Meditación de Spandau
Ayer, radio y televisión convirtieron la muerte de Rudolf Hess, un anciano de 93 años, enfermo y casi ciego, en la noticia del día. Gentes que han llevado una vida densa, digna, dedicados al servicio de los demás, mueren en el anonimato, muchos incluso en la soledad. ¿Por qué tanto clamor por el sucidio del lugarteniente de Hitler? No destacó más que por la fidelidad perruna a un hombre y a una causa que condenan los hombres de buena voluntad. Su muerte me produce un cierto embarazo y me afecta contra mi voluntad. No es la persona, que desconozco y no me dice nada; me apabulla el símbolo. Desaparece el último jerarca nazi, todavía en prisión desde su condena a cadena perpetua en Nüremberg. Tengo la sensación de que se cierra un ciclo histórico que hace, en realidad, 42 años que acabó.Esta mañana a primera hora acudo a la prisión militar de Spandau. Es una fortaleza de ladrillos rojos, con un aspecto de castillo de Herodes, como los que se venden en vísperas de Navidad en la plaza Mayor; construida en 1879, con capacidad para 2.500 presos, en las cercanías de un Berlín que hacía pocos años que se había convertido en la capital de Alemania. Un ejército fuerte y disciplinado, capaz de imponer su voluntad al mundo, necesita al parecer de enormes prisiones militares.
En 1946, este inmenso complejo militar se acondicionó para alojar a siete jerarcas nazis condenados por "crímenes de guerra". Desde 1966, después de la muerte o la liberación de sus compañeros, la prisión de Spandau ha tenido un solo inquilino; hasta hoy ha estado bajo el control de los cuatro aliados, relevándose en esta responsabilidad todos los meses. Servía al menos para mantener el último eslabón de la alianza soviético-occidental, que derrotó a la Alemania nazi. En agosto tocó a las tropas norteamericanas garantizar la seguridad de la cárcel. Esta mañana todavía estaban ocupadas las garitas con los soldados de guardia.
Delante de la puerta principal se encuentran plantados un centenar de periodistas de todo el mundo con el correspondiente arsenal fotográfico; a prudencial distancia, buen acopio de policía berlinesa dispuesta a intervenir, pese a que no se han producido las esperadas manifiestaciones de la extrema derecha. Una veintena de nazis, la mayoría nacidos después de 1945, guardan silencio respetuoso en honor del líder fallecido. Un periodista italiano, que precisa de intérprete para entenderse, aprovecha la ocasión para hacer una entrevista a uno de los jóvenes. Satisfecho por la cantidad de insensateces que ha extraído de la boca del pobre muchacho, le pregunta por su nombre; con la mayor ironía le contesta: "Fritz Müller", que es tanto como decir Pepe Martínez o Juan García. Otro de los compungidos, con una edad que bien pudiera pertenecer a la generación de los que hicieron la guerra, duda de que los británicos lleven a cabo sus planes de destruir en las próximas horas un edificio de tan alto valor histórico: "Una prisión militar construida siendo canciller del Reich nada menos que Bismarck", repite fervoroso. Otro más joven está convencido de Ia barbarie británica a la hora de imponer su voluntad al subyugado pueblo alemán". Los aliados han decidido destruir el edificio a la mayor brevedad para que no se transforme en meta de peregrinación para la extrema derecha internacional.
He acudido con la pretensión vana de vivir la historia; no percibo más que la mediocridad cotidiana, adobada por la presencia de un centenar de periodistas. Capto al punto lo que significa un momento histórico: no pasa nada en compañía de un enjambre de fotógrafos. Un piquete de soldados británicos sale de la fortaleza; se disparan las cámaras. Algún coche con matrícula militar de los aliados cruza la barrera. Periodistas y cámaras de televisión se han apostado para largo con la intención de captar el instante en que se derribe el edificio. Cartago va a ser arrasada sin dejar rastro.
Camino hacia el centro de Spandau, que en su casco histórico conserva el sabor de una ciudad del siglo XVIL Me asaltan dos o tres ideas, que ofrezco al lector con la brevedad y confusión con que surgieron, paseando por las calles más antiguas y recoletas de Spandau.
Los alemanes llevan el estigma de haber creado y consentido el nazismo, pero es un producto de nuestra civilización occidental que hubiera podido crecer y desarrollarse en cualquier otro país de nuestro ámbito cultural. El nazismo es un problema alemán, pero también uno europeo y occidental. Después de esta experiencia no cabe ya una relación ingenua o acrítica con una, civilización tan peculiar, tal vez tampoco con la humanidad en general. No pensemos que el nazismo pertenece a un pasado definitivamente ido; perviven muchas de sus raíces, aunque algunas presenten aspecto diferente. Y lo más grave, seguimos sin disponer de una explicación satisfactoria para cuenta de los extremos a los que hemos sido capaces de llegar los europeos; no huyamos del problema por intrincado que se muestre. Si nos conformamos con nuestra ignorancia o nos arrullamos en el olvido, volveremos a vivir experiencias similares, y aun peores. Rudolf Hess ha muerto, pero estamos muy lejos de habernos librado del espíritu de discriminación y de disciplina, del dogmatismo y coraje, de la crueldad y el gusto por la muerte, que un día entusiasmaron a la mediocridad arrogante de los solitarios y desarraigados en el espacio urbano, expusados del campo y de la indutria, y con el mito nacionalista de su superioridad congénita.
18 de agosto de 1987.
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