobre las diferencias entre ambas clases de Estado y la complicada empresa de descentralizar que se propone ahora como una posibilidad. Gumersindo Trujillo Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de la Laguna. Durante cinco años fue Rector de esa Universidad y ha desempeñado también la Presidencia del Consejo Consultivo de la Comunidad Autónoma de Canarias. Ha realizado estudios históricos sobre federalismo.

1. En las últimas semanas ha cobrado repentina actualidad el debate sobre la conveniencia y la oportunidad de hacer del Estado autonómico un Estado federal. Políticos y estudiosos expresan diversos y matizados pareceres en esta seguramente larga confrontación de opiniones, en tanto que el ciudadano pregunta -cuando lo hace- por las razones por las que algo que debió quedar zanjado hace una década inquieta ahora el horizonte de sus preocupaciones institucionales.La respuesta más inmediata habría de darla sin duda el analista político: ¿qué estrategias están en juego? ¿Qué clave permite entender los objetivos que subyacen a las manifestaciones o a los gestos de tal o cual actor político?

No es éste, sin embargo, el terreno en el que pretendemos adentrarnos ahora. Hay un campo más profesionalmente cercano que es aquel en el que, desde los datos normativos e institucionales que conforman el Estado autonómico, puede uno preguntarse, al hilo de la cuestión suscitada, si y hasta qué punto dicho Estado es algo sustancialmente distinto del Estado federal. Pregunta de la que no hay que sorprenderse, puesto que una de las singularidades más típicas de nuestro ordenamiento constitucional- autonómico es precisamente el carácter innominado de la forma de organización territorial del Estado. Lo que no quiere decir -no hay que llevarse a engaño- que nuestro Estado no haya debido acomodar su estructura territorial a lo que la Constitución dice, aunque no lo denomine.

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2. La complicada empresa de descentralizar un Estado secular y crecientemente centralista se afronta en nuestro país como una delicada operación que con una cierta perspectiva histórica podíamos denominar de dos tiempos. En el primero de ellos, representado por el intento republicano de organizar un Estado integral, se perfila un método descentralizador, con el que inicia su andadura una operación transformadora que no puede llevarse a término por conocidas y trágicas razones. El empeño no fue, sin embargo, vano; de él tomó buena nota el constituyente de 1978. En un doble sentido: el método se tiene por válido, aunque perfectible; pero su experiencia, aun cuando corta, es ilustrativa de algunas cosas que no deben hacerse.

SOLUCIÓN DE 1931

En realidad, la solución de 1931 se elaboró teniendo por telón de fondo un permanente forcejeo con el nacionalismo catalán, inducido a aprobar preconstitucionalmente un estatuto que luego sufre recortes en su tramitación parlamentaria. De ello habría de derivar una doble insatisfacción: de los catalanes, que considerarán haber alcanzado una autonomía disminuida; de los adversarios o simplemente reticentes al autonomismo, que pensarán que las Cortes actuaron indebidamente presionadas por Cataluña. De sus insatisfacciones de entonces va a extraer importantes consecuencias el catalanismo contemporáneo y, a través suyo, la vigente Constitución: no es casual que sean precisamente los ponentes constitucionales catalanes -los vascos no estaban representados en la ponencia, aunque sí en la comisión constitucional- quienes mayor protagonismo asumen en la incorporación a aquélla de tres importantes innovaciones, en relación con la de 1931, que perfilan con nitidez la nueva forma territorial del Estado, tan distante, pese a su innegable parentesco, del Estado integral. Nos referimos al nuevo concepto de nación que la actual Constitución incorpora (basado en la explicación de sus componentes nacionalitarios y regionales y el aseguramiento enérgico de la autonomía de los mismos); el procedimiento de elaboración y aprobación de los estatutos de las comunidades autónomas de régimen pleno (con específicos elementos pactistas, de los que derivan importantes consecuencias en relación con las restantes leyes del Estado), y, en fin, la participación atribuida al cuerpo electoral de estas comunidades en materia de reforma de sus estatutos (de funda mentales consecuencias garantistas). Si a todo ello se une la falta de expresa de nominación de la forma de organización territorial del Estado y la dualidad de regímenes de las comunidades autónomas, tendremos a la vista los nuevos materiales desde los que ha de analizarse la naturaleza de dicha forma, análisis que pone de manifiesto la singularidad del Estado autonómico y, al propio tiempo, las sustanciales coincidencias del mismo con las formas organizativas federales.

