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La pantalla del mundo

Maravilloso misterio de la televisión. Conocí una vez a un niño que creía que su aparato era una especie de caja mágica que contenía todas las imágenes y rostros del mundo. Y contemplaba con sagrada curiosidad la maraña de hilos y de lámparas que milagrosamente los encerraba. Hace mucho, me contaron de una anciana que, ignorante de sus más elementales leyes técnicas, amonestaba a sus nietecitos cuando hacían travesuras en la mesa. Les reprochaba ingenuamente: "¡Qué va a decir este señor de la televisión que os está mirando!".Sabemos que no se trata de eso. La televisión es un medio electrónico de comunicación e información. Su poder de fascinación reside en acercarnos el mundo. Los lugares más recónditos los acontecimientos, más alejados e insólitos no son un secreto para sus pantallas. Lo mismo que el ojo de los antiguos dioses, no conoce las barreras del espacio y sólo relativamente las del tiempo. Guerras y descubrimientos, grandes acontecimientos de la política y pequeñas anécdotas cotidianas, lo banal y lo escandaloso, la alegría de vivir y las escenas del hambre o de la muerte: todas las cosas y todas las emociones tienen un lugar en el gran universo de la pequeña pantalla.

Sabemos, sin embargo, de sus peligros. La distorsión de las imágenes, las informaciones parciales o falsas, el condicionamiento de la opinión, en fin, la manipulación. Pero estas posibilidades no las encierra en mayor grado la televisión, que la palabra escrita o incluso que la palabra hablada. Por lo demás, existen medios, dentro y fuera de sus redes, para corregir sus errores y abusos y manipulaciones.

Un segundo temor nos acecha: la infinita multiplicación de informaciones que le es inherente como medio acaba por neutralizarlas y hacernos psicológicamente inmunes tanto a las citas de mayor hermosura como a las más despiadadas escenas. En la continuidad estética y epistemológica que comporta el medio técnico se suceden sin solución de continuidad los acontecimientos y las imágenes más heterogéneas y más incongruentes. El medio las iguala, las uniformiza, las banaliza. El mismo tratamiento para un escándalo amoroso que para una decisión político-universal, para una guerra que para un encuentro deportivo. Al final uno acaba abrumado en un caos de datos e imágenes. Más que sus usuarios, somos las víctimas de la programada desorientación que genera la proliferación infinita de desordenadas representaciones del mundo. Y, no obstante, esta multiplicación es necesaria en virtud de la propia complejidad social y de la variedad incohmensurable, de miradas que acompañan la vida de la pantalla. Por si eso fuera poco, no hay que menospreciar la propia actividad subjetiva del espectador. Este no es el receptáculo pasivo hasta la catatonia que a veces se supone. Por el contrario, es una conciencia inteligente, activa e imaginativa, que selecciona, combina las imágenes, crea collages sintéticos y analíticos, introduce informaciones de otros medios, carga las imágenes resultantes con intensidades electivas, en fin, crea a partir de la pantalla un mundo propio.

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¿Y entonces? ¿Y el milagro? Un paréntesis sobre la pintura acaso nos permita adelantar un paso. Las villas renacentistas del Véneto dominan siempre conmovedores paisajes. Ya en sus salones, nos dirigimos espontáneamente a los ventanales. Luego nos volvemos para apreciar los objetos artísticos de las salas. Con sorpresa descubrimos en sus paredes frescos que representan el mismo paisaje de las ventanas. Es el mismo, pero es diferente. En su composición o en el énfasis otorgado a determinados objetos adivinamos una voluntad de ennoblecimiento y un cierto sentimiento heroico. Entre el paisaje real y su representación pictórica se establece una distancia, y por su intermedio, una reflexión, y comenzamos a descubrir, a través del diálogo entre la realidad y su representación, nuestro propio paisaje interior.

Sin duda alguna, las imágenes de la televisión también nos dan qué pensar. Pero no desde la distancia que interponía la representación de un cuadro, sino desde la inmediatez primera de nuestra mirada por la ventana del mundo. En eso reside su milagro. Es una pantalla, como la del cine o la de un cuadro. Sus imágenes han sido cortadas, procesadas, ensambladas, contrastadas o combinadas como se procede con cualquier representación artística. Sin embargo, su instantánea presencia y actualidad, el carácter universal de su difusión, el efecto ilusionista inherente a sus imágenes y el hiperrealismo microscópico que permiten sus medios de reproducción técnica le confieren el mismo valor ontológico que la propia realidad.

¿El mismo valor ontológico? De hecho, a sus estímulos reaccionamos muchas veces con mayor intensidad que ante la propia realidad. Un evento casual: escándalos, crímenes, un suicidio. Puesto en la pantalla se convierte en un drama universal. Se transforma en noticia, esto es, en el efecto del conocimiento y de las emociones compartidos por todos. Un país en crisis es apaciguado al día siguiente del discurso televisado de su presidente. El efecto persuasivo de su. apacible sonrisa de sobremesa puede más que las visiones particulares de angustia y malestar en las calles. Un político del escenario medial internacional decía: la guerra de Afganistán no está presente en la opinión pública; todo lo contrario sucede con la guerra de Líbano. Las imágenes renovadas de su bombardeo llegaban todos los días a nuestras casas. La guerra de Afganistán no tiene imágenes. Fue una afirmación extrema y filosóficamente interesante: sólo adquiere el valor ontológico de realidad aquello que es televisado.

También lo sabemos: para poder ser (cualquier cosa: presidente, hombre de la calle, papa, asesino o filósofo) es preciso devenir imagen. Todos corremos en pos de las cámaras para alcanzar su metafísica redención. Y, para bien o para mal, lo que no existe en la pantalla no es. La propia historia se ha convertido en espectáculo. ¿Una perversión del ser? Poco se adelanta con repulsas morales. El problema está más allá de la manipulación o de la neutralización de nuestra experiencia y nuestra conciencia del mundo por medio de sus pantallas. Está más allá de su verdad o de su falsedad. El problema reside en que la pantalla es el mundo.

Aquí, lo mismo que en los cuentos de hadas, los niños llevan la razón. El maravilloso milagro de la televisión es que encierra el secreto del mundo en sus lámparas.

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