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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Cuzco

No lleva una túnica ni una saya suramericana. Va en camisón. Así vestida aguarda en la plaza de Cuzco la llegada de un taxi. Los escasos peatones que por allí circulan no reparan excesivamente en la escena, aunque alguno se podría preguntar si la joven pertenece al gremio de pedigüeñas, putas, o, simplemente, enajenadas, que retornan, una vez transcurrida la noche, a sus respectivos habitáculos. El tiempo no la favorece. Pronto descargarán los nubarrones que cercan la ciudad, y ella ha de convertirse en un minuto en cariátide plisada por el agua mientras sostiene los atributos de la deidad (las llaves de su casa) en la mano derecha y unos papeles, con un billete de necesidad, en la contraria.El billete se lo prestó Ruth, medio en sueños, cuando María entró angustiada en su dormitorio. Aparte la solvencia, cuatro cursos de medicina. le habían proporcionado alguna autoridad a la hora de diagnosticar las distintas patologías que se producen durante el llamado reparador descanso: las dolencias estomacales son propias de las primeras horas, siguen las cardiovasculares; un ataque pulmonar debería suceder al amanecer, mientras que los conflictos amorosos pueden comenzar a manifestarse al filo de la medianoche.

La chica entró como caballo desbridado en la habitación de su compañera, justo en ese momento, para pedirle, a toda prisa, un billete de 1.000, porque se iba con Ángel: "Date prisa, que está bajando hasta el aparcamiento; he decidido que me marcho con él, y no sé cuándo ni cómo volveré".

Intenta reconstruir las palabras que musitó, tras el sablazo, la yacente, al tiempo que se arropaba y protestaba por el escándalo que tras de sí llevaba su incorregible confidente al tropezar con una silla, darse un codazo con el picaporte y correr escaleras abajo dejándose la puerta abierta.

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Masculló algo así como "lo vas a estropear, lo vas a estropear", con preocupante profetismo. Sabía del enamoramiento de la joven, conocía las limitaciones del sujeto deseable, estaba al tanto de sus constantes desapariciones y coincidía con la protagonista de la historia en la sospecha principal: si un individuo de 40 tacos sale, con frecuencia, de casa de una chica alrededor de medianoche es porque lo espera su señora.

AMORES DE ESTUDIANTE

Se conocieron casualmente por un anuncio en la universidad. María decidió probar suerte con su máquina de escribir, dados sus excelentes conocimientos de mecanografía y la tradicional torpeza, en estos menesteres, de la clase académica. Colocó en el tablón de anuncios de Letras una notita ("Se pasan trabajos, tesis y tesinas") con su nombre y su número de teléfono. Al principio debió aguantar pacientemente las inevitables bromitas. En seguida llegaron los encargos: un estudiante quería presentar, al concurso literario de la facultad, sus primeros poemas en buen tipo de letra; una avispada y empollona alumna de último curso de carrera le encargó pasar a limpio los trabajos de clase. Luego apareció él. Llegó con sus carpetas muy ordenadas, y sus ojos, avalados por montura de gafas nacarada, curiosearon escrupulosamente las posibilidades de su 610 con pantalla. Era profesor de Historia del Arte y terminaba un libro sobre La indumentaria de seis figuras femeninas del artesonado de la catedral de Teruel. Luego hablaron del precio, del número de copias y el tipo de papel. Después de sumar mucho y de multiplicar otro tanto, aceptó. Salvo las conclusiones, que entregaría más adelante, todo quedaría listo en un mes, teniendo en cuenta los compromisos contraídos por la trabajadora con la anterior clientela.

Así comenzó Ángel a ser habitual de la plaza de Pontejos (pese a que se quejaba de su distancia y de sus escaleras) hasta que dieron por terminado el encargo, volvieron a hacer cuentas (con cierta generosidad por parte de la chica, que no cobró la última copia) y pagó.

A medida que pasaban los días, María echó de menos, entre sus papeles, los manuscritos pulcros del profesor de arte y su elevado conocimiento en tema tan extraño. Alguna vez sonrió perversa al recordar la agitación respiratoria del cliente ante la puerta del apartamento, tras soportar paciente el calvario de los seis pisos sin ascensor, que lo obligaban a dejarse caer en la primera silla que le salía al encuentro. No era ésa la imagen preferida de María, sino la forma que tenía de mirar las fotos de su cuarto, sus comentarios a los colores de la puesta de sol en los tejados del viejo Madrid, y las anécdotas que conocía del barrio en el pasado, a través de los grandes escritores que vivieron en él o de los mismos personajes de las novelas galdosianas.

