El sobresalto de la historia
Apenas superado el sobresalto de las elecciones, llega Octavio Paz y en Valencia rehace en dos golpes de pluma nuestra historia contemporánea. Con la ventaja que otorga el privilegio de haber vivido las cosas a distancia, salta por encima de 40 años de dictadura y nos dice que los vencedores de la guerra civil han sido la democracia y la Monarquía constitucional. Desde luego, no el Frente Popular, que para el escritor mexicano es algo pasado de moda y nada debe tener que ver con la democracia. Por una regla de juego similar, el Estado de Israel habría sido el gran beneficiario de Auschwitz, y la democracia italiana de hoy, la heredera de la marcha sobre Roma. Por fin, más allá de este hegelianismo de ocasión, el lazo entre pasado y presente queda anudado mediante ese artificio supremo del pensamiento conservador que es la captación: la "reconciliación nacional" no habría sido, en la oposición española antifranquista, un hallazgo del PCE (convenientemente olvidado al efecto), -sino del socialista Indalecio Prieto, al proponer en 1946 el pacto con los monárquicos. Nada nos dice Paz del contenido que entonces tuvo aquello, de su azorado fin y de cuanto acaba confesando el propio Prieto sobre el episodio. Lo que importa es el valor político que hoy asumen esas palabras en el contexto de la reconversión -y nunca más ajustado el término- de significados históricos, que en este caso transfiguran la conmemoración de un hito antifascista en demostración cultural al servicio de una determinada política.Es una bocanada de aire fresco que llega a tiempo. No hay más que seguir la información de TVE -desde la noche trágica de la desinformación del 10 de junio- para entender que el PSOE tiene ganas de que se olvide pronto y no se llegue a entender lo ocurrido. Alguien había escrito unas semanas antes, pensando en la España de hoy, que toda sociedad tiene el Gobierno que se merece. Ahora, esa afirmación no sería ya sostenible: la sociedad ha quedado muy por encima no sólo de la sensibilidad democrática de su Gobierno, sino del conjunto de la clase política, si juzgamos por el tono y el contenido de la campaña electoral. Los electores españoles, en especial los de clases populares, han seguido votando, en una importante proporción, por el partido de gobierno, a la vista de la ausencia de alternativas fiables. Pero, al mismo tiempo, han marcado un descenso notable en el grado de confianza y, sobre todo, han rechazado la pretensión formulada por el presidente González de completar la figura del Estado-partido a través de una representación coherente, monocolor, a todos los niveles, bajo control del PSOE. Es cierto que siguen incidiendo profundamente las técnicas de manipulación a través de la imagen sobre el comportamiento electoral, pero no hasta el punto de consolidar una mentalidad fideísta, de adhesión religiosa a los seres superiores que nos gobiernan, los cuales, por usar su propia, fórmula, escriben de cara a cada consulta la carta a los Reyes Magos que ha de llenar de ilusión a los votantes. El electorado ha rechazado mayoritariamente esa pretensión de tutela, incluso cuando tiene detrás, en el plano municipal, la única experiencia positiva respecto al ejercicio del poder. Frente a la tentación ofrecida por el Gobierno de un partido casi único, los ciudadanos han optado abiertamente por el pluralismo, la crítica y la dernocracia.
Y es a la luz de ese comportamiento juicioso del cuerpo electoral que cabe valorar aún más negativamente los costes de la estrategia política sostenida por el PSOE desde 1982, orientando sus acciones al fin exclusivo de reforzar su propio poder, actuando en las esferas económica y administrativa como un partido conservador y procediendo a un desmantelamiento del tejido social ideológico e incluso moral de la izquierda.
Por supuesto, no toda la responsabilidad de esa crisis de la izquierda recae sobre el partido de gobierno. También resultó decisiva en su día la autodestrucción del PCE, con el balance de una drástica reducción de la presencia política comunista, algo que no ha podido ser superado, a pesar del espejismo de la campaña de 1986 contra la OTAN. En principio, el proyecto político de Izquierda Unida descansaba sobre un supuesto de reestructuración de esa clientela perdida en torno a la llamada política de convergencia -esto es, de articulación con sectores, individuos y sensibilidades de izquierda-, pero tal proyecto ni siquiera ha sido ensayado y todo quedó en una coalición electoral de comunistas con micropartidos de casi nula significación. En un medio social dominado por la imagen, ha fallado la correspondiente al propio liderazgo, y tampoco se ve por parte alguna la configuración de un grupo dirigente de cierta solidez. Ante este complejo de limitaciones, no ha servido de mucho la tenaz y positiva actuación del (sub)grupo parlamentario. La confianza de los electores no ha sido recuperada, ni siquiera la de aquellos trabajadores que dejaron de votar al PSOE. Así, el componente comunista del espectro político no desaparece, pero sigue bajo grave amenaza de una-definitiva marginalización, y aún puede dar gracias al azar de que algún ensayo de izquierda nueva, competidor en la sombra, haya fracasado en la ruleta rusa de las europeas.
Claro que en este caso, y siempre por el juego de los números, Izquierda Unida tiene ahora un papel que desempeñar, pero tampoco lo tiene fácil. La formación de pactos de progreso, con participación en administraciones municipales y regionales al lado del PSOE, respondería a las expectativas de la base sociológica de ambos grupos y aseguraría algo importante: una gobernabilidad estable y responsable. Contra ello se alza la imagen de subordinación a un partido como el PSOE, al que se ha combatido y que, por otra parte, hace de la extinción del comunista una de las claves de su política de modernidad. Cabe entonces pensar que se impondrá una solución ecléctica, de apoyo externo a la lista más votada, sin compartir responsabilidades de gobierno. Tendríamos así un pacto sin pacto -ya que, lógicamente, debería darse la reciprocidad socialista-, con lo que las posiciones marginales mantenidas en el voto se conservarían en el terreno de la gestión.
El problema es que precisamente es ésa la solución óptima para el vértice del PSOE, partidario siempre de preservar íntegros sus espacios de poder, no compartir nada, y que en este caso, merced a la fórmula citada, vería con satisfacción cómo era obviada una de las demandas del electorado: cortar la tendencia al monopolio político. Lo que en modo alguno significa preferencia por los Gobiernos en precario. Con los recursos del Estado en la mano, al PSOE le sería muy sencillo devolver de aquí a tres años el voto de castigo, castigando a su vez a los ciudadanos desertores con el desgobierno y la confusión de administraciones minoritarias. El regreso a la casa del padre estaría entonces plenamente asegurado.
Porque el PSOE no está dispuesto a cambiar nada, y menos tras la providencial ayuda del índice de precios al consumo (nada excepcional en la coyuntura europea, pero que, tal como ha sido presentado, tiene aires de fruto de una domesticación general que iría, en este país de las estadísticas, a los intelectuales, pasando por esa culminación simbólica que son los redactores de los No-Do de TVE). De nuevo, no ha fallado nada. Las administraciones han sido magníficas, declara Felipe González. En todo caso, es un problema de comunicación, de afinar la sintonía. Hay que cambiar de eslogan, ser más humildes en la campaña. Aprovechar la favorable coyuntura económica internacional y exhibirla como un logro propio. Aumentar el círculo de los fieles y reforzar el apartheid de los críticos (personas, pero también temas). Presentar, como hizo el ministro de Educación en la clausura de Valencia, la circulación de trenes rigurosamente programados como la expresión de que en España, por fin, se consolidan conjuntamente la tolerancia, la democracia y la razón. La cultura cumple así su función como escaparate del poder.
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