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Rule Britannia

Hoy se cumplen 283 años de la usurpación de Gibraltar por un almirante inglés, George Rooke, aprovechando una guerra civil española, la guerra de sucesión, y cuando España no estaba oficialmente en guerra con lo que tres años más tarde se convertiría en Gran Bretaña tras la fusión en 1707 de los Parlamentos inglés y escocés, una fusión, por cierto, considerada por los escoceses como una mera absorción por parte de Inglaterra.Cerca de 300 años después, la situación para España es peor que la aceptada por los negociadores españoles en el draconiano Tratado de Utrecht, cuyo artículo X regula la cesión la perpetuidad del castillo y fortaleza de Gibraltar" a la corona británica, a la vez que da la primera opción a España para recuperar la plaza en el caso de que cambie su situación jurídica.

Y es peor para España porque en el Tratado de Utrecht la cesión terminaba en los muros de la fortaleza, y ahora, según acaba de recordarnos el responsable de la política exterior británica, sir Geoffrey Howe, en declaraciones a este periódico (ver EL PAÍS del 31-7-1987), Londres ha reafirmado, como lo hizo por primera vez en 1969, su jurisdicción sobre el istmo en el que está situado el aeropuerto.

Fue precisamente esta afirmación de la jurisdicción británica sobre un trozo de territorio español nunca cedido en el Tratado de Utrecht la que provocó la natural reacción por parte del Gobierno de Madrid, que decidió, en aplicación estricta del artículo X del tratado, el cierre de la verja. Dicho artículo estipula, entre otras cosas, que no existirá "comunicación alguna por tierra entre Gibraltar y el territorio circundante".

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Pretender, como pretende Howe, defender las intolerables dentelladas británicas en territorio español en base a que en Utrecht se pretendió evitar el contrabando futuro constituye, en el mejor de los casos, una ingenuidad, y en el peor, un desprecio olímpico hacia la sensibilidad española en un tema capital que afecta a su integridad territorial. Los sucesivos Gobiernos británicos se empeñan en ignorar la naturaleza colonial del problema, que es donde está el meollo de la cuestión y no en su naturaleza humana, como argumentaba en reciente artículo mi viejo amigo, el embajador del Reino Unido en Madrid, lord Nicholas Gordon-Lennox, quizá porque, presentándose como garantes de los deseos de los gibraltareños, se difumina mejor el hecho de que Gran Bretaña mantiene una colonia en un país que, para mayor inri, es su socio en la Comunidad Económica Europea y su aliado en la OTAN.

Con relación a este último punto, cada vez resulta más incomprensible por qué el Gobierno Calvo Sotelo no supeditó la entrada de España en la Alianza Atlántica y la renegociación de las bases a un compromiso de apoyo de Washington y del resto de los aliados occidentales a la solución del problema colonial español. Aunque no me gustan demasiado los que muerden la mano de sus antiguos protectores, caso de Georges Papandreu contra el país que le acogió y le dio pasaporte y una cátedra, la actitud del jefe del Gobierno griego en sus actuales conversaciones con los americanos es admirable desde el prisma heleno: el precio de la renovación -vienen a decir los griegos- se llama Chipre y nuestra soberanía en el Egeo.

La desmesurada reacción de Londres ante la comprensible negativa española a incluir Gibraltar en el acuerdo europeo sobre transporte aéreo indica el nulo esfuerzo británico por comprender la profundidad de los sentimientos españoles sin distinción alguna de su adscripción política ante la existencia de una colonia en su territorio. Alguna vez algún Gobierno español intentará tener una política informativa sobre los grandes temas nacionales y dará la batalla de Gibratar en los medios de comunicación del mundo, incluidos los del Reino Unido. Quizá entonces se podrá preguntar a los británicos si les gustaría que España, después de haber apoyado a Jacobo II en la guerra civil del XVII, se hubiera quedado con Great Yarmouth, por ejemplo.

La reunión de los ministros, de Transporte en Luxemburgo no fue "la primera vez que un problema bilateral trascendía a un foro multilateral". Gibraltar ha sido debatido una y otra vez por la Asamblea General de las Naciones Unidas, y una y otra vez el organismo internacional se ha pronunciado peor mayorías abrumadoras a favor de las tesis españolas. Quizá fuera bueno que alguien explicara a Margaret Thatcher, tan defensora del derecho a la autodeterminación de los gibraltareños, que la Resolución 1.514 puso de manifiesto con claridad meridiana que ese derecho a la autodeterminación no podía ir nunca en contra de la integridad territorial de los países miembros.

La continua apelación de los negociadores británicos a los deseos de los gibraltareños, cuyos derechos adquiridos en torno a nacionalidad, propiedades, estudios, etcétera, nadie desea violar y todos quieren proteger, constituye una verdadera mofa si se considera que los deseos de los cinco millones de habitantes de Hong Kong fueron ignorados totalmente por Londres en las negociaciones con Pekín para la retrocesión de la colonia a China en 1997. La explicación de Howe a EL PAÍS sobre la no homologación de los casos de las dos colonias no resulta nada convincente. Si Hong Kong, en opinión de Howe, no resulta una entidad viable sin los Nuevos Territorios, que tenían que ser devueltos a China al final del arriendo, Gibraltar tampoco lo es sin el istmo y con la verja cerrada. Sólo la excesiva generosidad -o ingenuidad- española en este tema ha permitido su viabilidad actual.

Sería muy lamentable que tuviera razón lord Carrington, que hace unos meses comentaba con un amigo español que, en el tema de Gibraltar, "lo malo para España era que fuera parte de Europa". Según Carrington, y si hay que hacer caso a la, anécdota, "el tema estaría resuelto, como se resolvieron Rhodesia y Hong Kong, si los españoles fueran negros o chinos".

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