Un día llamó para invitar a las inquilinas a comer en un mesón cercano y charlaron de cosas que no tenían que ver con el trabajo. Ruth estuvo algo pesada, diciendo que los profesores de arte que ella tuvo en el bachillerato se contentaban con pasar y pasar diapositivas en clase, decir la fecha de composición de un cuadro y adivinar el autor, sin dejar margen al libre comentario de los contempladores, y que por eso se matriculó en medicina. María se limitó a escuchar el interesantísimo debate y en un momento sugirió a ambos asistir de improviso a las clases de arte para comprobar si era verdad que estos docentes daban así las clases. Entonces Ángel la invitó a que fuera la semana siguiente a la universidad. Y María no asistió a la clase de arte sino al cine, con él. Hablaron tanto de las tomas, de los ojos de la actriz principal y de los defectos del guión, que les mandaron callar en varias ocasiones. Después se fueron a una cafetería y, finalmente, Ángel le propuso contemplar, desde la altura de Pontejos, la caída de la noche, por todo lo cual acabaron el día haciendo el amor junto a la 610 con pantalla, los poemas de otro joven estudiante y una tesina sobre Palabras castellanas del siglo XVIII.

Pero a las doce se marchó. A las doce de la noche se despedía cada vez que aterrizaba en Pontejos. Tenía que ir a su casa. En ella, comentaba, se dedicaba a cocinar, cuidaba de sus plantas y preparaba clases en su completa biblioteca. Utilizaba el singular cuando se refería a sus momentos más privados. Ruth concluyó que, sin duda, era un cínico. María prestaba poca atención a la hipotética doble vida de Ángel. No pretendía entrar en su existencia con la maleta, los discos de Sabina y el esmalte de uñas, ni hacer de la casa secreta el piso deseado. Estaba decidida a negar en la práctica las fórmulas aberrantes de los chantajes conyugales ("quiero que te quedes, quiero que te quedes", "no me podré dormir hasta que llegues") en época de crisis.

La última noche estuvo con ella especialmente cordial. Se puso hasta cursi. Le dijo que parecía una especie de sol de invierno que debía existir en su vida para contrarrestar algunas asperezas cotidianas. Parecía hablar en clave. María relacionó inconscientemente la citada aspereza con la existencia de otra mujer, mas decidió no preguntar para no romper el encanto de la conversación. Le pidió permiso para abrir una caja de fotografías colocada enigmática sobre el comodín de la muchacha. La abrió y probó a seleccionar, a simple vista, las fotos de María, clasificándolas en un extraño orden. Las preferidas estaban fechadas en París en 1979, en Sevilla en 1980 y en Madrid en 1983. Ángel afirmó que le gustaban, y que debería dejarse el pelo largo, como en las fotografías de París. Ella hubiera contestado, algo molesta, que cada edad tenía su pelo, pero guardó silencio.

En los momentos fundamentales recordaba los consejos de Ruth: "Los tíos de esta generación [suele decir] hablan demasiado, te comen el coco y, contra

Cuzco

lo que parece, prefieren que los escuches y no desvíes su atención con tus problemas. Aparte de egoístas, sólo están enamorados del poder o de su curriculum vitae". Sin embargo, su amigo pasó a diseccionar con precisión sus gestos, revelados en cada una de las cartulinas. La llegó a comparar con dos actrices alemanas mientras la interrogaba por el fotógrafo que las tiró, la situación que las produjo y alguna que otra rareza.MANO A MANO

Las manos de los dos se habían entrelazado sobre la caja. Sólo sentían su piel y la del otro, sólo las yemas de los dedos, que parecían hablar muy lentamente. Mientras tanto, pensaban en cosas muy distintas.

