Cómo no acabar con los hospitales públicos
El conflicto hospitalario que ha hecho eclosión esta primavera es el fruto maduro de una situación crónica de insatisfacción profesional y económica que viene de años atrás y que espera aún soluciones. Las propuestas ministeriales que lo desencadenaron fueron el detonante que hizo explotar la frustración y desengaño acumulados por los médicos de los hospitales públicos, en desacuerdo con las pro puestas, pero aún más insatisfechos por el persistente deterioro de los hospitales y de sus salarios. Conviene recordar que, a pesar de la disminución de presupuestos en la sanidad pública y de las difíciles condiciones asistenciales, los hospitales han sido y siguen siendo -gracias a los médicos- los centros de seguridad científica para los pacientes que precisan atención cualificada y no la encuentran en la red ambulatoria, si bien los médicos de ambulatorio perciben una retribución superior a la de los médicos hospitalarios.
Como en todo conflicto entre Administración y administrados, habrá, para algunos, motivaciones políticas de bloqueo al Gobierno, pero sería un error grave que la Administración hiciese esta comprensión reduccionista del conflicto, olvidando que la mayoría de los médicos hospitalarios, y en especial los sectores más activos en el conflicto, son profesionales estrechamente vinculados al trabajo hospitalario, que reivindican mejores condiciones y mejor calidad en su trabajo, al tiempo que una regularización del poder adquisitivo perdido tras muchos años.
La mayor parte de los médicos que hoy protagonizan la actividad de los hospitales públicos son fruto de la formación recibida a través de los programas MIR, que se iniciaron en 1965. Estos programas, inspirados en la tradición docente y asistencial anglosajona, responden implícitamente a un determinado modelo hospitalario que hasta hoy no ha tenido traducción en la legislación española. El hecho de no ver recogido este modelo en el estatuto-marco y pensar que en vez de avanzar hacia este modelo se va hacia un sistema más burocratizado, es uno de los factores que ha contribuido a generalizar la protesta.
Muchos esperábamos que la reforma sanitaria empezara por transformar la base del sistema: la atención primaria, creando un nuevo dispositivo asistencial que fuese útil al usuario. Al mismo tiempo, también esperábamos que se hicieran nuevas inversiones en los hospitales para mejorar la infraestructura, los medio técnicos, el confort asistencial.
Pensamos que el médico de hospital habría esperado la regularización de sus salarios mientras se empezaba a mejorar las dotaciones hospitalarias, el médico sabe apreciar como estímulo lo que se hace para cualificar las formas de prestación sanitaria, como sería disponer de despacho para atender a los pacientes, evitar la masificación asistencial, que existiera agilidad administrativa cuando se solicita una exploración o un medio técnico.
Nuevos criterios
Pero la Administración sanitaria parece poco decidida a empezar por este: camino, en cambio intenta imponer nuevos criterios en la organización y remuneración del trabajo médico hospitalario. Es, quizá, la opción administrativa aparentemente más fácil, pero, al mismo tiempo, también más irresponsable. En primer lugar, porque los criterios de productividad, movilidad, etcétera, no son aplicables ni a corto ni a medio plazo mientras no se reformen los ambulatorios, no se instrumenten sistemas de información sanitaria (no se conocen ni tan sólo los diagnósticos que establecen los médicos en cada hospital), o se implanten mecanismos de control de calidad. Por ello los nuevos criterios ministeriales parecen fruto de la ingenuidad y esquematismo adolescente ("el principal problema sanitario son los médicos, empecemos, pues, por ellos"), o quizá es consecuencia de ignorar la base y complejidad de la problemática sanitaria y de las relaciones asistenciales médico-paciente. En segundo lugar, la opción ministerial es también irresponsable, porque al intentar modificar la situación administrativa de los médicos de hospitales, sin afrontar el fondo de los problemas hospitalarios, podría haber previsto la reacción de éstos. En cambio, el ministerio ha sido sorprendido por el conflicto, reacciona con prepotencia, le cuesta demasiado sentarse a hablar con los médicos interesados, el conflicto se caldea y, al final, puede terminar en una ruptura histórica que sea dificil de recomponer en muchos años, cuando eran los médicos de hospitales los primeros aliados para reformar la sanidad. Ha sido un grave error político (que ya no técnico) que pagaremos todos.
El conflicto hospitalario ha sido, quizá, el más grave que se ha producido en la sanidad española y se corre el riesgo (que debería evitarse) de entrar en un largo proceso de frustración y desinterés de los médicos por la reforma sanitaria, que, junto a las cortas inversiones y a los errores de la Administración, llevan al hundimiento del sistema hospitalario y de la solvencia asistencial y científica de la medicina pública conseguidos con el esfuerzo de muchos años.
Los médicos deberán avanzar en el proceso representativo, y la Administración debiera reformar los colegios de las elecciones sindicales que subsisten aún según los criterios populistas de la dictadura. El ministerio hubiera debido ser más lúcido al desencadenar el conflicto.
Es preciso que la Administración y los médicos recompongan un clima de confianza reciproca, y en este sentido sería útil y alentador que el presidente del Gobierno, en tanto que representante máximo del Ejecutivo, tomara la iniciativa de auspiciar y hacer posible el renacimiento de la confianza perdida.
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