Radiografía de un golpe de Estado
El centenario de Alfonso XIII -cumplido en 1986- ha dado pie, como es frecuente, en efemérides históricas señaladas, para una reflexión, "desde la serenidad", sobre la persona del rey y sobre su largo reinado, a cuyo abrupto final seguiría, según es bien sabido, una doble y sucesiva condena: la de los republicanos, que al fin y al cabo se justificaban de este modo; y la de los triunfalistas de 1939, que, con un punto de vista diametralmente opuesto al de aquéllos, rechazaban al rey por su filiación liberal y por su negativa a adelantar la guerra civil en cinco años. Aparte las habituales evocaciones nostálgicas de determinada prensa -rara vez con novedades de enjundia-, y algún trabajo breve, pero documentado, en revistas especializadas, el centenario se señaló con la aparición del libro de Guillermo Cortázar -Alfonso XIII, hombre de negocios-, y, ya en 1987, pero todavía dentro del centenario, con el apasioriante estudio de Javier Tusell Radiografía de un golpe de Estado. El ascenso al poder del general Primo de Rivera. Uno y otro trabajo rectifican, muy positivamente para el hombre y para el monarca, el cliché con que han pretendido fijar su figura ante la historia los hombres del 14 de Abril y los del 17 de julio.El libro de Javier Tusell, al lile voy a dedicar ahora mi intención, está escrito prácticamente sin notas al pie de página, pero se halla informado por una impresionante movilización documental, hasta ahora inédita. El día de su presentación lo pusieron de relieve, en un acto brillante, el embajador de Israel, Shlomo Ben Ami -gran especialista en el tema-, Juan Pablo Fusi y el actual duque de Primo de Rivera, cuya generosa actitud -la apertura del archivo de su abuelo a la insaciable curiosidad de Tusell- ha sido clave esencial para hacer posible este libro. Según el cual, queda confirmado lo que ya había dicho el profesor Pabón y yo mismo corroboré en mis estudios sobre Alfonso XIII y sobre el militarismo y el civilismo en la España contemporánea. No fue don Alfonso el motor de la dictadura; se le mantuvo al margen de la trama (aunque le llegara una advertencia, sin información aclaratoria, por parte del cuadrilátero, que actuaba en Madrid). Tampoco Martínez Anido estaba implicado en la conjura, no sirvió de enlace entre el rey y los golpistas, tal como lo sostendría luego Unamuno, cuando atribuyó al rey y al general los papeles de impulsor e instrumento. El catedrático de Salamanca, exasperado por la persecución de que Primo le hizo víctima, actuó, a partir de un momento determinado, como un energuménico debelador de la dictadura y de la propia monarquía, y se lanzó por la vía del libelo, olvidando que ser liberal, supone tener presente que "los medios no justifican el fin", según la expresión marañoniana. Tampoco parece haber sido la razón para el golpe el supuesto afán de enterrar el expediente Picasso, cosa que tanto juego daría en la ofensiva contra el régimen.
Don Alfonso, que alguna vez había pensado en abdicar, y alguna vez también en suscitar por su cuenta una situación dictatorial transitoria, y presidida por él mismo -según el modelo de Yugoslavia-, para arrancar al país del, atasco político en que se debatía desde 1918, y facilitar una solución enérgica al problema de Marruecos (el peculiar Vietnam español), se encontró en 1923 con una situación de fuerza que le ponía entre la espadla y la pared: aceptar el golpe o hacerle frente. Para esto último sólo contaba con un Gobierno -el del marqués de Alhucemas-, irresoluto y en descrédito, que carecía del más mínimo apoyo en la opinión; y ello incluía el riesgo de un giro de los golpistas hacia la república, o de un amago de guerra civil. Se decidió a favor de Primo de Rivera, haciéndose eco de una opinión que, en aquellos momentos, era sin duda mayoritaria en el país.
Quizá va demasiado lejos Tusell en su esfuerzo de reducir el alcance de la "unanimidad militar frente al golpe": por ejemplo, en la supuesta tibieza inicial que atribuye a Sanjurjo. La participación de lleno de este último en la trama no ofrece dudas documentalmente; cosa distinta es que su actitud resulte asombrosamente irresponsable en vísperas del golpe. Pero, salvo determinados generales que se mantuvieron al margen o contra Primo de Rivera -Weyler, Aguilera, Zabalza, López Ochoa-, los que en principio no estaban con la conspiración se dejaron luego arrastrar por el éxito de aquélla. De esta forma, la dictadura de Primo de Rivera entra de lleno en esa modalidad del intervencionismo militar que se inicia con Pavía, muy diversa de la que representaron los pronunciamientos de la época isabelina, arietes de los partidos liberales en un tiempo en que el sistema representativo no funcionaba más que en teoría, y en que las elecciones parlamentarias apenas tenían sentido más que para muy reducidos sectores sociales. La dictadura vino como clara definición del Ejército ante la situación política que arranca de 1898; con antecedentes muy claros en el rumor de sables de 1905 -que trajo la ley de Jurisdicciones-, y en la aparición de las Juntas de Defensa el año 1917. E idéntico sentido -el desplazamiento de los civiles por el sentido del orden y de la patria encarnados en el Ejército- tuvo el alzamiento del 17 de julio de 1936; pero desembocando, esta vez, en la inmensa desdicha de una guerra civil.
