Recepción
Felicitas había sido una estudiante dócil sobre cuyo futuro cabía fundar ciertas esperanzas, pero, en el momento de escoger, de apuntarse a las oposiciones que podían resolver su vida de forma discreta y provechosa, se había negado. Sin aspavientos, silenciosa pero tenazmente, había dicho que no, que no quería seguir estudiando. Su padre, un hombre culto, estuvo a punto de perder el dominio de sí mismo. Una mujer estúpida, eso era todo lo que dejaría tras de sí. ,-Tendrás que trabajar -fue, de todos modos, lo único que dijo.
Inmediatamente, Felicitas abandonó la universidad y se colocó de dependienta en una de las tiendas de la plaza. Era una mercería de una tía lejana que siempre estaba dispuesta a echar una mano en los asuntos familiares. Apenas pagaba a Felicitas, pero le proporcionó una mínima base para escapar al menosprecio de su padre. Y en seguida, antes de que nadie pudiera pensarlo, vino el salto: Madrid. Esta vez se trataba de una droguería.
-En cierto modo es descender de categoría -dijo la tía Damiana, su protectora-, pero ya has dado el paso hacia nuevas oportunidades. Madrid es Madrid. En tu lugar, yo no me lo pensaría.dos veces. Si te quedas, a lo más a lo que puedes llegar es a ser una mujer como yo, y aquí, créeme, el mundo se nos escapa.
La tía Damiana tenía buen aspecto, sus dotes de mando y organización eran notables, y le gustaba tener fama de generosa. Sin embargo, Dios sabía por qué, no se había casado. Felicitas se dijo que aquello debía ser cierto: el mundo se le había escapado. En Madrid, tal vez, podía encontrar un marido adecuado, un hombre sensible y amable que no le exigiera esforzarse continuamente como si la vida se tratase de una carrera de obstáculos o de un juego de enigmas. Comunicó la decisión a sus padres.
-Una droguería -dijo con voz sorda su padre, al tiempo que clavaba los ojos en las manos de su madre, como sí ella fuera la culpable o quien debía, al menos, ofrecer una respuesta a aquel extraño acontecimiento. Sin embargo, ante el silencio de su mujer, siguió hablando-. Estaba preparado para que hubieras querido ir a Madrid a estudiar, incluso pensaba ayudarte, pero ir a trabajar en una droguería -miró a su hija, que esperaba pacientemente, sin ninguna esperanza, el veredicto del padre, y la frase se interrumpió ahí, sin final. Dijo luego, tajantemente-: haz lo que quieras. Tal vez no valgas para más -hizo un gesto de rechazo con la mano-. Déjanos solos. Quiero hablar con tu madre.
CONSEJOS
Felicitas lloró aquella noche porque no podía comprender que los consejos de su sabia tía Damiana, que pensaba haber expuesto en el cuarto de estar, estuvieran tan en íntimo desacuerdo con los principios de su padre. Aquella noche se confirmó una constante intuición de Felicitas: nunca comprendería a su padre. Las frases en latín, de las que Felicitas sabía a medias el significado y que adornaban la conversación de su padre, ha bían sido un símbolo de la distancia que los separaba. ¿Qué tenía de malo una droguería? A la tía Damiana le parecía bien, a todo el mundo que entraba en la tienda a comprar una esponja, una percha, un bote de lejía, le tenía que parecer bien. Pero el desprecio de su padre, tan claramente manifestado, abarcaba incluso esos pequeños objetos tan necesarios para la buena marcha de una casa. A eso se veía reducida ella, a un pequeño objeto, nada necesario, por lo demás.
