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Tribuna:EL PARO Y LOS DESEQUILIBRIOS MACROECONÓMICOS / 1
Tribuna
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El empleo, ¿objetivo principal?

Existe en el país una extraña unanimidad en señalar que el empleo debe constituir el objetivo principal de la política económica.Extraña porque es de suponer que el objetivo de los empresarios es obtener beneficios, y nada habilita a suponer que esto se consiga mediante un mayor empleo. En la práctica se consigue con menos, sustituyendo trabajo por capital, por razones esencialmente tecnológicas. Sin embargo, cuando los empresarios señalan su preocupación por el tema, lo que piden es un menor coste del trabajo, lo que parece indicar que desean que les reduzcan los costes de producción, algo coherente con el objetivo de maximizar el beneficio.

Extraña porque los sindicatos tienen como objetivo principal defender los intereses de sus afiliados que, por definición, no son parados. Cabe suponer que traten de defender en forma algo abstracta intereses de clase, pero en la práctica tratan de evitar la destrucción de puestos de trabajo y de mejorar las condiciones de los existentes, lo que con frecuencia entraña medidas de protección de tipo corporativo que en nada benefician los intereses de los parados.

Extraña porque los partidos políticos conservadores defienden intereses de clase ajenos a los parados. Otra cosa es que su propaganda persiga hacerse con el voto de los parados.

Extraña, en fin, porque el Gobierno, inmerso en una difícil política de saneamiento y disciplina económica, no se ha planteado hasta ahora el problema de crecer, sino el de limpiar la casa. No obstante, dada la composición de los votos que sostienen al Gobierno actual e incluso omitiendo consideraciones ideológicas resulta razonable hacer la hipótesis de que es el único agente que, además de estar interesado en buscar soluciones al problema, podría buscarlas sin excesivo corporativismo.

Otra cosa que que todos los agentes perciban el paro como un problema político esencial en el sentido de que a partir de cierta .cuantía y duración del desempleo no financiado el tejido social y los mecanismos democráticos de solución negociada de los conflictos pueden resentirse. Ésta es, sin embargo, una percepción defensiva del tema que tiene gran importancia pero sobre la que no deseo extenderme.

Aceptemos, no obstante lo anterior: que el paro ha sido el principal objetivo de la política económica desde la instauración de la democracia, y veamos qué argumentos se han utilizado de forma sucesiva para defender la política económica seguida como una política contra el desempleo.

Primero se dijo que el enemigo principal del empleo era la inflación. Cuando los salarios reales habían entrado en una senda de moderación, autoridades y expertos nos transmitieron el mensaje de que el, objetivo que corregir para generar empleo era la reducción del déficit público. Tras esto, como acompañamiento, la flexibilización del mercado de trabajo.

Como siempre que los argumentos son ciertos en un 50%, la crítica de los mismos resulta difícil, pero trataré de discutir su componente espurio y el uso con frecuencia sesgado que se ha hecho de ellos.

Nadie puede dudar que en 1977, con una inflación cercana al 30% anual, la posibilidad de cualquier política económica dependía de cortar la subida de precios. Por ello se impuso una terapia de choque poco discutible.

Una vez acomodada la inflación a cifras elevadas pero no caóticas, ¿cómo intentó venderse la idea de la política antiinflacionista? Curiosamente se tradujo como una política generadora de empleo. El culpable principal del paro era el alto coste real del trabajo.

El problema de la inflación

Merece la pena detenerse en la sutil transformación del argumento. Las autoridades económicas estaban preocupadas por la inflación y no por el paro más que como referencia lejana. Para luchar contra la inflación corto plazo había que reducir en lo posible el crecimiento de los componentes de los costes de producción. Los precios de las materias primas no eran controlables. Los costes financieros no podían reducirse por su origen en el déficit de EE UU y porque había que seguir una política monetaria restrictiva. Por tanto, la lucha contra la inflación implicaba disminuir los costes del trabajo Las cuotas de la Seguridad Social no podían reducirse sin poner en peligro el presupuesto, y por tanto, la única forma de luchar contra la inflación era reducir los salarios reales. Dado que el argumento resultaba poco popular, se tradujo adoptando la forma de que el principal responsable del desempleo era el nivel de los salarios reales.

No dudo que reduciendo, por ejemplo, el 20% el poder adquisitivo de los salarios se crearían más puestos de trabajo, como tampoco que si el salario fuera nulo no habría paro por el lado de la demanda de trabajo. Pero sólo se debe discutir sobre objetivos posibles y que no impliquen que los costes del ajuste recaigan sólo sobre una clase social.