María recordaba las manos de Luis, su primer novio, que no resistían ser inmovilizadas por la quietud del roce. Su cuerpo entero protestaba cuando la chica le pedía, a propósito, que las dejara como muertas. Luis no lo consiguió jamás. En seguida le reñía cariñosamente: "Déjate de pamplinas y vamos a follar". Sus manos apretaban tanto que dañaban. María solía quemarse con su fuego, y percibía, en todo caso, una violenta sensación de choque muscular, de frote, que no es la yuxtaposición, fibra a fibra, de cada una de las palpitaciones, como ocurre con Ángel.

El hombre pasa el tiempo en monologar sobre las diferencias advertidas entre el estar y el sentirse enamorado. El sentir se representaría como una línea vertical, en tanto que el estar es comparable al horizonte. A su juicio, el sentir es jerárquico, admite cambios, subidas y bajadas, alegrías y dolores, modificaciones de entrega y de nivel. El sentir es inversionista, pues está en relación directa con lo que entrega el otro. Muy pocas veces es gratuito el sentir. El estar, en cambio, en el amor, es una impregnación de tal calibre que desplaza al sentir para identificarnos y reconciliarnos con nosotros a través de los otros.

Le entrega su espalda para que ella haga sus maniobras, lea sus lunares, barra sus espinillas y localice sus puntos de placer. María detecta -recordando un trabajo pasado para cierta editorial esotérica- las zonas de tensión del bajo cuello de su amigo, se detiene en los puntos estratégicos de la columna vertebral. En otro tiempo se había preocupado de la espalda de Luis, pero la había olvidado por completo. Por el contrario, puede reconstruir a ojos cerrados la espalda de Ángel, con sus lunares y altibajos musculares, que le hace dudar de otras espaldas a su alcance. Va a decirle que piensa continuamente en esa espalda cuando su compañero vuelve a pedirle que se deje el pelo largo, como en París en 1979, cuando sólo tenía 16 años, ante la Magdalena. Y ella sigue sin contestar. Lo interpreta como una muestra más de su deformación profesional.

TOMO Y OBLIGO

Vestida como estaba, llegó al coche de Ángel cuando éste se decidía a arrancar. La sorpresa del hombre se transformó en tensión. Una tensión segura de su efecto en ella: "Quédate, es muy tarde y mañana tienes que madrugar, recuerda que le habías prometido al de la tesina del siglo XVIII que la terminarías mañana". María, igual de escueta: "Sólo me quedaré si lo haces tú". ÉI insistía: "Yo no puedo, pero mañana nos volvemos a ver, ¿vale?". Su tono suplicante carecía de ascendiente sobre ella. Vuelve a pronunciar la última frase más enérgica, pero ella ha abierto la puerta del coche, se ha instalado en el asiento delantero, junto a él, mientras le dice que de todas maneras lo acompaña.

Al decir "de todas maneras te acompaño", María sabe que empieza a jugar a otro juego. Ya no será la "jovencita enamorada con la que cena Angel en un restaurante italiano, ni la anfitriona que lo recibe amablemente en casa... Va a intentar imponerse en la suya. El profesor arranca no sin antes poner a funcionar la radio. Un locutor enfebrecido informa del tercer gol de Michel en el minuto 34 de la segunda mitad del partido del domingo: "Michel esperó al portero como debía, marcó un gol de quitarse el sombrero, y barrió prácticamente al equipo contrario".

El coche toma la dirección de la Castellana sin que el enojado conductor abra la boca. Pasa por el edificio de Correos y el Centro Cultural de Colón. En esa plaza, María siente realmente miedo. Desconoce la dirección que el coche de su amigo toma. A medida. que avanzan, más necesitada está de pedirle que se detenga o, que regrese al punto de partida. Todo comienza a ser ridículo. Ni un solo coche circula en la misma dirección. Por primera vez desea que el paseo se llene de coches, desviaciones y atascos, con tal de poder relajarse, conversar, tornando como pretexto la velocidad de los demás o los obstáculos. Sería más fácil excusarse y despedirse. Sí. Despedirse. Está dispuesta a pedirle perdón cuando él detenga finalmente el vehículo, y marcharse de inmediato. El fondo radiofónico no ayuda. Una voz cavernosa recuerda a los huidos a una isla desierta que no olviden "una pistola, una bala y un silenciador para no despertar a los pájaros". Pero Angel no comenta ni la mira.