3. Dicha singularidad proviene de la necesidad de dar solución al complejo problema de articular una concurrencia de poderes de naturaleza política a partir de un poder político único que, en fase constituyente, percibe la necesidad de proceder a organizarse de manera ampliamente descentralizada. No se parte, a diferencia del Estado federal, de unos Estados a integrar en la federación.

PODER COMPARTIDO

El problema aquí es otro, aunque los resultados puedan ser convergentes: se trata de un único Estado urgido a contar con otros sujetos que compartan con él el poder que ha de descentralizarse. La incorporación al mundo jurídico de estos sujetos se afronta -ya se ha insinuado- con el doble expediente de, por un lado, constitucionalizar un concepto de nación que, al explicitar su carácter constitutivamente complejo, permita articular, a partir de sus componentes, las instancias constitucionalmente habilitadas para recibir las cuotas de poder resultantes de su redistribución, y por otro lado, remitir a esas instancias, una vez autoidentificadas mediante el ejercicio de la iniciativa autonómica, el cometido de completar los perfiles de la forma territorial del Estado que, en sus elementos básicos, se regula en la Constitución.

De este modo, la ordenación de dicha forma territorial se integra de un componente constitucional sustraído en sus elementos esenciales al poder ordinario de reforma constitucional y un componente estatutario que actúa sobre alguna de las posibilidades ofrecidas por la Constitución a los sujetos interesados en alcanzar el status autonómico. Comprende el primero de ellos la conceptuación de la nación, ya indicada, como ente complejo integrado por unas formaciones sociales a las que se reconoce como sujetos políticos caracterizados por la inherencia de un derecho a la autonomía; la conformación de ese derecho como una autonomía política a la que corresponde un ordenamiento jurídico propio (que igualmente forma parte del ordenamiento del Estado), y la garantía constitucional reforzada de la existencia de las comunidades autónomas una vez constituidas, del carácter político de su poder y de la inmunidad de su ordenamiento estatutario respecto de eventuales reformas unilateralmente promovidas por el Estado, aspectos todos inmunes al poder ordinario de reforma constitucional. El segundo -el componente estatutario- se concreta en la conocida dualidad básica de regímenes autonómicos, no exenta, como se sabe, de matizaciones posibles. El sistema así articulado puede evolucionar en el sentido de una absoluta pacificación de los respectivos contenidos competenciales. Que ello ocurra o no así depende evidentemente de que se tome o se deje de tomar la correspondiente decisión política. En todo caso, cabe plantear al respecto la cuestión, no irrelevante, de si la igualación de competencias conduce a la pacificación de todas las comunidades.

En principio -y salvo que la cuestión se corrija al menos mediante reforma de los respectivos estatutos-, la necesaria participación de los electores de cuatro de las 17 comunidades autónomas en los procesos de revisión de aquéllos, después de que una hipotética reforma de los mismos haya sido probada por las Cortes Generales, les confiere una especial protección, de la que no gozan las restantes (que también pueden participar en tales reformas, aunque mediante un procedimiento concebido en términos menos limitativos para el poder del Estado).

4. Estas singularidades no son incompatibles con la evidente proximidad del Estado autonómico al Estado federal. Una proximidad que se manifiesta grandemente cuando se compara el status Jurídico de las comunidades autónomas de

régimen pleno con el Estado-miembro, y menos claramente si la comparación se refiere a los aparatos centrales de uno y otro tipo de Estado.Prescindiendo del supuesto no imposible de que una comunidad autónoma rueda tener tantas o más competencias que un Estado-miembro, y del hecho de que las técnicas de distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas no difieren sustancial fuente de las de los Estados federales más evolucionados en los que se inspiran, y refiriendo la comparación a la respectiva posición dentro del sistema constitucional, se ha dicho que lo característico del Estado-miembro es el poder constituyente de que dispone, no siendo este el caso de nuestras comunidades autónomas. Analizada más de cerca la cuestión, se observa que las diferencias no son tan tajantes: en el ejercicio de tales facultades constituyentes, el Estado miembro está sometido a la Constitución federal, lo que supone un conjunto ele limitaciones en las que ahora no podemos entrar, pero que guardan claro paralelismo con las que en análoga situación operan para las comunidades autónomas.