Una vez logrado con creces un crecimiento de los salarios reales paralelo al de la productividad, tras la aceptación por parte sindical de que la negociación colectiva se llevara a cabo sobre la base de la inflación esperada y no de la experimentada y de otros acuerdos sociales bien conocidos, resultó que el paro se guía aumentando. Esto no debe ría sorprender, porque el control de los salarios -ni siquiera el de la inflación- nunca ha constituido una condición suficiente para generar empleo, máxime si se tiene en cuenta que el cambio técnico ha provocado en todo el mundo reducciones drásticas de las necesidades de empleo. El problema se encontraba en que el Gobierno y la autoridad monetaria habían transmitido un mensaje muy lineal según el cual moderar el crecimiento de los salarios reales implicaba atajar la inflación y esto resolvería el problema del desempleo. Había, en suma, que buscar otro culpable.

Y se encontró uno excelente que además tenía- la ventaja de sintonizar con la posmodernidad económica doctrinal, que, sacando el negativo del maniqueo mensa je progresista de los años sesenta, considera lo público como sinónimo de ineficiente y distorsionador. El nuevo enemigo era el déficit público.

El déficit público

Los problemas del déficit público son lo bastante conocidos como para poder sintetizarlos en pocas líneas. En primer lugar, las características de la crisis actual hacen que las políticas indiscriminadas de demanda no sean admisibles. En segundo lugar, el drenaje de financiación de un abultado déficit público provoca tensiones al alza en los tipos de interés y resta fondos de ahorro para la iniciativa privada. A partir de aquí todo es más dudoso, pero estos dos argumentos son suficientes para destacar la importancia de vigilar el déficit. No obstante, conviene no sacralizar el problema y situarlo dentro de límites relativos. La experiencia internacional es muy variada y poco concluyente respecto al tema. Estados Unidos, paladín teórico de la ortodoxia neoliberal, acumula año tras año los déficit más importantes de su historia. El Reino Unido lo contiene en parte con prácticas financieras de aplicabilidad limitada en el tiempo. Italia, el país que mejor se ha adaptado a la crisis, tiene un déficit en torno al 12% del producto nacional. Japón, otro supuesto paradigma, lo tiene superior al español.

Discutir en abstracto si el déficit público español es grande o pequeño constituye un absurdo, y puede ser útil tratar de analizar desde qué posiciones se mantiene que es excesivo. Por una parte se encuentran quienes defienden la reducción del déficit por intereses personales o de clase. Banqueros y patronales pertenecen a esta categoría y tienen perfecto derecho a defender su posición.

Pero puesto que están de acuerdo en que el sector público pague dos billones por la crisis bancaria privada, desean que se haga cargo de los problemas financieros del sector eléctrico privado, demandan ayudas públicas a la exportación y a la inversión privadas, claman por la reducción de cuotas de la Seguridad Social y de los impuestos y se consideran perseguidos ignominiosamente cuando un secretario de Estado les recuerda que en España se defrauda cada año un billón y que la inspección va a hacer hincapié en las bolsas de fraude -que quizá no por casualidad coinciden en gran medida con las rentas que ellos perciben-, o están defendiendo un déficit mayor en beneficio propio, o están pidiendo una redistribución del déficit existente a su favor y en contra de funciones asistenciales.

Por otra parte se encuentran quienes defienden la reducción del déficit desde posiciones administrativas o teóricas. Si con ello se trata de señalar la necesidad de controlar el déficit, de que el mismo no sea resultado de una gestión no prevista, de que deben reducirse las ineficiencias del sector público, sólo cabe coincidir con ellos. Si se trata de una pro,puesta más concreta cabría hacerles algunas pregunta! sobre cómo reducir el déficit: ¿acabando con el fraude?, ¿gastando menos en defensa o en las escuelas?, ¿reduciendo los beneficios fiscales al sector privado o las pensiones?, ¿dejando que la competencia elimine a los bancos ineficientes o pagando salarios menores a los funcionarios?

Pero lo que más sorprende de quienes afirman sin especificar que el déficit público español es demasiado grande no es tanto la omisión de la experiencia internacional ya comentada -que sin embargo siguen utilizando con profusión cuando tratan otros temas de política económica-, sino que inviertan el planteamiento del problerná: en vez de preguntarse por cuáles son las funciones que debe cumplir un sector público moderno y calcular el menor coste posible de las mismas, consideran la restricción presupuestaria como objetivo social, en un ejercicio de prestidigitación que les permite sacralizar el tamaño déficit.

Un caballo de batalla desde el comienzo de la transición política por parte de los empresarios, asumido posteriormente por el Gobierno actual: el tema de la flexibilización de las relaciones laborales, planteado con frecuencia de forma muy opaca. Para los empresarios, la flexibilización ha sido una petición de despido gratuito, porque el libre ya existe en la medida en que no es obligatorio readmitir a un despedido de forma improcedente. Para los sindicatos, la flexibilización ha sido un tema tabú del que se han negado siquiera a hablar.

Julio Segura es catedrático de Teoría Económica.

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