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Cuzco

Viene de la página anteriorEntre los dos median tres frases: "Oye". "Qué". "Que lo siento. No volverá a ocurrir. Me vuelvo para casa". Ángel no se inmutó. A los pocos segundos detiene el coche, aparca, sale, le abre la puerta para que descienda. María, enmudecida, se niega a imitarlo. Algún conductor busca aparcamiento por las esquinas adyacentes. Un perro ladra en una terraza próxima. Ángel tira suavemente de ella sin perder el tiempo en dar explicaciones, rogar o sugerir. Y logra sacarla del vehículo. Caminan pocos metros hacia un portal de construcción reciente, y allí, después de introducir su llave, como contestación al insistente "lo siento" de la joven, Ángel sonríe por vez primera tras el denso trayecto, como si hubiera dado por terminado el tiempo concedido al fingimiento y empezara de pronto la verdad.

María no acierta a comprender cuál de los dos conduce, quién ha de dar al otro la lección. ¿Una lección de urbanidad o un escarmiento? Detrás de la puerta misteriosa siempre hay alguien, pensaba... ¿Y si sale una amable señora con bata, a la que Ángel ha de explicar en pocas palabras que la joven que lo acompaña se encuentra mal y que es fundamental que ella, la señora con bata, le prepare una tila caliente, para después conducirla ambos a un taxi que la ha de transportar a casa?

El profesor acostumbraba a clasificar a las personas en tres tipologías, en función de su relación con los demás: "Con unos apetece vivir, con los segundos no apetece vivir, con los terceros apetece morir". María lo recuerda porque está a punto de acelerar su muerte, no aquella idílica que siempre deseó, sino por pura asfixia al borde mismo del tercero izquierda, cuya puerta se abrió.

En el momento justo de encenderse la luz están los tres. En el pequeño hall, sobre la mesita, reflejada en el espejo como lo están María y Ángel, ella también los mira desde distintos ángulos. Con el pelo trenzado, con bufanda gris y jersei blanco mientras esquía; con gafas de nieve y melena; tras un cristal, desde donde sonríe, con el cabello al viento. Ambos de espaldas, sosteniendo unos extraños capiteles. La joven ante el Pórtico de la Gloria con trenca de colores. Los dos se miran delante de un espejo. La chica duerme mientras flota en el mar sobre una cámara violeta.

DESDE QUE SE FUE

Desde hace ya un buen rato, Ángel ha aceptado mostrarle su casa. Le dice que pase, por favor, con ternura. Pero María sospecha que va a tener que contemplar todavía más fotos de esa señora, fotos que desde el marco de la puerta no acierta a descubrir. Serán fotografías realizadas en los Campos Elíseos y en el barrio antiguo de Lisboa, y, decididamente, no se presta. Sólo tolera que él cierre la puerta y la conduzca lentamente unos metros por el pasillo mal iluminado. No está preparada para encontrarse frente a frente con la muchacha de las fotos, y, sin embargo, al contemplarla en gestos tan dispares y de manera tan continuada, proyecta una especie de familiaridad hacia ella, que no despierta más que cordialidad respetuosa.

La chica no aparece y Ángel, sereno, como quien acaba de liberarse de su mayor secreto, le dice, sin darle ninguna importancia, que esas fotos se hicieron 20 años atrás, y que, entonces, esa muchacha tenía el culito más hermoso del mundo. Como María supone que ella no tiene el culito más hermoso del mundo debe callarse y cae con bastante retraso en la cuenta de que no hay ninguna foto reciente de la chica, porque la chica ya no está.

María sigue sin avanzar. Se ha detenido junto a la habitación de Ángel protegida por una pared que le sirve de escudo. Se sienta en el suelo para manifestar que está dispuesta a mantener durante la noche esa postura, y nada más tiene voz para rogar al profesor que lea las conclusiones de aquel trabajo que ella no pudo mecanografiar en su día.