CONTROLES

Es verdad -y la diferencia es importante- que el Estado-miembro aprueba la reforma de su Constitución, que de inmediato entra en vigor, sin perjuicio de los controles que con posterioridad puedan ejercer los poderes de la federación. Y en cambio, las comunidades autónomas han de contar en todo caso con la intervención del Estado para la definitiva aprobación de la reforma estatutaria. Ahora bien, si se tiene a la vista el dato anteriormente apuntado respecto de la intervención final de los electores de las cuatro comunidades del artículo 151 en la reforma de sus estatutos, fácil será convenir en la importante atenuación de las diferencias de uno y otro status (y asimismo en la enorme distancia que separa a nuestras comunidades del tipo de ente territorial representado por las regiones autónomas).

Si la comparación se refiere a las estructuras centrales del Estado, las diferencias son más notables, especialmente, aunque no únicamente, en lo que respecta a la segunda Cámara del Parlamento. En este sentido, el propósito, más de una vez expresado, de atenuar estas diferencias, haciendo operativo el carácter territorial de nuestro Senado mediante una reforma constitucional que la aproxime a una segunda Cámara federal, invocándose al efecto el ejemplo del Bundesrat alemán, no deja de tener sus riesgos. Riesgos de que las circunstancias favorecedoras de la autonomía que se dieron en el momento constituyente no se den de nuevo ante una eventual reforma constitucional, y de que la racionalización de la participación autonómica en, el Senado pueda suponer, prácticamente, un incremento del componente centralizador, inevitable por lo demás, en el moderno federalismo. Riesgo igualmente, y quizá más potencialmente pernicioso, de que la centralización federal, que en Alemania ha tenido lugar compensada por la participación de los Gobiernos de los Länder en el Bundesrat, no se logre en un Senado de representación de las comunidades autónomas, al no operar sobre la base de un sistema administrativo en el que la centralización. legislativa resulte tolerable por ser allí regla general su ejecución por dichos Länder, situación que evidentemente no es la nuestra.

5. El paradigma federal ha tenido entre nosotros curiosa trayectoria. En los tiempos de la I República fue, para unos, panacea, y cantonalismo y (disolución para los más. De estas negativas connotaciones no se libera la Il República; no se comprende si no el empeño que entonces se pone en marcar las distancias con ese híbrido ni unitario ni federal que pretende ser el Estado integral. Hoy las cosas han cambiado de manera sustancial.

RIESGOS

Es evidente que buen número de viejas ideas concernientes a los riesgos de disolución de la unidad nacional supuestamente inherentes al federalismo han dejado de tener seria acogida entre nosotros. A ello se une un mejor conocimiento de la evolución homogeneizadora de los federalismos contemporáneos en consonancia con las exigencias del Estado social y democrático (con su paradójico incremento de demandas descentralizadoras y, silmultáneamente, niveladoras de las prestaciones y servicios sociales). En este contexto, y desde el horizonte español con dinámicas nacionalistas muy activas, no es descabellado pensar de nuevo en el modelo federal.

El constituyente de 1978 fue en este sentido prudente. No cerró puerta alguna adscribiendo a uno u otro modelo la descentralización. que proponía. Ésta quedó innominada en tanto las posibilidades que la Constitución ofrecía no fuesen actuadas. Parte de estas posibilidades han sido ya puestas en práctica. Pero los marcos constitucionales no se han agotado. Por el momento, contamos con un Estado autonómico que, por cuanto se ha dicho, supone, un importante avance en la senda del federalismo. Y no está dicho en ninguna parte que por esta senda no puedan darse nuevos pasos sin chocar con infranqueables obstáculos constitucionales que aconsejen reformar un texto ampliamente consensuado en un clima político favorecedor de nuestros nacionalismos periféricos y, en general, de las demandas autonomistas.

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