Armas
Cada mañana, rnientras los pájaros cantan y las flores se abren, hay honrados padres de familia, obreros de izquierdas, químicos sin ideología, técnicos comerciales llenos de bondad y dulces secretarias que acuden puntualmente a las fábricas de armas y allí cada cual cumple con su obligación. En realidad se trata de un trabajo aséptico. Esta gente tan amable tal vez sueña con encontrar un nuevo e imperecedero amor, y al mismo tiempo, de forma mecánica, ceba los fulminantes, analiza la calidad de las espoletas, afina los puntos de mira y comprueba la suavidad de los gatillos. Puede que incluso algún obrero susurre: una balada sacando brillo a la culata de un cañón. Al final de la jornada, después de cumplir con su deber, estos honorables productores de riqueza vuelven a casa para enfrentarse con el televisor, donde, sin duda, aparecen imágenes de alguna guerra lejana. La culpa no existe. En la cocina va marchando una tortilla de patatas.La bomba atómica es una creación platónica o institución imaginaria que preside el espíritu moderno. Ya se sabe que este monstruo ideal ha sido engendrado sólo para, no ser usado. En eso radica su esencia. Pero con nosotros conviven armas menores, fabricadas todavía a la altura del hombre, que realmente matan dentro de la más estricta rentabilidad. Estos productos se rigen por las leyes del mercado, como las chirimoyas, y las empresas sirven los pedidos a los puntos calientes del planeta para que sean consumidos con la mayor rapidez. ¿Acaso los obuses son esculturas destinadas a los museos? ¿Habrá que vender tanquetas a Mónaco o exportar cañones a Suiza? La prohibición de suministrar armas a los países en guerra o de abastecer a las dictaduras con instrumentos para aniquilar al adversario me parece la elipsis más diabólica de la conciencia humana. A ver si nos entendemos. Las armas son para matar, aunque las construyan manos inocentes, y acuden con extrema celeridad a los lugares donde puedan ser utilizadas. La muerte es su única vocación. Y el resto sólo es hipocresía.
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