Otra gran muralla
La época de esplendor de Francia inspiró. el afrancesamiento de buena parte de la intelectualidad europea y americana; él surgimiento del Reino Unido desató una pandemia de anglomanía; el desafío alemán proyectó por el mundo entero la influencia de pensadores teutones; el ascenso de Estados Unidos ha provocado, para furia de los tradicionalistas, la norteamericanización de casi todo el planeta. Así las cosas, hubiera sido razonable anticipar que el avance de Japón, ya la segunda potencia económica del orbe, y según parece resuelto a convertirse en primera, conduciría no solamente a un torrente arrollador de bienes de consumo nipones, sino también a una invasión cultural comparable con las protagonizadas por las grandes potencias del pasado. Sin embargo, nada de esto ha ocurrido. Es cierto que algunos occidentales emprendedores se interesan por el ikebana y el origami, que películas ya espectaculares ya eróticas japonesas tienen sus admiradores y que muchas personas tratan de internarse en los misterios del budismo Zen. Ello no obstante, la influencia cultural de Japón en Occidente es virtualmente nula. ¿Cuántos lectores españoles (o norteamericanos) pueden nombrar a un solo autor japonés viviente? ¿Quiénes conocen la obra de Natsume Sôseki, para los japoneses su mayor novelista del siglo? ¿Dónde están los filósofos y pensadores nipones? ¿Los economistas? Sólo los especialistas lo saben.Mírese por donde se mire, es una situación harto extraña. Puede argüirse que la literatura y el pensamiento del Japón moderno son aburridos, que las enormes dimensiones de la industria editorial japonesa -equiparable con la norteamericana, por supuesto- reflejan el triunfo de la cantidad sobre la calidad y que, individuos como Yukio Mishima aparte, los novelistas japoneses son triviales en comparación con sus colegas occidentales. Con todo, aunque ello fuera cierto, sería lícito presuponer que la curiosidad provocada por la expansión del poderío económico nipón estimularía a millones de europeos y norteamericanos deseosos de saber algo más acerca de la realidad de un país posiblemente destinado a convertirse en rector. En la actualidad, empero, pareciera que Japón -al igual que España hasta hace poco- se ve condenado a ser conocido por sus más pintorescas artes menores y no por los logros de sus intelectuales más importantes,
¿A qué se debe esta muralla de indiferencia? En parte, sin duda, al hecho de que por ser Japón un país de raíces búdicas, sintoístas y confucianas los motivos de los personajes que habitan sus novelas son a menudo incomprensibles para el lector corriente, mientras que las preocupaciones de sus pensadores son ajenas a las nuestras. El factor más importante, empero, es el idioma japonés: sus complejidades son tales que muy pocos occidentales están- dispuestos a aprenderlo, de modo que aunque amaneciera el siglo japonés vaticinado por algunos profetas norteamericanos, sería escasa la posibilidad de que se convirtiera en idioma internacional.
La dificultad del idioma
Para aprender bien el japonés es necesario abocarse a la memorización de dos silabarios de 50 signos cada uno, más esa espesa jungla de ideogramas, además de sus múltiples pronunciaciones. Es una tarea de años que no sólo desalienta a los extranjeros deseosos de acercarse a Japon, sino también domina el sistema educativo del país y, por tanto, la sociedad que ésa moldea. En Japón existe escaso interés en la educación progresista por el muy sencillo motivo de que es incompatible la liberación de la imaginación del alumno con la necesidad de enseñarle a leer el idioma. La educación japonesa es por obligación resueltamente tradicionalista, tan exigente como lo era la occidental cuando todo hombre culto tenía que dominar el latín y el griego. Desde luego que la dura disciplina escolar deja su impronta en la sociedad japonesa, justamente notoria por su aplicación y por el respeto universal por la autoridad.
Otro efecto de la particularidad del idioma consiste en fortalecer la propensión japonesa a mantenerse aparte: como quiera que un joven difícilmente aprende a escribir su idioma en una escuela extranjera, el empresario preferirá dejar a su hijo atrás en Tokio aun cuando tiene que pasar años en el exterior; por otra parte, son contados los estudiantes extranjeros capaces de seguir cursos en instituciones niponas.
Asimismo, aunque el aprendizaje de miles de caracteres pueda estimular las facultades visuales, no contribuye al desarrollo de las orales: por lo general, los japoneses son lingaistas mediocres, y si bien muchos saben leer inglés, pocos lo hablan con fluidez. Algunas sociedades son cerradas, pero ninguna es tan excluyente como la japonesa, construida Como está en base de un tejido de obligaciones mutuas y separadas de las demás por el idioma escrito. No sorprende, pues, que Japón, a diferencia de Alemania, Francia, Reino Unido y Estados Unidos, no tenga intención alguna de permitir la inmigración de obreros de países más pobres: ni siquiera pueden integrarse el millón de residentes coreanos que, aunque racialmente idénticos a los japoneses y capaces de hablar y escribir él idioma a la perfección, no pertenecen a la familia japonesa y saben que es mínima su posibilidad de lograrlo un día.
Por primera vez, entonces, se asoma una superpotencia radicalmente distinta de las otras, una de origen no occidental, difícilmente abordable por los extranjeros e históricamente incapaz de comunicarse bien con el resto del mundo. Aun cuando prevalece la buena voluntad, será casi imposible impedir que surjan malentendidos costosos.
En cambio, de triunfar la mala voluntad ya ampliamente difundida en ciertos círculos europeos, norteamericanos... y japoneses, Japón podría transformarse muy rápidamente de socio valioso, aunque un tanto extraño, en el adversario más formidable que haya conocido Occidente desde el ocaso del imperio otomano.
es periodista y antiguo director del Buenos Aires Herald. Actualmente reside en España.
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