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Crítica:MÚSICA CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El pianismo de Achúcarro, en su cima

El recital de Joaquín Achúcarro, celebrado el lunes en el claustro de la catedral de Santander, dentro de la serie de homenajes a Arturo Rubinstein organizada por el concurso de piano Paloma O'Shea y el festival santanderino, tuvo cuantas virtudes pueden desear y constituyó un requisito de alta categoría. Virtud inicial: la adecuación del programa a la figura evocada. Schubert, Brahms, Falla, Ravel y hasta las propinas -Navarra, el Nocturno de Scriabi- figuraron en el amplio repertorio de Rubinstein, a quien Achúcarro conoció y admiró desde la infancia.

Dicen, y no es cierto, que Rubinstein no tocó la Fantasía bética que Falla le dedicara; pero sí es verdad que la genial página del pianismo contemporáneo no fue entendida por el público de los años veinte ni, quizá, por el mismo intérprete. Para Rubinstein, la Bética no era obra de público. ¿Qué habría dicho al comprobar cómo en el recital de Achúcarro la Fantasía señalaba el punto culminante del éxito? Es fácil suponerlo: el tiempo ha pasado, los gustos cambian, y, por supuesto, los intérpretes pueden equivocarse al mirar hacia el futuro. Achúcarro hizo una versión exactísima y conmovedora de esa intrahistoria de lo jondo con la que Falla se despidió del andalucismo. Aun venciendo con holgura todas las dificultades mecánicas, Achúcarro no quiso convertir la Fantasía, o después Scarbó, de Ravel, en grandes piezas de bravura, en cotas de virtuosismo; prefirió crear música, desentrañarla, sentirla y explicarla. Tuvimos en Achúcarro un intérprete de la Bética que supo recrearse en la suerte, cual hacen los grandes toreros y los grandes cantaores para ahondar en la mística de su dedicación, en su lírica y en su poética dramática. En todas sus dimensiones, Achúcarro obtuvo el mayor de los triunfos: la busca y captura de la veracidad. Es, indudablemente, el fin último que movió su preciosa versión de la Sonata opus 137 de -Schubert -otra lírica y otra enigmática- o el latido nostálgico y doliente de los Intermezzi, opus 117, de Bramhs.

Para Ravel precisó el pianista de diversas actitudes interpretativas. Los valses nobles y sentimentales, de 1911, son uno de los más geniales homenajes rendidos por la música a la Europa que iba a morir, la de los años aparentemente felices y seguros.

En los cuadros de Gaspard de la Nuit que, como la Alborada, estrenara nuestro Ricardo Viñes, las visiones de Bertrand cobran plasticidad sonora: mágica y plena de luces en Ondina; obsesiva en Le Gibet, prekafkiana en Scarbó. Al fondo y a lo lejos está Liszt, pero en una página como Scarbó puede, si no desdeñarse, sí someterse el gran virtuosismo para hacer poema, para "pintar como querer".

Todo lo consiguió Achúcarro en grado máximo. No es un secreto la madurez del pianista bilbaíno, más fruto de su esfuerzo, su voluntad y su saber que regalo del tiempo.

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