Quizá lo más sugestivo del libro de Tusell se condensa en las breves páginas epigonales - Cómo dar un golpe de Estado y cómo evitarlo-, en las que el autor establece un paragón entre tres fechas cruciales de nuestro siglo XX (13 de septiembre de 1923; 117 de julio de 1936; 23 de febrero de 1981). Según Tusell, "tanto el golpe de Estado del 17 de julio como el del 23 de febrero fueron sendos fracasos, a diferencia de lo sucedido el 13 de septiembre" (considerar "fraca-
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Radiografía de un golpe de Estado
Viene de la página anteriorso" el golpe del 17 de julio se justifica en el hecho de que diera paso a la guerra civil; de haber triunfado cuando se produjo, ésta no hubiera sido necesaria). El golpe del 13 de septiembre se impuso fácilmente porque se oponía a un régimen decadente "que había agotado sus posibilidades y que carecía de apoyo popular"; el de julio de 1936 tropezó, en cambio, con el hecho de que "el sistema político, caracterizado por una movilización política muy intensa, había logrado un apoyo, bien directo, bien remitido a una utopía revolucionaria, que impedía que una minoría accediera al poder mediante un acto de audacia". Por razones no muy diversas en el fondo, piensa Tusell que los golpistas de 1981, aunque hubiesen logrado hacerse con el poder, difícilmente hubieran podido conservarlo mucho tiempo: "Resulta poco concebible que consiguieran la estabilización de un régimen".
El éxito de Primo de Rivera se debió a que actuó con decisión, con oportunidad, escogiendo el momento exacto, y moviéndose con cierta ambigüedad táctica respecto a sus últimos objetivos pragmáticos; supo también "cumplir con la regla de oro del conspirador: sumar y no restar en torno a su figura". En cuanto al rey, "al margen de la posición que pudiera adoptar, por las circunstancias quedaba convertido en una especie de árbitro supremo". "Esta situación, a corto y medio plazo, para el país podía suponer evitar un conflicto sangriento, pero a la larga suponía la desaparición de esa misma instancia arbitral".
Tusell establece, en fin, un inteligente contraste entre el caso de 1923 y el de 1981. En esta última ocasión (el famoso 23-F), resulta obvio que los conspiradores quisieron repetir el recurso a una instancia intermedia -la Corona-; sino que la respuesta de Alfonso XIII y la de su nieto fueron muy diferentes. Aparte la convicción personal de uno y otro, "porque también las circunstancias políticas eran radicalmente distintas. Alfonso XIII era el rey de una España cuyo sistema político era liberal, pero oligárquico, y su comportamiento fue acorde con él; Juan Carlos I es el rey de una España con una Monarquía democrática, y también actuó en consecuencia".
Tengo ante mí -al margen de este libro apasionante y clarificador- un recorte de prensa británica relativo a la situación de los reyes de Italia y de España frente a Mussolini y Primo de Rivera (Manchester Guardian, 10 de diciembre de 1925). Pienso que bien puede servir de colofón a las reflexiones de Tugell. El editorialista en cuestión advierte el riesgo que para ambos monarcas supone haberse plegado a un golpe que tiende a perpetuar la situación creada. Ni Víctor Manuel III ni Alfonso XIII habían asumido el gesto heroico de oponer al reto la lealtad a su pueblo. "La acción heroica es una de aquellas cosas que uno puede ver con satisfacción, pero que no hay derecho a pedir. Sé misericordioso con los hombres débiles: puede ejercerse cierta caridad con los dos hombres faltos de resolución, mal situados en Roma y en Madrid, que han dejado escapar la mejor ocasión de su vida para distinguirse". Sin duda -pienso yo- no fue falta de heroísmo lo que decidió la actitud de Alfonso XIII en 1923, y la historia no le ha juzgado exactamente como un hombre débil, ni carente de resolución: ésta llegó también para poner fin a la dictadura, pero llegó demasiado tarde. Salvado el desenfoque del articulista sobre las circunstancias reales en que sobrevino la crisis española, queda en pie, desde luego, el contraste que la perspectiva histórica nos permite establecer ya, como balance, entre la actitud de la Corona en 1923 y en 1981; y el diagnóstico para un futuro en consecuencia.
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