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Crítica del Gobierno, crítica de la sociedad

Me preocupa la irritación creciente que levantan los socialistas en aquellos sectores que, como los sindicatos, la Universidad o los medios intelectuales, en principio debieran ser los más afines a un Gobierno que se dice de izquierda. Y no porque no comprenda, y en muchos casos comparta, los motivos de la cólera. Pero aun siendo la rabia harto explicable, no por ello deja de embotar el juicio. Una descualificación global de la política socialista en este último lustro no sólo es injusta, sino -lo que es más grave- perjudica a cualquier política posible de izquierda en el futuro. Ya es hora de que nos libremos de expectativas ilusas, para después no despertar aturdidos por la depresión más frustrante.Comprendo el crispamiento actual de la vida española, pero no considero oportuno vilipendiar la política global de los socialistas. Dos aseveraciones que nada tienen de paradójico, pese a que juntas solivianten a tirios y troyanos. Conviene explicitarlas con algún detenimiento.

Crece la indignación, en algunos casos hasta la exasperación, precisamente en los sectores sociales que propenden a la izquierda. Hay causas sobradas; unas, objetivas, por la política realizada, más bien por la no realizada. Empero los motivos que han producido mayor impacto se inscriben en el modo de hacer política -cuestión de estilo- y en la forma como se legitima ideológicamente lo que se hace.

Dos omisiones graves de este Gobierno, cada día con menos fuerza para subsanarlas, explican parte de la desazón actual. El que no se haya intentado en serio la reforma de la Administración obliga al Gobierno a frenar la construcción del Estado de las autonomías, con los riesgos inherentes a que se pudra la actual situación de desigualdad e impotencia; al ciudadano, a seguir aguantando servicios deficientes de parte de un personal cada vez más irritado: la crisis ha estallado en el campo de la sanidad, con características especiales, pero cabe explote en otros servicios públicos. En su forma actual, la Administración está muy lejos de poder responder al reto comunitario y a las demandas crecientes de los españoles.

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Existe una menor percepción social de la segunda omisión. Los siglos de retraso, las peculiaridades de nuestra historia reciente reclamaban una "revolución cultural" concepto con el que los socialistas nos llenábamos la boca en la década de los setenta. Había que conseguir una transmutación de valores, mentalidades, formas de vida, de modo que la modernización a que se aspiraba implicase un cambio sustancial en las pautas colectivas de comportamiento, y no simplemente en la tecnología que se importase. Revolución cultural que había que haber iniciado con una ruptura radical de nuestro sistema educativo. Instituciones tan carcomidas como la Universidad no admitían paños calientes. En el campo de la educación, la creación cultural, la investigación científica, había que haber desplegado imaginación para inventar soluciones y coraje para llevarlas adelante. Al fin y al cabo, la riqueza de un país consiste en la capacidad creadora -intelectual, moral, cultural- de sus habitantes.

Nadie con sentido había esperado de los socialistas una transformación radical del orden capitalista imperante, pero sí algunos acentos nuevos en la relación Estado-sociedad. La tarea histórica del socialismo español consistía en adaptar las instituciones del Estado -Parlamento, justicia, Administración- a las exigencias modernizadoras de la sociedad. La sociedad española ha dado señales de una cierta dinámica empresarial y cultural (van unidas en el desarrollo del capitalismo moderno), pero en proporciones demasiado modestas para los retos planteados. España sigue arrastrando una enorme inercia conservadora, que se expresa en el sólido corporativismo de las capas dominantes y en la relativa desarticulación de las dominadas. Los pudientes son duros e inflexibles a la hora de defender sus privilegios, sin importarles un ardite las consecuencias para el país; los dominados pasan de la sumisión a la explosión, pero no son capaces de mantener organizaciones que luchen permanentemente por objetivos cambiantes y limitados. Es una constante histórica, no fácil de explicar, que las clases dominantes en España nunca se hayan erigido en clases dirigentes, al articular sus intereses con los de la nación.

Asombra, al menos a mí me ha sorprendido, la rapidez con que la cúpula socialista, llegada al poder, se descabalga de sus principios, abandona convicciones y análisis, para adaptarse al carácter descrito de la sociedad española, que exige, para mantenerse en el poder, no rozar los intereses dominantes. Como en el pasado, lejano o cercano, impregna hoy el estilo de gobernar, hacia el exterior, un sentido reverencial de las instituciones del Estado; hacia dentro, la manipulación constante. Se hace política como se ha hecho siempre: a favor de las oligarquías y con métodos caciquiles.

Esta perfecta adaptación a las condiciones de la sociedad española, a la que se debe buena parte del éxito de los socialistas, ha obligado a romper de tajo con el discurso democrático, excesivamente ideológico, cuando no subversivo, para sustituirlo por el tecnocrático y desarrollista (hoy se dice modernizador) de los sesenta. Se disuelven los planteamientos ideológicos de izquierda o de derecha, gatos negros o gatos pardos, ante la tozudez de los hechos económicos, de los datos sociales, de los poderes internacionales. En los arrebatos de sinceridad que de cuando en cuando aquejan al presidente se trasluce la ideología de El crepúsculo de las ideologías y de El Estado de obras, que destila el poder cuando no trata de ocultarse.

Con todo, nada más inoportuno que una descualificación global de este Gobierno, elegido con 10 millones de votos, reelegido no hace todavía un año con mayoría absoluta. Por lo pronto, es el Gobierno que quiere la mayoría de los españoles y bien pudiera ser que la sociedad española no diese más de sí. No es el mejor Gobierno posible, como comprensiblemente afirma de sí mismo, pero para la mayor parte de los españoles es el mejor de los probables. No se descubre, ni a la derecha ni a la izquierda, alternativa más convincente. Y como no queremos un cambio de régimen, sino la consolidación del existente, todavía nos quedan tres años para plantearnos la posibilidad de su sustitución.

Mientras tanto, conviene trasladar la mirada del Gobierno a la sociedad. Pregúntese cada cual qué puede hacer, desde la posición que ocupe, para presionar por el cambio -desde el Gobierno ya no cabe esperar mucho, ni de este ni de cualquier otro probable-, bien entendido que aquello que hagamos o que digamos comporta riesgo y conlleva no pocas desventajas personales.

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