Pero se tragó sus sentimientos, entre los que se destacaba ya el de odio hacia su padre, y aceptó el trabajo en la droguería. Nunca se arrepintió. A Felicitas le gustaba complacer a la gente que entraba en la tienda en busca de un par de cosas y que a veces, mirando hacia las estanterías, recordaba súbitamente la necesidad de un producto más. Con las personas que entraban en la tienda entraba un pedazo de la calle. Las señoras llevaban colgadas de sus brazos bolsas voluminosas que abrían en busca de un hueco o de otra bolsa, y Felicitas sabía dónde habían estado, dónde iban: al mercado, ala frutería, a la panadería. Unas dejaban los encargos de la droguería para ultima hora, porque pesaban más, pero otras preferían hacerlo al principio de todo, como si fuera eso lo único que fueran a comprar. La imaginación de Felicitas hallaba allí su terreno natural. Le gustaba pensar en esas vidas de las que ella percibía únicam ente un pedazo, esas mañanas de las amas de casa atareadas y las tardes, menos monótonas, siempre con alguna pequeña sorpresa. Mujeres más jóvenes, hombres mayores, tal vez un abuelo al que se le pedía ese favor: que se llegara a la droguería en busca de amoníaco o alcanfor. Y algún que otro joven como extraviado que quería cuchillas de afeitar o champú. A pesar del cansancio era estupendo estar siempre allí, como punto de llegada de tantos recados y necesidades, y Felicitas a veces pensaba que muchos clientes venían también para verla a ella, que sabía escuchar, atender y sonreír.
Una tarde calurosa de verano, Felicitas se había sentado en su silla plegable dentro del recinto del mostrador. Hacía bochorno y seguramente el desfile empezaría un poco más tarde, hacia las seis. Desde allí, con una revista de fotogramas sentimentales delante de sus ojos, Felicitas echaba de cuando en cuando una ojeada hacia el hueco abíerto de la puerta para ver cómo una persona avanzaba despacio por la calzada sumida en suspiros y sudor.
CLIENTE
Vio cruzar la calle al mozo de los recados del hotel Regencia, que era un cliente típico de las tardes. Se preguntó si entraría o seguiría de largo, y el chico, al parecer, se preguntó lo mismo porque núró un momento hacia dentro, dudó, y al fin entró.
-¡Hola, Felicitas! -dijo, sonriente, porque era un muchacho simpático, sin dobleces-. Dame dos botes de abrillantador, pero del último que me diste, un producto nuevo, ¿recuerdas?, al patrón le gustó más. Por cierto -se la quedó mirando- ¿sabes lo qué me ha dicho? No te lo vas a creer. Me coge del brazo y me dice: ¿qué sabes de la chica de la droguería, la de la cuesta? He estado pensando, parece una chica muy simpática, muy amable, es lo que necesitaríamos aquí, en recepción. A lo mejor hablo con ella un día de estos. Se tocó la barbilla, como hace siempre, ¿qué crees que le parecerá a ella?, me preguntó. Le dije que ni idea, claro, pero te lo digo por si acaso, para que no te quedes muy sorprendida si él viene y te lo dice.
-En el hotel -murmuró Felicitas.
Estaba extasiada. El hotel Regencia, ante cuyas puertas pasaba algunas veces, le parecía el mejor hotel que habían visto sus ojos. Las puertas gíratorias, el vestíbulo alfombrado y el remoto mostrador de madera con las casíllas a sus espaldas guardando las llaves de sus clientes, le parecía uno de los lugares más inalcanzables de cuantos podía imaginar.
-No es mal trabajo el del hotel -dijo el chico, como si hiciera falta convencer a Felicitas de las excelencias de aquel trabajo.
El chico pagó al fin el precio del abrillantador y se fue. Felicitas no pudo ya seguir el hilo de la historia sentimental de su revista. Miraba con ansiedad hacia la puerta por donde había desaparecido el mozo de los recados y por donde aparecería el director del hotel Regencia para ofrecerle trabajo. Recordó todos los cuentos y novelas que había leído, todos los finales felices, todas las heroínas triunfantes, y se unió a su gloria tras el mostrador de la droguería. En su sonrisa silenciosa, los clientes que aquella tarde entraron en la tienda hubieran podido encontrar un grado de misterio. Porque ella no se lo dijo a
Recepción
nadie. Se parecía demasiado a un sueño.Pero junto a la ilusión nació la inquietud, ¿y si no era verdad? Era absurdo que el mozo de los recados la hubiera engañado con una cosa así. Él no podía imaginar que significara tanto para ella. Sin embargo, aquel día de bochorno concluyó con ansiedad: Felicitas no descansaría hasta confirmar la noticia. Se maginaba a sí misma mucho mejor vestida, mucho mejor arreglada (sin aquella bata blanca con la que ahora debía cubrirse), dando y recogiendo llaves, tal vez un mensaje, llamadas telefónicas, consultando el libro de los clientes. Le costó mucho dormirse, desvelada por la sensación de poder obtener algo en lo que nunca se hubiera atrevido a pensar.
