De Juan Belmonte
Cuando tenía 12 o 13 años, y como quiera que me gustasen los toros apasionadamente, mi madre -mi padre había muerto dos años antes- me permitía ir a las corridas de toros de La Línea y Algeciras, siempre que fuera acompañado de luan el Canelo. Juan el Canelo era el hermano mayor y el gran jefe del clan de Los Canelos, el encargado del matadero municipal de San Roque, mi pueblo natal. Mi madre, entonces, esperaba el paso de Juan hacia el matadero, por delante de mi casa. "Juan", le decía mi madre, %le importaría a usted llevar a mi niño a los toros? Si no es con usted, no va". Y Juan contestaba siempre así: "Sí, doña Emilia, vendrá conmigo". Llegado el día, cogíamos el autobús para La Línea o Algeciras y nos íbamos derecho para la plaza de toros, entre el bullicio de feriantes y el humo de puros. "Tú no te separes de mí", me decía Juan, y así llegábamos a la plaza, me dejaba pasar a mí para indicarle al portero, que le tomaba las dos entradas, la suya y la mía, que "éste viene conmigo", y nos sentábamos en nuestro tendido de sombra. Juan el Canelo era un hombre alto, derecho, vestía siempre de negro, con camisa blanca abrochada hasta el cuello, pero sin corbata. Debía tener por entonces unos 60 años. No reía ni sonreía jamás; no fumaba; hablaba, todo lo más, en frases cortas y secas; nunca le vi aplaudir ni, desde luego, silbar. Yo sentía por aquel hombre un gran respeto -y aún lo siento en el recuerdo de su imagen- y, naturalmente, una gran admiración. Él iba a los toros siempre solo, y a ver torear. Y yo le oía, o ansiaba oírle, algunas de sus frases, mientras le veía no perder un detalle de cuanto se hacía en el ruedo De reojo advertí que, si el diestro estaba mal, miraba sólo un momento, para apartar la vista y decir: "No puede". Con él vi, creo 10 o 12 corridas, y pude ver torear a Cayetano Ordóñez, Niño de la Palma, a Chicuelo, a Lalanda, a Domingo Ortega -"no tiene muleta; es una jacha", Victoriano de la Serna, Pascual Márquez, Sidney Franklin, Juanito Gallardo... Y también, una sola vez, a Juan Belmonte.No estuvo bien en sus toros aquella tarde en Algeciras. El público permaneció en silencio después de sus faenas. Y él -eso lo tengo perfectamente vivo en mi memoria-, después de muerto el toro, iba hacia la barrera arrastrando la muleta con su mano izquierda, el estoque en la derecha, y allí se los recogía su rnozo de estoque sin mediar comentario alguno. Luego, Belinonte se apoyó con las dos martos, extendidos los brazos, en la barrera, con un gesto de cansancio. "Es el asma", me dijo Juan el Canelo,- "ya tiene asma, y con asina no se puede torear".
Pero la primera vez que vi a Belmonte fue en Ronda, un año o elos antes, en el colegio donde estaba interno; yo, en el ingreso de bachillerato, y su hijo Juanito, en quinto curso. Belmonte fue alguna vez a ver a su hijo, y los niños dejábamos de jugar en el recreo vinos momentos para, silenciosa y, admirativamente, verle pasar a la sala de visitas.
Y siendo médico ya, quizá hace 30 años, me invitaron a una tienta en Sevilla y encontré a Belmonte allí. Estaba en un burladero y, antes de que sacaran una vaquilla, Juan dio a un invitado algunos consejos acerca de cómo tenía que hacer para lograr darle un par de mantazos. Las instrucciones no sirvieron de nada, y aquel señor, que no era nada joven, salió por los aires y luego, en el suelo, pisoteado y arrastrado por la vaquilla, a la que hubo que apartar a la fuerza de su encelamiento. La vaquilla quedó en el centro, con una mirada insolente, desafiante. Y yo me fui con un capote hacia ella, la cité, embistió y pude darle tres verónicas y inedia más. Cuando me retiré hacia el burladero debía ir con la palidez de un muerto. Me temblaban las piernas. No podía atender ni siquiera a la gente que aplaudía. La boca la tenía seca, y la lengua, pegada al paladar. No tenía fuerzas para continuar. Ni siquiera cuando, al llegar al burladero, oí que me decían: "Uzté zabe toreá", y resultó que era Belmonte el que había hablado.
La última vez que vi a Juan Belmonte fue en el funeral de Rafael González, Machaquito, en la iglesia de San Miguel, en Córdoba, con Rafael Gómez, El Gallo. Yo estaba con Ricardo Molina, el poeta de Cántico. Nosotros habíamos salido ya de la iglesia. Rafael y Juan salieron después y se quedaron en la misma puerta. Juan se colocaba entonces su sombrero y alisaba su ala, bajándola al mismo tiempo, a lo dandi. Molina no le quitaba ojo de encima. "Mira, tiene cara de conquistador. Quítale el sombrero y ponle un morrión: verás a Pizarro".
El 14 de abril se cumplió el 252 aniversario de su muerte, una muerte que nos impresionó a todos, especialmente por su lucidez y su coherencia. A mí se me ha ocurrido escribir lo que antecede. Y espero que sabrán disculpar la trivialidad de mis recuerdos. Gracias.
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