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A favor, con perdón, de la religión

Si el vicario de la Iglesia se nos aparece televisivamente un día abroncando al sandinista Ernesto Cardenal y otro día bendiciendo al mismísimo Pinochet, nada de extraño tiene un alegato a favor del anticlericalismo, como el de Fernando Savater (EL PAÍS, 28 de mayo de 1987). Hay que reconocer, sin embargo, que la gracia de su indignación era la reprimenda a la progresía, incapaz de resistir la seducción de la sirena religiosa. ¿Qué está ocurriendo -se decía Savater- para que no se nos ahorre la cruz de un revival de la religión?Para completar el cuadro, podía el lector de periódicos desayunarse el mismo día y a la misma hora con otra indignación, servida esta vez por prensa conservadora. ¿Cómo se les ocurre a personas e instituciones laicas -se preguntaban entretenerse en conversaciones académicas sobre el tema de Dios? Hasta ahí podíamos llegar, a usar el nombre de Dios en vano.

Sin querer, uno se veía transportado a otros tiempos, a los de Hegel sin ir más lejos, quien, ante el espectáculo de un enfrentamiento sin cuartel entre ilustración y ortodoxia, declaraba solemnemente que la Ilustración había fracasado. Esta remisión a tiempos pasados carece de toda ironía. Al contrario, me permite terciar en la disputa sin ánimo polémico, con la santa intención de liar todavía más el enredo. Gracias a la tozudez de sus defensores -y a las razones que les asiste- es hoy sentencia generalmente admitida que el progreso es un camelo, la modernidad un peligro público y el predominio de la razón instrumental un hecho. La crisis de la ilustración, ahí señalada, fue, sin embargo, detectada en primer lugar por el susodicho Hegel. Y la raíz del fracaso la colocaba exactamente en esa pugna entre una ilustración que se levantaba con el santo y seña de la razón y una religión que basculaba entre el pietismo y el principio de autoridad. A Hegel le evocaba esta victoria de la razón la de los bárbaros sobre los pueblos romanos: fascinados con el triunfo militar, tardaron en reconocer que habían sucumbido a la cultura de los vencidos. Peor aún: vistas las cosas más de cerca, ilustración y ortodoxia eran cara y cruz de las mismas insuficiencias racionales. Tanto el recurso de los teólogos al principio de autoridad para probar la verdad de su doctrina, como la decisión de la razón en autoproclamarse universal, adolecían del mismo voluntarismo. Hegel proponía a la filosofía -si ésta "quería encontrarse con su terna"- echar una mirada a la historia del pensamiento occidental. Las insuficiencias de la ilustración sólo podían subsanarse si la filosofía se hacía cargo de las motivaciones que subyacen a las cuestiones filosóficas, si la filosofía tenía en cuenta el humus en el que nacieron, es decir, la religión. El lector entenderá que le ahorremos el desarrollo. Lo que sí procede es señalar que la obsesión de Hegel en ubicar en la historia de la religión el sentido de las cuestiones filosóficas no obedece a intereses apologéticos. Asuntos como la relación entre verdad y universalidad, conceptos como el de libertad y eticidad, su rebelión contra la fijación de todo tipo de antinomias y la angustiosa búsqueda de una mediación entre ellas, la persecución de la reconciliación racional y otros, se explican en él desde y sólo desde su filosofía de la religión.

Mucho ha llovido desde entonces, por fortuna. Hay una parte de la filosofía, la que va desde Kierkegaard hasta el individualismo leight, que pasa de Hegel. Otra le hace caso a medias, tomándose en serio sus asuntos, pero desvinculándolos de los orígenes. Y no faltan quienes, como Nietzsche, combaten el subsuelo cultural para mejor desentenderse de las cuestiones derivadas.

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El resultado es que las distancias entre razón y religión se han incrementado, en filosofía, hasta extremos no soñados por Hegel. Con todo, y antes de dar por terminado el capítulo, convendría preguntarse qué hacen esos buscadores que, siguiendo la invitación de Nietzsche, se empeñan en avivar el rescoldo de "una vieja fe milenaria, que también fue la de Platón, según la cual Dios es la verdad y la verdad es divina". Unos son, "sin Dios y antimetafísicos", como Nietzsche; otros, como fileidegger, deudos del místico Meister Eckart; también los hay, como en el caso de Walter Benjamin o Horkheimer, herederos de la tradición talmúdica. En estos casos la religión puede parecer ingenua, pero no banal.

En cualquier caso, antes de mandar al limbo la tradición que les vio nacer, procede recordar el precio que hay que pagar. El tan citado Nietzsche, anunciador gozoso de la muerte de Dios, se pregunta, en Ueber die Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinn, si el precio de la muerte de Dios no es la muerte del hombre y su reducción (del hombre) a mera ficción; si vale la pena cambiar la historia por una evolución loca que es como un viaje a ninguna parte.

Hegel tuvo la osadía de plantear, con la contundencia que le caracteriza, la relación entre determinadas preguntas filosóficas y su contexto histórico. Otros muchos practican la relación, pero vergonzosamente. Y cabe preguntarse si, ante el espectáculo de políticas convertidas en religión, de nuevos físicos que descubren la reencarnación de alma y sociólogos marxistas que abogan por una desecularización del mundo, no estaría de más volver al punto de partida de la ilustración, de su frustración inicial debida a un concepto de racionalidad demasiado estrecho.

Sería exagerado pedir una oportunidad para la religión, ella cuyas instituciones dominan tantas plazas en exclusiva. Pero tampoco hay por qué dar la última palabra a la pelea -antes trágica, ahora menos- del clericalismo contra el anti clericalismo. Al menos en esto, perder un poco de casticismo y parecernos más a la media europea no debiera ser desmesura.

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