El día siguiente transcurrió muy despacio. Como el anterior, hacía un calor pegajoso, y Felicitas se dijo: un director no va a venir a buscarme en un día así, de tanto calor, lo más adecuado es que envíe al mozo. Pero tampoco el mozo apareció. Durante varios días, Felicitas miró hacia la p uerta constantemente. Mientras atendía a una señora, su mirada se desviaba hacia quien atravesaba el umbral.
-¿Pero qué te pasa que parece que no estás en lo que,estás? -le reprochó, incluso, un cliente.
CALOR
Felicitas se disculpó. Bien sabía que no era el calor. A ella no le molestaba. Había cosas más importantes que el calor. Su vida podía cambiar. Imaginó que en el vestíbulo del hotel nunca haría calor y estuvo a punto de decirlo: donde se debe estar muy fresco es en el vestíbulo del hotel Regencia, pero se calló, comprendiendo que hubiera sonado extraño.
Sin embargo, suspiró.
-Tú es que estás enamorada, eso es lo que pasa -dijo ún señor que vivía solo y que solía venir por las mañanas.
Felicitas enrojeció. Siempre que se hablaba de amor enrojecía. Y volvió a suspirar, esta vez con más fuerza, como si quisiera espantar los malos pensamientos de los demás. Estaba deseando poder decirles: ¿saben?, me voy al hotel. Me han llamado del hotel. Me han ofrecido el trabajo de recepcionista.
Pero los días pasaban y aquel acontecimiento no se cumplía. Felicitas estaba deseando volver a ver al mozo de los recados, al menos eso: confirmar que el director había dicho eso de ella, hasta podía preguntarle si no sería conveniente que ella fuera a verlo al hotel, ¿por qué no? Al cabo de un par de semanas (nunca se había retrasado tanto) vino el mozo y encargó un lote completo de productos de limpieza. Felicitas lo miró fijamente: hubiera preferido que fuera él quien hiciese alusión a aquel asunto, pero permanecía herméticamente- callado.
-¿Te acuerdas de lo que me dijiste el otro día -dijo al fin Felicitas en tono despreocupado, como si se acordara en ese mismo momento-. Lo de que tu director dijo que yo podía trabajar en la recepción -su mirada era un poco interrogante y seria, pero trató de parecer frívola-, pues lo he estado pensando y sí, me gustaría. A fin de cuentas, aquí hago algo parecido, ¿no? Y en el hotel el trabajo es más selecto, ¿no? -le había costado dar con esa palabra y le pareció satisfactoria. Selecto, eso era- me gusta el trato con la gente, no soy una eremita -otra buena palabra-. ¿Sabes una cosa? Me gustaría mucho trabajar en el hotel, la verdad.
El mozo sonrió.
-Me alegro -dijo-, porque el patrón me lo ha vuelto a decir. Me dijo: he pasado por delante de la droguería y he visto a esa chica, la dependienta. Es la clase de chica que me gustaría tener aquí, en recepción.
por qué no entró? -preguntó Felicitas con los ojos muy abiertos.
-Es un tipo raro -dijo el chico, pensativo a lo mejor no se atrevió.
-¿Quiénlleva ahora la recepción?
-Entre él y su mujer, pero eso no puede durar. Ellos tienen otras cosas que hacer. Llevan así dos meses, desde que se marchó el señor Romero, que era un buen recepcionista -había un tono de admiración en la voz del chico y Felicitas se estremeció: ella también estaba dispuesta a admirarlo.
