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Niebla

Una visita a mi rincón cantábrico me trajo en pocas horas desde el bochorno veraniego de la meseta de Castilla, con altos cielos tormentosos, y después de pasar el boquete alavés de Subijana, a un encuentro frontal, casi instantáneo, con la espesa niebla que envolvía en su manto extenso la costa vasca, sus montañas, pueblos, rías y las praderas que orillan los bosques. No sé quién calificó a la niebla de enemiga de la ontología porque impedía conocer el ser de las cosas. La niebla desdibuja contornos, desconcierta al viajero y actúa sigilosamente. Tiene también algo de maternal y de caricia húmeda. Es la antítesis del viento sur que perfila picachos, y, según escribió Novoa Santos, se asemeja a la saudade, que también borra el diseño de los objetos, sumiéndolos en una incertidumbre de límites. En la costa tiene a veces la niebla un sonoro acompañamiento cuando se pierde de vista el perfil de la bocana del puerto. Suena entonces la sirena de aviso, trompeta ronca y reiterativa que parece mugido de toro y tiene algo de salmo fúnebre cuando brama en la noche. La niebla difumina el horizonte de la mar fundiendo las nubes con el océano. Con ello, al adivinarse la oscura silueta de los navíos, no se sabe si son de gran porte, vistos a lo lejos, o de mínimo tonelaje, navegando en la cercanía. Son buques fantasmas.¿Habéis oído repicar campanas en el seno de la niebla, en un día festivo? Las escuché en la mañana de San Pedro, patrono de tantas iglesias y cofradías pesqueras. Parecía venir el repique del corazón de la niebla como si en la masa húmeda y opaca se albergara un milagro de bronces volantes, de "cálices de las horas", como llamó Ramón de Basterra a las campanas en sus años de aprendizaje romano.

La niebla es consecuencia de la huelga del viento que se niega tercamente a soplar, acaso porque también inaugura sus vacaciones y está cansado de inventarse galernas, surestes, temporales, nortazos, o miniciclones repentinos como el ocurrido aquí hace unas semanas, que se llevó por delante, sin aviso previo, lanchas, botes y yates, barriendo las playas desbordantes de gente. El público bañista tuvo que salir a gatas buscando refugio contra el huracán tras los pretiles, muros y escolleras, mientras volaban por el aire enfurecido sombrillas, casetas, ropas y papeles, en un inmenso tropel multicolor. En mi península, el tornado no duró sino unos minutos, pero humilló el cañaveral hasta el suelo sin quebrar apenas las conformistas y flexibles varas. También desfolió, implacable, las higueras en agraz.

La cresta de los montes se funde en la nube pegajosa adherida a las cumbres. Se descompone la niebla cuando roza el oscuro pinar convirtiéndose lentamente en lluvia mansa. Las coníferas olvidan su silueta de pagoda oriental y se diluyen en la indiferencia gris. Cuando hay niebla no se puede situar con precisión el lugar exacto que ocupan los caseríos del entorno. Sus señas de identidad están sumergidas en la nube de agua flotante.

Los reflejos del amordazado sol escondido en las alturas del cielo confieren un tono lechoso, inverosímil y lejano a los árboles. Se destacan insólitos objetos que no se ven de ordinario en el paisaje. Un poste metálico de transporte eléctrico, por ejemplo, que hoy se adivina, es imposible de visualizar en el conjunto diurno. La envoltura de la niebla valora de modo cambiante nuestra perspectiva rutinaria alterando el orden habitual de los edificios, árboles y sembrados. Los seres humangs adquieren un talante específico en los días de niebla. Los que viven en los caseríos tienen conciencia, de que se hallan sumergidos en un meteoro con cuya presencia hay que contar. Y que parece escucharnos y servir de caja de resonancia indiscreta a palabras y diálogos. La bóveda del cielo se convierte entonces en techo de habitación. Constituyen esos días un ambiente recogido que invita a la lectura, a la tertulia y al diálogo. Las aves pierden parte de su vitalidad y las gaviotas, por ejemplo, no acudieron hoy a la cita puntual de las mañanas en que descienden en bandadas sobre la playa solitaria y transitan despacio, en la arena, rebuscando comida en las orillas. Diez minutos despues suelen despegar en un solemne y ordenado vuelo colectivo hacia sus cercanos nidos roqueños. ¿Por qué no vendrán estas aves los días de niebla? ¿Será un acto de protesta por la tardanza del verano que no acaba de hacer acto de presencia caluroso, estable y definitivo?

La niebla condiciona la inspiracion de artistas y el tono de la pluma de muchos escritores. Unamuno, Baroja, Clarín y Rosalía son ejemplo de creadores adentrados en el misterio de la niebla. No se concibe la prosa de Gabriel Miró buscando su prodigioso ritmo en paisajes de niebla, sino en los cielos diáfanos y transparentes del maravilloso mundo alicantí asomado al mar latino. Regoyos sintió la niebla como una integrante esencial de su paleta, en la que se inspiraron muchos pintores vascos. A Sorolla la niebla le hubiese dejado, probablemente, indiferente.

Londres fue durante siglos la ciudad de la niebla, lo que condicionó en gran parte, entre otros, los escenarios de Dickens y de Conan Doyle. Ahora se ha quitado de la niebla londinense el componente de la polución -el smog-, y John Le Carré no necesita de ese telón sombrío para servirse de tal ingrediente en sus trepidantes novelas de espionaje psicológico.

En la nueva Clore Gallery de Londres, que alberga 200 obras de Turner, se revelan aspectos poco conocidos de este genio pictórico anticipador. Tenía el artista estímulos intelectuales que reflejaba en comentarios esicritos que acompañaban a cada una de sus creaciones, y que se exhiben, junto a ellas. La Biblia, los clásicos, Italia, la epopeya napoleónica, los poetas del romanticismo inglés, las naves en el Támesis y en el océano fueron otras tantas inspiraciones de sus pinturas. Pero la niebla, el morning mist, era otro de sus temas preferidos. Hay una sala entera dedicada a Venecia en la que siete de sus cuadros tienen a la niebla de protagonista. "Radiante luminosidad; aérea y prismática dispersión de colores". Así la definió Turner. Venecia es entrevista a través de ese "humo en que la luz se diluye", que semeja un ensueño poético y asentado sobre la realidad evanescente.

Los caminos del País Vasco en días de niebla espesa ofrecen un placer estético, repleto de sensaciones inéditas. He subido una tarde al santuario de Aránzazu desde Oñate con la impresión de sumergirme lentamente a lo largo del ascenso en la invidencia total. Los abismos del valle de Araoz escoltados por murallones de roca horadada parecían exigir tina armonía wagneriana acorde con su severa grandeza. Arriba, la basílica, encontrada casi a tientas, se hallaba vacía de fieles pero repleta de acogimiento. No había entendido bien, hasta que la contemplé diluida en la niebla ese día, el mensaje arquitectónico de la fachada y el sentido profundo que encierra.

Cuando la niebla se retira del cielo hay una sensación de alivio que comparte la naturaleza circundante. Las cosas vuelven a estar en su sitio. El cordel de las montañas y el tajo de los acantilados se reintegran a sus puestos en la mirada cotidiana en la que cada mañana nos identificamos con el paisaje. "La terca murria de estos cielos pardos", como la llamó don Miguel, espera en el almacén de los decorados de la naturaleza, el momento de volver a arroparnos con su manto silencioso, incoloro y sutil.

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