Lleva los folios, ordenados, dentro de una novela del siglo XIX, porque Ángel desea, primero, confirmar ante María que la Indumentaria de las figuras femeninas del artesonado de la catedral de Teruel es "una realización del siglo XIII, pues aunque las sayas se alargan desmesuradamente en el siglo XIV, en el siglo anterior la mujer cubría complemente los pies, sobrepasando bastante la altura de la persona"..., y segundo, reconocer el extraordinario parecido que María y la muchacha de la foto tienen... Mientras termina de leer su texto, Ángel piensa que todos somos, en definitiva, intermediarios de todos y, en la vida, al vincularnos a nuevas personas, éstas son deseadas o rechazadas por nosotros según sea el lugar que ocupan con relación a otras que hemos conocido con anterioridad. Y se lo va a decir, pero duda, porque María se sentirá utilizada; responderá que segundas partes nunca fueron buenas, y va a dejar de ponerse su bufanda gris y su jersei blanco para evitar parecerse a la muchacha de las fotografías. Y desvía su atención hacia el libro que guardaba su manuscrito para localizar una página marcada. "Espera. Quiero leerte una cosa". María se sorprende con un temor novicio que lentamente se diluye, mientras Ángel relata la historia de su barrio a través de un fragmento galdosiano:

"Los de Santa Cruz vivían en casa propia de la calle de Pontejos, finca comprada al difunto Aparisi, uno de los socios de la Compañía de Filipinas... No lo cambiaría Barbarita por ninguno de los modernos hoteles... ni trocara tampoco su barrio por ninguno de los caseríos flamantes... Por más que dijeran, el barrio de Salamanca es campo... para ella, no vivía en Madrid quien no oyera por las mañanas el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores en la fuente de Pontejos; quien no sintiera por la mañana y tarde la batahola que arman los coches correos; quien no recibiera a todas horas el hálito tenderil de la calle de Postas, y no escuchara por Navidad los zambombazos y panderetazos de la plazuela de Santa Cruz; quien no oyera las campanadas del reloj de la Casa del Correo tan claras como si estuvieran dentro de la casa; quien no viera pasar a los cobradores del banco cargados de dinero, y a los carteros salir en procesión. Barbarita se había acostumbrado a los ruidos de la vecindad, cual si fueran amigos, y no podía vivir sin ellos".

Fueron las últimas palabras del profesor antes de caer dormido en brazos de su amiga.

VOLVER

Se levanta al amanecer, con cuidado, sin que él lo advierta. Atraviesa el pasillo de puntillas y cierra a sus espaldas la puerta del tercer piso izquierda. Camina hacia la plaza de Cuzco mientras observa su estrafalaria indumentaria reflejada en los escaparates y la cristalería ultramoderna del Banco de Comercio Exterior. Cae en la cuenta de que también se transparentan, bajo la seda clara, sus bragas negras, y contiene la risa al comprobar que un apurado conductor le pone cara de circunstancias.

Uno de los taxistas habla con el cliente de turno de tan curiosa aparición. La chica no ha salido de casa de una amiga, porque la amiga, además de abrigo, le habría proporcionado un paraguas para salvarla del inminente chaparrón. ("Ve usted. Ya empiezan a caer las primeras gotas".)

A juicio del experto, la mujer debe pertenecer a cierto servicio a domicilio que se anuncia hasta en la prensa de derechas. Por eso vemos lo que vemos. No obstante, el viajero le obliga a mudar de opinión. Lo último que alguien de esas características haría es caminar por la calle, a estas horas de la mañana, con esta facha. Llamaría la atención por el exceso de maquillaje o de abalorios, en ningún caso por esta especie de recatada desnudez... con el complemento del taco de papeles junto a las llaves y el billete. Da la impresión de ser una secretaria que vino a toda prisa por la noche a recoger unos trabajos olvidados al despacho del jefe... y se le fue el santo... Ya ve la zona, de oficinas. Ésta parece seria y va contenta de llevar lo que lleva, con el pudor de una adolescente el día del estreno de su primer sujetador.

O quizá haya salido de casa de un amigo que se ha quedado, eso sí, en el séptimo cielo, sin prever el temporal que se avecina.

Cualquiera advierte que lo único normal que se ha puesto la moza es el calzado, unos zapatos que no conjugan con el resto. Debió salir a toda prisa y echó mano de sus zapatos nuevos pensando en la flexible duración de su trayecto. No debía llevarlas todas consigo. Le digo que la clave está en esos papeles.

Como empiece a llover, le va a crecer el pelo.

Del libro inédito Cuerpos y armas de cuentos.

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