-Pues me gustaría -insistió Felicitas-. ¿Crees que me lo dirá?
IDIOMAS
El chico se encogió de hombros. Ya no parecía tan seguro como la primera vez. -A lo mejor piensa que aquí estás contenta, a lo mejor no se quiere poner a mal con la dueña. -¿Ysi se lo dijera yo? El chico la miró un poco asombrado. que quiere a lgo, lo busca -dijo al fin mientras pagaba el lote. -¿Tú crees que debo hacerlo? ¿Qué me aconsejas? es un buen trabajo. Ganarías más que aquí, me parece. ¿Sabes idiomas? -preguntó, levemente altivo, como si la estuviera contratando él.
-He estudiado francés y de
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Recepción
Viene de la página anterioringlés sé algunas frases -en ese momento Felicitas pensó en el latín que sabía su padre-. ¿Qué harías tú?
-Siempre es mejor que te llamen, eso desde luego, pero puedes ir tú, no veo por qué no.
El tono del muchacho sonaba indeciso.
-Esperaré unos días -dijo Felicitas.
Sola en la tienda, Felicitas se quedó reflexionando. Al chico le parecía normal que ella fuera a ver al director, pero le parecía mejor que la llamara él, ¿por qué tantas endiabladas reglas? Ella quería trabajar en el hotel y el director decía que quería una chica como ella. No obstante, no había entrado en la tienda a decírselo. Felicitas se pasó la mano por la frente. Le dolía la cabeza. La droguería, repentinamente, la agobiaba. ¿Tendría la suerte de poder abandonarla? Ese día, ese momento del adiós, ¿llegaría? No dejó de sonreír a los clientes, porque sonreír era ya una parte de sí misma, pero su mente estaba lejos. Ya no parecía fácil el acceso a la recepción del hotel, que hacía un par de meses se había abierto ante sus ojos como una visión prometedora, pero debía trazarse un plan de acción. Dejaría transcurrir una semana, y después iría al hotel Regencia, preguntaría por el director en la misma recepción y le diría que estaba interesada en trabajar allí.
VERANO
La semana transcurrió sin novedades. Finalizaba el verano y Felicitas tenía derecho a unos días de vacaciones, para los que ya había planeado una estancia junto al mar. Podía dejar el asunto para la vuelta, pero una tarde, después de dejar la tienda, caminó hacia el hotel y cruzó el umbral de su puerta. ¿Cómo iba a pasar unas vacaciones sin saber lo que le aguardaba a la vuelta? Felicitas ya había imaginado la posibilidad de que el director del hotel le diera un no rotundo, pero quería oírlo para dejar de pensar en el mostrador de recepción, que se había convertido en un peso intolerable.
En el mostrador estaba una señora de mediana edad, que a Felicitas no le resultó ni muy desagradable ni muy desconocida. Era una de esas señoras que entraban en la droguería cargadas de bolsas, levemente más distinguida, porque en ese momento no llevaba bolsas. En cambio, sostenía un bolígrafo y repasaba las notas de un cuaderno de contabilidad. Felicitas miró aquel cuaderno. Había pensado en él más de una vez y se dijo: esto lo he vivido antes. He pensado tanto en este hotel que lo conozco perfectamente. Era la misma luz, la misma madera, la misma alfombra, todo estaba donde tenía que estar, las llaves, los ceniceros, los cuadros, el calendario. Sin embargo, era la primera vez que pisaba el hotel y no dejaba de tener el aire de lo desconocido y misterioso.
La mujer del mostrador levantó sus ojos, interrogante.
-Soy Felicitas, la de la droguería -dijo-. Me han dicho que ustedes buscaban una chica para la recepción -miró las manos temblorosas de la mujer que sujetaban el bolígrafo como podían y que se apoyaban en el mostrador, de donde obtenían seguridad- o para lo que sea -añadió con rapidez.
Por unos instantes la mujer no dijo nada.
-Me parece que te conozco -dijo al fin-. Has dicho que trabajas en la droguería.
-En la de la cuesta -puntualizó Felicitas. Iba a añadir que ellos compraban allí todo lo de la limpieza y que mandaban al mozo a hacer recados, pero la mujer se movió. Lentamente dejó su puesto tras el mostrador.
-Espera -dijo, y salió del vestíbulo.
La mujer apenas la había mirado, pero tampoco le había dicho que se marchara. Eso era buena señal. Felicitas se acercó al mostrador y acarició la superficie de madera pulida, Estaba tan cerca del sueño. No le importaba que la mujer se hubiera ido y tardara en volver. Le gustaba estar en aquella habitación, con el pasillo a la derecha, las escaleras justo a la izquierda del mostrador y la puerta giratoria enfrente. También se veía la calle desde allí. Otra calle, más ancha de la que se veía desde la droguería. La gente no paseaba con las bolsas de la compra. Iban con menos prisa, a una cafetería, al cine o simplemente de paseo.
Del pasillo de la derecha, por donde había desaparecido la mujer, se escuchó un ruido de pasos. Felicitas miré atentamente. En el, cuarto entró un hombre que debía ser el dueño. Llevaba una camisa blanca, muy limpia, sin corbata, y una chaqueta de verano de color gris claro. Andaba un poco renqueante.
-Así que eres la de la droguería -dijo, mirándola.
-Me dijo el chico -no sabía el nombre del chico y Felicitas se sintió desconsiderada. Era importante para aquel trabajo conocer los nombres de las personas- Me dijo que buscaban a alguien para la recepción, que el señor que estaba se marchó hace unos meses.
-Estuvo 10 años con nosotros -dijo el hombre, que se sentó en una butaca tapizada de oscuro-. Siéntate, chica, ¿cómo has dicho que te llamas?
-Felicitas.
-Un nombre original, vaya. Y alegre. ¿Qué carácter tienes? -preguntó inmediatamente-. El buen humor es esencial para un trabajo como éste. No importa cómo te sientas, pero tienes que mostrar una cara amable a los huéspedes, a todos por igual. Nada de manías. Todos los huéspedes pagan su cuarto y un trato de respeto. A todos, los buenos días y la buena educación. Atender al huésped es una tarea delicada. Hay que saber estar por debajo de él y, en determinados momentos, muy brevemente, hacerle ver que ésta es una comunidad a la que también él debe algo. Sólo si es necesario. En todo el tiempo que llevo dedicado a la hostelería, no me he encontrado más que con dos casos desagradables. Dos casos.
-Me gusta mucho -dijo Felicitas- En la.droguería también es un poco así. Hay que atender a todos los clientes por igual. Me gusta hacerlo. Y del humor, creo que no me falta. Me encanta la gente.
-Eres joven, eso es lo que pasa, pero así es mejor.
PAÑUELO
El dueño del hotel tuvo un acceso de tos. Cuando se recuperó, sacó un pañuelo, con el que se secó el sudor de la cara.
-Nos echarás una mano en todo lo demás. Tu cometido está en la recepción, tras el mostrador, pero a primera hora de la mañana está el chico, que releva al portero de noche, un muchacho árabe. Todos buenos trabajadores. Por la mañana ayudarás a la mujer de la limpieza con los cuartos, y después de comer yo puedo atender esto mientras tú ayudas en la cocina. Somos como una familia, ya nos conocerás. Marta te enseñará el cuarto, arriba, donde vas a dormir. No es gran cosa, pero te sale gratis, ¿qué ganabás en la droguería? Aquí son 20, más la Seguridad Social. Y todos los años, ascenso.
Felicitas no se había atrevido a pensar mucho en el sueldo. Secretamente había esperado más, pero, de todos modos, el trabajo era mucho mejor que en la droguería. Podía vivir con ese dinero.
-Está bien -dijo.
Felicitas le comunicó que pensaba irse de vacaciones la semana próxima, pero que podía dejarlo, si era muy urgente, El dueño negó con la cabeza.
-Nada de eso -dijo- tómate tus vacacioens y disfruta.
El dueño hizo entonces algunas bromas, sobre el tiempo y sobre la juventud, y Felicitas pensó en ese muñdo que se le había escapado a su tía Damiana, entre los solemnes soporta les de la lejana plaza Mayor. Enseguida se levantaron. La entrevista había concluido.
Al fin pudo Felicitas comunicar la noticia en la droguería. Todo el mundo la felicitó y todos le recomendaron que pidiera un aumento de sueldo a los seis meses, cuando ya su posición fuera fuerte. Podía ganar mucho más. Le habían ofrecido un sueldo bajo porque estaba de prueba, era lógico. Sus amigas, las que iban de vacaciones con ella, también acogieron con aprobación la nueva noticia. En medió de todo, era progresar. En eso todos estaban de acuerdo.
De forma que, a la vuelta de las vacaciones, Felicitas hizo su maleta y se trasladó a su nueva residencia. Tenía un cuarto para ella sola, aunque tenía que utilizar el cuarto de baño que usaban los dueños, al final del pasillo. Durante el día estaba muy atareada, ayudando a todo el mundo y atendiendo a los huéspedes dentro y fuera del mostrador. Por la noche, cuando se, tendía sobre la cama, en un colchón bastante incómodo, se decía que todo estaba bien. Aquel lugar le gustaba, ése era el mundo con el que había soñado. Todos la llamaban y la querían. El dueño, a los dos meses, le ofreció una paga extra si se quedaba tras el mostrador hasta las doce de la noche, hora en que llegaba Salem, el muchacho árabe.
Y en seguida descubrió Felicitas que esos eran los mejores momentos del día. A esa hora silenciosa, en la calle empezaba el rumor de la vida nocturna. Desfilaba por la calzada gente con ganas de diversión, ataviada para brillar en la oscuridad. Felicitas los contemplaba tranquila. Le gustaba estar allí, mientras ellos desfilaban en busca de jaleo. En una ocasión, un hombre se detuvo mirándola al otro lado de la puerta giratoria, al fin se decidió a empujarla y apareció ante los ojos de Felicitas, que llevó su mano al timbre de alarma, sin presionarlo.
-¿Por qué no te vienes conmigo? -preguntó el hombre-. He ganado dinero en una apuesta y estoy solo. Quiero celebrarlo. Pero me han gustado tus ojos, qué demonios. Hay muchas chicas en la calle, pero me he prendado de tus ojos.
Para su propio asombro, Felicitas hasta sonrió, mientras decía:
-No puedo dejar el mostrador, pero si todavía está aquí mañana pase a verme. Tal vez pueda escaparme un rato.
-Mañana es mañana, muñeca, y la noche es larga. No voy a poder esperar. Pero no te olvidaré. Quién sabe.
CALMA
El hombre, cón mucha calma, se encaminó hacia la puerta giratoria, la volvió a empujar y salió a la calle. Desde allí hizo una reverencia profunda y luego envió un beso a Felicitas. Inmediatamente desapareció.
Felicitas, que en aquel momento estaba escribiendo una carta a sus padres, se quedó un rato con la mirada fija en la puerta giratoria, por donde el hombre había desaparecido. Todavía vio pasar ante sus ojos a un grupo de personas que hablaban muy alto. Luego paseó su mirada por el pequeño vestíbulo. Todo estaba en su lugar. La luz amarillenta de las lámparas caía sobre los muebles y daba a la habitación la iluminación y las sombras precisas. En medio del silencio, del rumor de la calle que se filtraba hasta el vestíbulo, venía, de cuando en cuando, de las habitaciones de arriba, el ruido de una puerta que se abre o se cierra, una tos, unas voces apagadas.
Felicitas suspiró y buscó el hilo perdido de la carta a sus padres. Describió una vez más para ella la vida del hotel, con la íntima convicción de que, al fin, en aquel momento de su vida, su padre habría llegado a sentirse orgulloso de ella.
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